El domingo amaneció, Carmen se levantó temprano, el eco del mensaje de Javier aún zumbándole en la cabeza, y bajó a la cocina con una mezcla de nervios y determinación. Luis ya estaba allí, untando mantequilla en una tostada, el café humeando en su taza de siempre. Ella se acercó con una sonrisa calculada, sirviéndose un té mientras dejaba caer su plan como si fuera una idea espontánea. “Oye, hoy no voy a comer en casa. Me apetece hacer una sesión extra de gimnasio, que con la nueva dieta quiero sacarle partido.” Su voz era ligera, pero había un filo de ansiedad que intentó disimular.
Luis levantó la vista, una sombra de decepción cruzándole el rostro. “¿Otra vez? Podríamos salir a comer por el centro, hace tiempo que no lo hacemos,” replicó, con la boca pequeña, más un lamento que una queja firme. Carmen se acercó, remolona, inclinándose sobre él para rozarle el cuello con los labios, un beso suave que sabía cómo ablandarlo. “Venga, no te enfades,” susurró, su aliento cálido contra su piel. “Además, tengo que pedirte algo, Luis. ¿Te acuerdas del mueble de piezas que compramos para la entrada del dormitorio hace unas semanas? Nunca tienes tiempo de montarlo, y me hace tanta ilusión tenerlo ya…”
Luis la miró, atrapado entre la sorpresa y el cariño. A él se le daba bien el bricolaje —siempre había disfrutado de ensamblar cosas, de ver cómo las piezas encajaban—, y Carmen lo sabía. “Cariño, hazlo por mí y móntalo hoy, sé que te llevará unas horas,” añadió ella, poniendo cara de pena, los ojos grandes y suplicantes. Él suspiró, incapaz de negarse a esa expresión que aún lo desarmaba después de 14 años juntos. “Vale, está bien,” cedió, resignado pero con un atisbo de sonrisa. Carmen lo premió con un beso rápido en los labios y un guiño juguetón. “¡Genial, muchas gracias! Eres un amor. Para que te dé tiempo a todo, aprovecharé para comprar algunas cosas de decoración por la tarde y así te dejo trabajar concentrado. Lo dejaré en el trastero y ya decoramos todo otro día.”Luis asintió, sin poner pegas, aunque algo en su tono plano delataba que no estaba del todo convencido. Pero no insistió; nunca lo hacía.
Carmen se fue al gimnasio poco después, con el Audi ya reparado y cargada de ilusión, su sesión fue más una coartada que un esfuerzo real. Corrió apenas veinte minutos en la cinta, suficiente para sudar un poco, comió unas barritas energéticas antes de encerrarse en el vestuario. Allí, frente al espejo, se transformó: se puso un body negro ajustado con un escote profundo en V, los bordes adornados con encaje sutil que rozaba su piel, y lo combinó con leggings de imitación al cuero, brillantes y ceñidos, que moldeaban sus muslos y su culo con una precisión magnética. Un cinturón delgado con detalles metálicos definía aún más su cintura, y los zapatos negros de tacón alto añadían un toque atrevido. Se roció un perfume con notas de jazmín, floral pero intenso, y se soltó la melena rubia, dejándola caer en ondas salvajes. Femenina, sensual, radiante: estaba lista para Javier.
Condujo rápido hasta Atocha y, lo encontró esperando en la salida del AVE de Zaragoza, puntual. El encuentro fue pura combustión: Javier la vio y sus ojos se oscurecieron de deseo, abalanzándose sobre ella con un abrazo que casi la levantó del suelo. Sus labios se encontraron en un morreo adolescente, húmedo y urgente, las manos de él recorriendo su espalda mientras ella se aferraba a su cuello. “Estás increíble, guapa,” murmuró él contra su boca, y Carmen puso una mueca, apartándose lo justo para mirarlo. “Tú tampoco estás mal, mi nene.”
Se sentaron en una cafetería cercana, un café rápido para ponerse al día. Javier habló de su semana, del trabajo intenso que lo había tenido agotado en Zaragoza, y ella asintió, dejando que su voz la envolviera. Recordaron el viaje de Carmen a Zaragoza —“Ese día en el Audi fue una locura,” dijo él, guiñándole un ojo—, pero ella no mencionó a Carlos, ni el descampado, ni las lágrimas. Ese secreto seguía enterrado, y Javier, ajeno, la miraba con un cariño que la hacía brillar. Entre sorbos, sus manos se rozaban sobre la mesa, sus pies jugaban bajo ella, y los morreos volvían cada pocos minutos, cargados de deseo y promesas.
Carmen condujo hasta el hotel en la Calle Alcalá —una reserva que había hecho con antelación, un lugar discreto pero elegante—, y aparcó en el parking subterráneo con el corazón latiéndole en las sienes. Javier no podía quitarle los ojos de encima, devorándola con la mirada mientras subían al hall. “Espera a subir, tonto,” dijo ella, simpática, cuando él intentó besarla otra vez. “Confirmo la reserva y ya.” Lo hizo rápido, la llave en su mano en minutos, y subieron al ascensor en un silencio eléctrico, sus cuerpos pegados, sus respiraciones acelerándose.
En la habitación, la puerta apenas se cerró antes de que se comieran a besos, un torbellino de labios y lenguas que llenó el aire de jadeos. Javier la empujó contra la pared, sus manos buscando su culo bajo los leggings, pero Carmen lo detuvo con una sonrisa lasciva. “Me has querido comer, pero voy a ser yo quien te coma a ti primero,” susurró, la voz ronca de deseo. Lo guió hasta la cama, sentándolo al borde, y se arrodilló frente a él con una mezcla de entrega y poder. Le bajó los pantalones con dedos hábiles, liberando su erección, y tomó el pene en su boca sin dudar. Lo chupó con una intensidad que lo desarmó, su lengua trazando círculos, sus labios apretándose mientras lo llevaba a lo más profundo. Javier gimió, las manos en su pelo, “Joder, guapa, qué bien lo haces,” gruñó, perdido en la visión de ella: el body negro con su escote, los leggings brillando bajo la luz, los tacones aún puestos. No pudo resistir; el placer lo atravesó como un rayo, eyaculando en su boca con un gemido que resonó en la habitación.
Carmen se rió a carcajadas, limpiándose los labios con el dorso de la mano, sus ojos brillando de picardía. “Vaya, mi nene no ha durado nada,” bromeó, pero no le dio tregua. Se inclinó de nuevo, besándolo, tocándolo hasta que su semental volvió a endurecerse bajo sus dedos. Se quitó la ropa con una lentitud deliberada —el body cayendo al suelo, los leggings deslizándose por sus piernas, los tacones quedando atrás—, y se subió encima de él, desnuda, manejando los tiempos. Lo montó con una mezcla de urgencia y control, sus caderas marcando un ritmo que los llevaba al borde. Javier la agarró por la cintura, sus manos resbalando por su piel sudorosa, y ella se dejó ir, olvidando la tensión de los últimos días y las acaloradas discusiones. Fue una sesión corta, el tiempo apretaba, pero la intensidad se multiplicó por las ganas acumuladas, sus gemidos llenando el espacio como una sinfonía breve pero feroz.