La perfección inadvertida.
Al pasear, me fascina fijarme en cada rostro que cruza mi camino. Hombres, mujeres, niños. Cada uno con una historia distinta, cada uno con una mirada que refleja un universo distinto. Pero lo que me cautiva aún más es pensar en lo diferentes que somos, siendo tan
perfectamente iguales.
¿Qué significa ser perfectamente iguales? Significa que todos somos producto de la
grandiosa obra de arte que es la evolución humana. Una obra que ha tomado millones de años para perfeccionar cada detalle, cada matiz de lo que somos. Es fácil olvidar que el
cuerpo humano, en su esencia, es una maravilla de la perfección.
Mientras observo a una madre acunando a su bebé, me doy cuenta de cómo nuestras manos están diseñadas de tal manera que pueden crear, destruir, proteger y amar. La forma en que el oído interno mantiene nuestro equilibrio, permitiéndonos bailar bajo la lluvia o
simplemente caminar en línea recta. O los ojos, esas ventanas al alma, que no solo nos permiten ver el mundo, sino sentirlo y conectar con él. Estas son solo algunas de las innumerables maravillas que albergamos dentro de nosotros.
Buscamos constantemente la perfección en el mundo exterior: en el arte, en la tecnología, en la naturaleza. Sin embargo, rara vez nos detenemos a pensar que la perfección ya reside en nosotros. Cada latido de nuestro corazón, cada sinapsis que se forma en nuestro cerebro, cada sonrisa que ilumina nuestro rostro es una prueba de ello.
Al final del día, mientras el sol se pone tiñendo el cielo de tonos anaranjados y rosados, me doy cuenta de que todo ocurre siempre, cada día, y no nos percatamos. Las maravillas del mundo, las perfecciones ocultas, están siempre presentes, esperando a que alguien se
tome el tiempo de observarlas y apreciarlas. Y yo, en mi pequeño rincón del mundo, me siento agradecido por haber tenido la oportunidad de hacerlo.