Capítulo 19
Finalmente llegó la noche de Halloween. Las luces en el pasillo parpadeaban, lanzando sombras largas y erráticas mientras me preparaba. La conversación que había tenido días atrás seguía rondando en mi cabeza. ¿Cómo había terminado en este aprieto? No podía destruir la carrera de la profesora Abigail; eso estaba claro. Pero si no cumplía con lo que me habían pedido, aquel video en el que me colaba en los dormitorios después de la hora límite sería suficiente para que me expulsaran. Solté un suspiro pesado mientras me daba los últimos retoques frente al espejo.
Tomé mi violonchelo y me ajusté el antifaz, un accesorio negro con detalles dorados que ocultaba parte de mi rostro. Mi disfraz, un elegante atuendo de gala con capa oscura, tenía un aire gótico que hacía juego con la atmósfera de la noche. No era nada ostentoso, pero era suficiente para pasar desapercibido en la fiesta.
Al salir del cuarto, me encontré con Simón, que había decidido disfrazarse de Frankenstein. Su piel estaba pintada de un verde mortecino, con cicatrices falsas y tornillos plateados en el cuello que se veían casi reales bajo la luz tenue del pasillo. Llevaba una chaqueta oscura, rota en los hombros, que dejaba ver una camisa blanca manchada de rojo.
—Vaya, no te esforzaste mucho en tu disfraz, ¿eh? —bromeó Simón, con una sonrisa divertida mientras se sacudía un poco la pintura verde que le quedaba en las manos.
—¿Qué va? —dije encogiéndome de hombros—. Solo voy por cumplir.
Caminamos juntos hasta el primer piso, donde tocamos la puerta del dormitorio de las gemelas. Un momento después, la puerta se abrió y Ari apareció con una sonrisa de oreja a oreja. Ella y Adri habían elegido disfraces a juego, como era de esperar. Ambas llevaban trajes de ninfas del bosque: vestidos largos y vaporosos en tonos de verde y azul, con detalles dorados en el corsé. Llevaban coronas de hojas y flores oscuras, que les daban un toque misterioso y etéreo. Las capas traslúcidas de sus disfraces se movían con elegancia, permitiéndoles moverse con libertad para bailar.
—¡Qué tal, chicos! —dijo Ari, saludándonos con entusiasmo—. ¿Listos para pasarla bomba?
—Más que listos —contestó Simón, sonriendo mientras se rascaba incómodo una de las cicatrices falsas que llevaba en la frente.
Bajamos al vestíbulo y tomamos un taxi que nos llevó hasta la mansión de Miquel, el anfitrión de la fiesta. A medida que nos acercábamos, la atmósfera de la noche cambiaba. La carretera estaba llena de coches aparcados a ambos lados, y la mansión destacaba a lo lejos, bañada en luces de colores que danzaban al ritmo de la música que resonaba desde dentro. Una niebla artificial envolvía los jardines, mientras las siluetas de figuras disfrazadas se desdibujaban bajo las sombras. El olor a hojas secas, mezclado con el aroma a ponche de frutas y calabaza, flotaba en el aire. Grupos de personas disfrazadas de vampiros, piratas, esqueletos y criaturas de todo tipo se movían por la entrada principal, conversando y riendo.
Cuando llegamos a la puerta, Miquel nos recibió con los brazos abiertos. Llevaba un traje de esqueleto fluorescente, que brillaba con intensidad bajo las luces negras que iluminaban la entrada.
—¡MarChelo! —saludó Miquel, alzando la voz por encima de la música—. ¿Listo para romper la pista con el violonchelo? —Me dio una palmada en la espalda, y luego se volvió hacia las gemelas—. ¡Un placer, chicas! —Sonrió mientras les besaba la mano con una exagerada reverencia—. Y tú debes ser... Sergio, ¿verdad?
—Soy Simón —corrigió mi amigo, extendiendo la mano con expresión fría, dejando claro que no le había caído en gracia.
Miquel se rió, estrechando la mano de Simón sin perder la sonrisa.
—¡Adelante, chicos! ¡Pasen y disfruten! —dijo, abriendo la puerta con un gesto teatral—. Esta noche será difícil de olvidar.
Noté un destello extraño en sus ojos, una pizca de incertidumbre que me puso en alerta. La música nos envolvió en cuanto cruzamos la entrada, y supe que esa noche solo acababa de empezar, con todos los secretos y promesas que traería consigo.
