El sábado por la noche, Zaragoza vibraba con el pulso de la fiesta. Javier estaba en una discoteca con Carlos y July, el aire cargado de sudor, luces estroboscópicas y bajos que retumbaban en el pecho. Las cervezas habían dado paso a chupitos de tequila, y el alcohol les soltaba la lengua y las manos. Bailaron entre la multitud, riendo a gritos, hasta que Carlos, con los ojos brillantes de exceso, propuso cambiar de escenario. “Vamos al ‘Divorcio’, tíos, ahí siempre hay carne fresca.” El pub, un antro conocido por las mujeres divorciadas que buscaban desahogo, los recibió con su luz tenue y su olor a perfume barato.
Se acomodaron en una mesa cerca de la barra, las botellas acumulándose mientras observaban el panorama. Había mujeres de todas las edades, pero las de cuarenta y pico dominaban, con sus vestidos ajustados y sus risas roncas. Javier, con una cerveza en la mano, dejó que sus ojos vagaran, pero su mente estaba en Madrid, en el apartamento, en el cuerpo de Carmen temblando bajo el suyo. Carlos, ya medio borracho, lo pinchó con el codo. “¿Qué tal con la madrileña, eh? Cuenta, cabrón.”
La conversación se torció rápido, el alcohol sacando lo peor de ellos. Javier sonrió, esa mueca canalla que lo definía, y se inclinó hacia delante. “Menudo torrente, no veáis cómo la come, una guarra de escándalo.” Su voz era grave, cargada de un orgullo sucio, y los otros estallaron en risas. July dio un golpe en la mesa, derramando cerveza. “Joder, qué cabrón, ¿y la muy puta follando a espaldas del marido? Eso es nivel.” Javier asintió, el tequila quemándole la garganta mientras seguía. “Esa tiene unas ganas de guerra... cómo me lo paso. No os imagináis lo que es tenerla encima, chupándomela como si no hubiera mañana.”
Carlos, el más interesado, no dejaba de preguntar, sus ojos brillando con una mezcla de envidia y lujuria. “Es que está buenísima, me la pone morcillona, hostia,” dijo, riéndose con una carcajada ronca. “¿Y qué tienes pensado? ¿Te la vas a volver a tirar? A ver si la presentas. Vaya culo tiene la muy guarra, mira esa foto, bufffff.” Sacó el móvil de Javier de la mesa, abriendo las imágenes que él les había pasado: Carmen en Lleida, las mallas Adidas marcando su trasero, la coleta oscilando en el viento. “A ver si la traes y le rompemos el culo,” añadió Carlos, entre risas, su voz pastosa por el alcohol. July se unió, asintiendo como si fuera un plan real, y la mesa se llenó de un humor grosero, casi repulsivo, que convertía a Carmen en un objeto de sus fantasías.
Mientras, en Madrid, Carmen estaba en su cama, las sábanas frías rozándole la piel. Luis roncaba a su lado, perdido en su sueño de números y plazos, y ella, con el móvil en la mano, pensaba en Javier. Una media sonrisa se dibujaba en sus labios, los recuerdos del viernes todavía frescos: sus jeans arrancados, sus gritos resonando en el apartamento, el calor de él dentro de ella. No sabía que en Zaragoza lo reducían a chistes vulgares, que su intimidad era carne de cañón entre risas ebrias. Le escribió un mensaje a la 1:30, como la noche anterior, pero esta vez no lo envió, guardándolo en borradores: “Mi nene, ¿dónde estás tonight? ”
En el pub, la noche avanzó y apareció Mónica, una divorciada de 42 años con el pelo teñido de castaño y un vestido rojo que dejaba poco a la imaginación. Se acercó a la mesa, atraída por las risas y el descaro de los tres. “¿Qué hacéis tan animados?” preguntó, coqueta, y Carlos, todavía alterado por las historias de Carmen, fue el primero en actuar. “Buscando diversión, guapa, ¿te apuntas?” La conversación se volvió un juego de flirteos y toqueteos rápidos. Mónica se sentó entre ellos, riendo ante las pullas de July, pero fue Carlos quien se lanzó: sus manos rozaron sus muslos, subiendo por el vestido mientras ella fingía resistirse.
Javier los miraba, participando a medias, dejando que Mónica le rozara el brazo, que sus dedos jugaran con el borde de su camisa. Pero no estaba del todo ahí. El tequila lo tenía flotando, y las fotos de Carmen en el móvil de Carlos, que seguía mirándolas con obsesión, lo devolvían a ella. “Esta madrileña sí que sabe, no como estas,” murmuró Carlos, mostrando la pantalla a Mónica, que rió sin entender del todo. La noche se diluyó en más copas, más roces.
En la cama, Carmen cerró los ojos, la media sonrisa intacta, ajena a la grosería que la pintaba en Zaragoza. Luis seguía durmiendo, los cuernos invisibles creciendo, mientras ella soñaba con su nene, con un próximo encuentro que la haría gritar otra vez.