Entramos a la mansión, y de inmediato, la atmósfera nos atrapó. La música retumbaba en las paredes y las luces de colores se mezclaban con la niebla artificial, creando un ambiente de misterio y decadencia. En el centro del salón, la pista de baile estaba llena de sombras que se movían al ritmo de la música. Sin pensarlo, las gemelas se lanzaron a bailar, sus disfraces de ninfas brillando bajo las luces parpadeantes, seguidas de un entusiasmado Simón, cuyas cicatrices verdes destacaban aún más bajo la iluminación azul.
Yo, por mi parte, preferí mantenerme al margen. Caminé hacia la mesa donde servían ponche y me serví un vaso, tratando de no pensar demasiado en el motivo oculto que me había llevado hasta esa fiesta. Fue en ese momento cuando escuché una voz familiar detrás de mí.
—Vaya, vaya, pero si es el Sapo mayor —Brandon se burló, con su tono cargado de desprecio.
Me giré lentamente, lanzándole una mirada de advertencia. Estaba listo para enfrentar cualquier comentario venenoso que soltara.
—Tranquilo —dijo, levantando las manos en señal de paz—. No vengo a pelear. Solo quiero que te quede claro algo: mantente fuera de mi camino con Clara, ¿entiendes?
Estaba a punto de contestarle con algo mordaz cuando la vi entrar. Clara, con su porte elegante y mirada enigmática, avanzaba hacia el salón tomada del brazo de un hombre desconocido. Llevaba un vestido victoriano, ajustado en la cintura y con amplias mangas de encaje que rozaban delicadamente el suelo. El corsé entallado acentuaba su figura, y su cabello, recogido en un elaborado moño con mechones sueltos, le daba un aire aún más sensual y misterioso. Pero lo que más me impactó no fue su disfraz, sino el hombre que la acompañaba. Alto, vestido también con un traje de época, elegante y oscuro, con un sombrero de copa que añadía un toque intimidante. Su mirada severa lo decía todo: era alguien con quien no se debía jugar.
Brandon, que había notado mi expresión de sorpresa, siguió mi mirada. Al ver a Clara con aquel tipo, su rostro se nubló de decepción. Intercambiamos una mirada de entendimiento y frustración antes de que se diera media vuelta y desapareciera entre la multitud.
Me quedé allí, con la vista clavada en Clara mientras se acercaban hasta detenerse frente a mí.
—¡Hola, Marcelo! —dijo con una sonrisa, aunque su tono denotaba una ligera incomodidad—. Casi no te reconocía de lejos con ese antifaz. Te presento a Luan. Luan, este es Marcelo.
Extendí la mano, tratando de mantener la compostura. Luan me examinó de arriba a abajo, evaluándome con la mirada como si intentara decidir si valía la pena estrecharme la mano. Finalmente, con un gesto de cortesía forzada, aceptó mi saludo.
—Luan Barceló —dijo en tono serio mientras estrechaba mi mano con fuerza controlada.
—Marcelo Ortega —respondí, manteniéndole la mirada firme.
El intercambio fue breve, pero sentí el peso de su mirada incluso después de que soltara mi mano.
—Bueno, con tu permiso, Marcelo —dijo Clara rápidamente, notando la tensión, antes de retirarse con Luan.
Los observé mientras se alejaban, sintiendo un nudo de frustración en el estómago. ¿Quién era ese tipo, y qué hacía con Clara? A simple vista parecía uno más de esos ricachones altaneros que solo se movían en los círculos más exclusivos.
—¿Qué pasa, Marcelo? ¿Celoso? —La voz de Miquel me sacó de mis pensamientos. Apareció a mi lado, con una sonrisa traviesa en los labios.
—Para nada —dije, tratando de ocultar mi incomodidad.
—Luan es el presidente del consejo estudiantil —comentó Miquel, sorbiendo su bebida con aire despreocupado—, y su familia probablemente tiene más dinero que la mía. —Me lanzó una mirada inquisitiva, esperando una reacción. Al ver que no respondía, continuó—. Pero no te preocupes, todavía tienes ventaja con Clara. A fin de cuentas, Luan es un aguafiestas de mente cuadrada, tan aburrido como una piedra. ¡Y ya sabes cuánto le gusta a Clara la emoción! —Me dio una palmada en la espalda, como si eso fuera suficiente para levantarme el ánimo.
Antes de que pudiera responder, vi a Miriam y Max entrar en la fiesta. Llevaban disfraces a juego, como si fueran los protagonistas de una historia romántica. Max, vestido de pirata con chaqueta de cuero y espada al cinto, tenía un aire rudo pero atractivo. Miriam, por otro lado, llevaba un traje de corsaria que dejaba poco a la imaginación. Un corpiño negro y ajustado destacaba sus curvas, mientras que una falda corta y botas altas completaban el conjunto. La pareja irradiaba una química palpable.
No mucho después, Isabella, la vicepresidenta del consejo estudiantil, apareció cerca de ellos, con un disfraz que encajaba perfectamente con su personalidad controladora. Llevaba un uniforme de policía ajustado, con esposas colgando de su cinturón y una placa falsa que relucía en la pechera. La tensión entre Max e Isabella se hizo evidente al instante. Max, que estaba hablando animadamente con Miriam, se tensó al notar la presencia de Isabella, mientras que ella sonreía con una confianza calculada, como si ya hubiera ganado la partida.
—Las próximas elecciones del consejo estudiantil serán bastante interesantes —comentó Miquel, con una sonrisa que sugería que sabía más de lo que decía—. Max, representando al rebelde equipo amarillo, y Isabella, defendiendo al siempre fiel equipo azul —Tomó otro sorbo, su mirada fija en la escena que se desarrollaba frente a nosotros.
—Bueno, ya veremos quien gana —contesté.
Me separé de Miquel sin decir una palabra más, sintiendo su mirada fija en mi espalda mientras me alejaba. Las luces de la fiesta seguían parpadeando, acompañadas del ruido ensordecedor de la música y las risas despreocupadas que llenaban la mansión. A mi alrededor, los disfraces extravagantes y coloridos se movían como sombras en un mundo que, en ese momento, me parecía irreal y distante.
Encontré un rincón oscuro cerca de una ventana, lejos del bullicio. Me dejé caer en una silla de madera antigua, medio oculta tras una cortina de terciopelo que me daba una vista privilegiada del salón sin ser visto. Desde allí, podía observar sin ser parte de la fiesta. Un rincón cómodo para alguien que solo quería desaparecer.
Mis ojos se dirigieron inmediatamente hacia Clara. La veía moverse entre la multitud con esa gracia natural que siempre me había cautivado. Reía, coqueta, mientras Luan, con su expresión impasible, se mantenía a su lado, como si fuera el dueño del lugar. Sentí una punzada en el pecho al verla tan cómoda con él, al ver la manera en la que le sonreía y cómo parecía absorber toda su atención. La forma en la que Luan la miraba, casi con propiedad, como si ella le perteneciera, hizo que mi mandíbula se tensara.
Con una mezcla de frustración y resignación, desvié la mirada hacia el otro lado del salón. Allí estaban Miriam y Max, envueltos en su propio mundo. Miriam se veía increíblemente hermosa, más de lo que nunca había querido admitir, con ese disfraz de corsaria que parecía hecho a medida para resaltar cada uno de sus atributos. Reía despreocupadamente, sus ojos brillando mientras Max le decía algo al oído que la hacía sonreír aún más. Se movían cerca, demasiado cerca, sus cuerpos casi pegados, como si no hubiera nadie más alrededor.
Y de repente, una sensación extraña y molesta se apoderó de mí. Celos. No sabía por qué me sentía así, ni quería admitirlo. Siempre había pensado que lo de Miriam y yo era puramente físico. Pero ahora, viéndolos tan unidos, me di cuenta de que mi desinterés no había sido del todo sincero. Miriam, con su risa contagiosa y su actitud desafiante, había ocupado un espacio en mi mente del que nunca había sido plenamente consciente… hasta este momento. Y eso me enfurecía.
De repente, la música se detuvo y las luces de la sala se atenuaron, dejando la pista de baile en penumbras. Una figura conocida se movió hacia el centro del escenario, destacándose bajo el único foco que ahora la iluminaba. Era Isabella, con su disfraz de policía, luciendo más segura y dominante que nunca. La multitud comenzó a calmarse, enfocando su atención en ella mientras alzaba un micrófono con una sonrisa que irradiaba autoridad.
—¡Bienvenidos todos a la fiesta de Halloween! —anunció con una voz firme y clara—. Me alegra ver que han venido con sus mejores disfraces. Espero que esta noche sea una de las que recordemos por mucho, mucho tiempo. ¡Así que prepárense para una noche de locura, baile y sorpresas!
Hubo gritos y vítores en respuesta, la energía en la sala subió momentáneamente, pero yo seguía en mi rincón, con mi ponche en la mano y la mente atrapada en la mezcla de emociones que me consumía.
—Antes de que la verdadera fiesta comience —continuó Isabella, levantando una mano para pedir silencio—, he invitado a dos estudiantes con talento para que nos deleiten con un poco de música. Así que, primero, quiero que le demos un fuerte aplauso a alguien que todos conocen bien, nuestro querido presidente del consejo estudiantil... ¡Luan Barceló!
Las palabras resonaron en la sala, y la multitud aplaudió, aunque no con el entusiasmo que Isabella probablemente esperaba. Los aplausos eran corteses, tal vez por respeto a su posición, pero no había esa chispa de entusiasmo que se siente cuando la gente realmente espera algo grandioso.
Luan, con su traje de época victoriana y su porte altivo, subió al escenario con paso tranquilo, como si fuera la cosa más natural del mundo que todos estuvieran atentos a él. Su disfraz, tan cuidadosamente elegido, hacía juego con su aire de nobleza estudiada. Se dirigió al micrófono con una sonrisa diplomática, que no lograba alcanzar sus ojos.
—Buenas noches a todos —dijo con esa voz perfectamente modulada que probablemente usaba en las reuniones del consejo—. Es un honor ser parte de esta fiesta y abrir la noche con una pieza clásica. Espero que la disfruten.
Y, con esas palabras medidas, se dirigió hacia el piano negro que se encontraba al fondo del escenario. La multitud observaba en silencio, más por curiosidad que por verdadera expectación. Luan tomó asiento, ajustó su postura, y comenzó a tocar. Sus dedos se movían con precisión sobre las teclas, arrancando una melodía que sonaba elegante, pulida, pero también carente de vida. Era una pieza clásica que reconocí de inmediato, una de esas composiciones que todo pianista aprende en sus primeras clases. Una ejecución correcta, sin errores, pero también sin pasión.
La sala se mantuvo en silencio mientras Luan tocaba, y aunque la melodía era hermosa, no logró arrancar más que una atención superficial por parte de los estudiantes. Nadie bailaba, nadie se dejaba llevar por la música. Era como si estuvieran esperando a que terminara para pasar a lo que realmente importaba. En mi rincón, sorbí otro trago de ponche, reconociendo que lo que veía era lo que siempre había sentido al respecto de Luan: alguien técnicamente perfecto, pero sin la chispa que encendiera algo en los demás.
Cuando la última nota resonó y se desvaneció en el aire, hubo un momento de silencio incómodo antes de que los aplausos secos llenaran la sala. Eran aplausos educados, nada más. Luan se levantó, hizo una ligera reverencia, y abandonó el escenario con la misma expresión tranquila, como si no le afectara en absoluto la tibia reacción de la audiencia. Clara lo recibió con una sonrisa, y él le devolvió la mirada con esa calma que me sacaba de quicio.
Perdido en mis pensamientos, aún resonando la última nota tocada por Luan y la mirada que Clara le había dirigido, sentí algo extraño, como si alguien estuviera observándome. Mi instinto me hizo levantar la cabeza, y fue entonces cuando lo vi. A lo lejos, en la penumbra de la pista, alguien con un disfraz de zorro animatrónico me miraba fijamente. Sus ojos, ocultos tras la máscara, parecían atravesarme, y sentí un escalofrío recorrerme. Estuvimos así, en un duelo silencioso de miradas durante unos segundos, hasta que algo me hizo desviar la atención.
—¡Oye, tú! —Una voz grave y autoritaria interrumpió mis pensamientos. Uno de los gorilas de Miquel me estaba llamando—. Es hora, tienes que prepararte.
Me quedé inmóvil por un instante, como si acabara de ser sacado de un trance, y luego asentí con la cabeza. Me dirigí hacia la parte trasera del escenario, donde me esperaba un espacio improvisado para afinar mi violonchelo. Pero no estaba solo.
Luan y Clara estaban allí, conversando en voz baja. Al verme llegar, Clara se volvió hacia mí con una sonrisa cálida.
—¡Suerte, Marcelo! —dijo alegremente—. Luan, ¿sabías que Marcelo también toca? Trabajamos juntos en el Media Luna, toca cada fin de semana.
Luan, con esa expresión neutral que había mantenido toda la noche, me dedicó una mirada apenas disimuladamente condescendiente.
—Oh, ¿en serio? —comentó, levantando una ceja—. Bueno, mucha suerte entonces... es difícil tocar después de alguien que ha interpretado en eventos importantes. Supongo que tienes bastante práctica tocando en un... restaurante.
El tono de su voz era suave, pero la intención era clara. Sentí un nudo formarse en mi estómago, pero me forcé a mantener la calma. Clara frunció el ceño y lo miró con desaprobación.
—Luan, eso ha sido grosero —dijo, cruzando los brazos—. Marcelo es muy talentoso, ya lo verás.
Luan levantó una mano, como disculpándose sin querer hacerlo realmente.
—No era mi intención sonar despectivo —replicó con una sonrisa que no llegaba a sus ojos—. Solo quiero que sepa la presión que es tocar después de alguien experimentado. De todos modos, mucha suerte, Marcelo.
Preferí no responder. Solo asentí con la cabeza y comencé a afinar las cuerdas de mi violonchelo, concentrándome en las notas y tratando de ahogar la rabia que empezaba a hervir dentro de mí. Podía sentir la mirada de Clara fija en mi espalda, y la sonrisa complaciente de Luan que se desvanecía cuando Isabella apareció en el escenario nuevamente.
—¡Y ahora! —anunció Isabella con entusiasmo—. Quiero presentarles a otro talentoso estudiante, que algunos de ustedes conocen como MarChelo. ¡Démosle un fuerte aplauso a Marcelo Ortega!
El sonido de los aplausos se mezcló con un murmullo de expectativa mientras subía al escenario. Respiré hondo, sintiendo que mis nervios se agitaban, pero decidí bloquear todo, enfocándome solo en la música. Coloqué el violonchelo sobre mi hombro y ajusté la posición del arco en la primera cuerda, intentando calmar la mente. Mis dedos temblaban ligeramente, pero me forcé a no pensar en ello. Todo dependía de ese momento.
Miré hacia la multitud, y al fondo, en la oscuridad, pude distinguir rostros familiares. Las gemelas y Simón estaban cerca de la pista, saludándome con entusiasmo, y podía verlos gritar algo de ánimo que apenas llegaba hasta el escenario. A la izquierda, Max levantó una mano en señal de apoyo, y Miriam, a su lado, me dedicó una mirada breve, pero llena de significado. Asintió en silencio, como si me estuviera pasando un poco de su confianza.
Eché un vistazo rápido a los estudiantes en la multitud, y reconocí a algunos que me habían visto en la novatada de la fiesta anterior. Parecían susurrar entre ellos, curiosos sobre lo que iba a pasar ahora. La tensión era palpable, una expectativa que cargaba el aire con electricidad.
Tomé aire profundamente, y luego exhalé despacio. La sala estaba en silencio, todos esperando. Levanté el arco y, antes de tocar la primera nota, dejé que mis ojos vagaran una última vez por la sala. Vi a Clara, al fondo, con Luan a su lado. Ella me sonreía, con esa mezcla de apoyo y algo más que no lograba descifrar. Luan simplemente observaba, con una expresión tranquila que casi me hizo dudar de mí mismo.
El peso de todas las miradas caía sobre mí mientras las primeras notas flotaban en el aire. Quería impresionar a Clara, quería que supiera que yo no era solo el tipo que tocaba en el Media Luna, que podía ir más allá. Quería que Luan se tragara esa sonrisa condescendiente, quería demostrarle que había subestimado a la persona equivocada. Y más que nada, quería no decepcionar a los que me miraban con expectativas, que no vieran una interpretación plana y sin alma como la de Luan.
Pero no tenía idea de qué tocar.
Había subido al escenario pensando en improvisar, en dejar que las emociones guiaran mis dedos. Pero ahora que estaba frente a todos, mi mente era un mar revuelto, incapaz de elegir una dirección. Las notas que habían estado al borde de mis labios, listas para surgir, se esfumaban entre pensamientos desordenados y recuerdos que me perseguían. Tomé aire y empecé a tocar lo primero que me vino a la cabeza, pero en cuanto mi arco rozó la cuerda, me di cuenta de que había elegido mal. Me equivoqué en un acorde, y un sonido disonante llenó la sala. Sentí un calor recorrerme la cara y la nuca, mi sudor frío aumentando, y escuché el sonido inconfundible de algunos murmullos y risitas disimuladas.
Por un instante, pensé que todo estaba perdido. Mi cuerpo se tensó, y las manos que normalmente volaban sobre el violonchelo estaban rígidas y pesadas. Miré a la multitud, y sentí que se me escapaba la oportunidad, que la noche se me resbalaba entre los dedos. Pensé en Luan, en su expresión arrogante, en cómo parecía adueñarse de la noche sin esfuerzo, y algo dentro de mí se rebeló.
“Este lugar podría ser de ellos, pero estaba decidido a hacerlo mío también”, recordé de golpe. Era lo mismo que había pensado en mi primer día en la universidad, cuando todo era nuevo y desconocido, cuando me prometí a mí mismo que no iba a quedarme en las sombras.
Entonces, tomé aire profundamente y cerré los ojos, bloqueando todo excepto mi violonchelo y mi respiración. Dejé que los recuerdos se desvanecieran y las dudas se disiparan. Y entonces supe qué iba a tocar.
Abrí los ojos, y en un movimiento decidido, cambié la melodía y comencé a tocar "Smooth Criminal", la versión movida y eléctrica que había ensayado cientos de veces pero nunca había tocado en público. Era una apuesta arriesgada, pero estaba dispuesto a hacerlo. Moví el arco con seguridad, arrancando la primera secuencia de notas rápidas y llenas de energía. Sentí cómo la sala entera se detenía, conteniendo la respiración, esperando lo que vendría.
Las cuerdas vibraban con intensidad bajo mis dedos, y mi cuerpo se movía al ritmo de la canción. No era solo música, era todo lo que sentía en ese momento: la frustración, la pasión, el deseo de destacar. Mis pies se movían al compás, y me dejé llevar, olvidándome del miedo, olvidándome de los murmullos iniciales, de la mirada de Luan, de todo. Me incliné hacia adelante, perdiéndome en la música, mientras las notas iban cobrando fuerza y velocidad.
El ritmo era contagioso. Los estudiantes comenzaron a moverse, primero tímidamente, luego con más confianza. La pista de baile, que había permanecido vacía durante la interpretación de Luan, se llenó de cuerpos que se contoneaban, dejándose llevar por el ritmo que marcaba con mi violonchelo. Cada nota parecía subir un escalón más en intensidad, arrastrando a la multitud conmigo. Sentía el peso del arco en mi mano, y lo deslizaba con precisión, con fuerza, haciendo rugir las cuerdas como si fueran parte de mí.
Podía ver a las gemelas y a Simón moverse al ritmo, sus risas animadas iluminando la pista. El público estaba conmigo, entregado a la música, y esa energía me impulsaba a tocar con más fuerza, con más pasión.
Mis dedos volaban sobre el mástil del violonchelo, y sentía que la energía en la sala iba en aumento. La canción alcanzó su punto culminante y solté una serie de notas rápidas y precisas que arrancaron vítores de la multitud. Los cuerpos saltaron al compás de la música, y el ruido de los aplausos y los gritos de ánimo se mezclaron con el sonido de mi violonchelo.
Cuando toqué la última nota, bajé el arco con un gesto dramático, y el sonido final resonó en la sala como una descarga eléctrica. Por un segundo, hubo silencio, y luego la sala estalló en aplausos y vítores. La pista de baile era un mar de caras sonrientes, de gritos, de aplausos que parecían no tener fin. La energía en el aire era casi tangible, y supe que lo había logrado.
Bajé del escenario, todavía con la adrenalina recorriéndome el cuerpo, y con una sonrisa dibujada en los labios. El violonchelo, mi fiel compañero, descansaba ahora bajo mi brazo, sus cuerdas vibrando ligeramente como si compartiera mi emoción.
Entre la multitud, vislumbré a Clara y a Luan que me esperaban al pie del escenario. Clara tenía una expresión de asombro en el rostro, sus ojos brillaban de emoción, mientras que Luan permanecía con los brazos cruzados, la mandíbula tensa y la sonrisa fría y rígida, claramente irritado por la ovación que aún no cesaba.
Me detuve frente a ellos, y antes de que Clara pudiera decir algo, incliné la cabeza hacia Luan, con una sonrisa tranquila en los labios.
—¿Sabes? —empecé, con voz firme y clara—. Tocar en el Media Luna cada semana me ha enseñado algo muy valioso. No importa si es en un restaurante o en un gran evento. Al final, la música no se trata del lugar, sino de conectar con quien escucha. Así que gracias, Luan, por darme la oportunidad de tocar después de ti. Ha sido... inspirador.
La noche apenas comenzaba, y no tenía ni la más mínima idea de lo que me esperaba.