Un viaje inesperado

Que palo más fuerte me he llevado con la traición, aparente, de Shinrei. De verdad se la va a jugar a su hermana y todos los demás? Si es así no merece compasión cuando el plan de Hon Long fracase, porque va a fracasar seguro.
 
Aprovechando el desvío cinéfilo, sin duda Drunken Master (El maestro borrachón) y Snake in the Eagle's Shadow (El puño de la serpiente) son clásicos de culto en el cine del kung-fu, también agregaría otra imperdible, Las 36 cámaras de Shaolin, para mí la quintaesencia de las películas de artes marciales. 🥋🇨🇳 :cool:
 
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La de Shaolin Soccer y la de Kung Fusion, también estan muy guapas. Aunque sean más en plan risas! ❤️
 
Capítulo 88 - Emboscada en Wuhan: La traición de una hermana

El Red Viper avanzó río arriba dejando atrás las últimas luces de Shanghái, que se disolvían en el horizonte como brasas apagándose al viento. Primero fueron los muelles, interminables, repletos de grúas de hierro y barcazas cargadas hasta la borda; luego, poco a poco, los almacenes dieron paso a barrios de casas bajas, faroles colgando como luciérnagas domadas sobre las calles estrechas.

Shinrei trabajaba en cubierta junto a los demás, aunque siempre un paso más apartada, envuelta en ese silencio que todos aceptaban como algo normal. Ese día parecía incluso más distante, más fría, pero nadie lo notó, no lo suficiente como para preguntarle si algo iba mal. Akuma, desde la revelación en tierras africanas, había tendido puentes, acercándose un poco más a la tripulación, a su historia, a su causa. Shinrei, en cambio, seguía igual que siempre: lejos de todos, hermética como una hoja de acero. Lejos de todos excepto de su hermana.

Hasta ahora…

A medida que el Huangpu se fundía con el Yangtsé, el mundo se ensanchó. Las orillas se abrieron y el río creció como un mar de agua dulce, ancho, poderoso, casi arrogante. Los edificios altos quedaron atrás, sustituidos por tejados inclinados, templos de madera oscura y aldeas que vivían al ritmo del agua. Las chimeneas humeantes de la ciudad cedieron su lugar a campos de arroz que brillaban bajo la luz azulada del amanecer, espejos infinitos donde el cielo parecía duplicarse.

Akuma la observaba en silencio, a unos metros de distancia. Algo no encajaba. No sabía qué era, no podía ponerle nombre, porque incluso siendo hermanas hablaban poco; y menos aún de lo que sentían. Era solo una sensación, un latido extraño, un presentimiento. Tal vez porque, al ser gemelas, compartían algo más que la sangre y el rostro. Había un lazo entre ellas que se había forjado antes de abrir los ojos al mundo, un hilo invisible que ya las había unido en el vientre de su madre, en esa oscuridad tibia donde habían aprendido a existir juntas. Por eso lo percibía con tanta claridad: algo dentro de Shinrei había cambiado.

Y no era bueno…

Más adelante, los arrozales se transformaron en colinas suaves, de un verde casi irreal, salpicadas de pagodas solitarias que emergían como centinelas milenarios. A lo lejos, los primeros pliegues de montañas comenzaron a dibujarse, gigantes dormidos cubiertos de niebla. El aire se volvió más fresco, más húmedo, cargado de aromas a pino, barro y hoja mojada. Los pueblos ribereños cambiaron también: en los embarcaderos ya no había comerciantes gritones, sino pescadores silenciosos que remendaban redes y ancianas que ofrecían cestas de loto fresco. Los barcos que cruzaban su travesía pasaron de ser enormes juncos mercantes a pequeñas embarcaciones familiares, algunas tan viejas que crujían como si recitaran historias en cada remada.

Shinrei no se preguntó ni por un instante si había cometido un error al aceptar el trato del Dragón. La duda no era algo que la visitara, ni siquiera ahora, cuando avanzaban de lleno hacia una trampa tendida con precisión quirúrgica. Comprendía las consecuencias, el precio, la marca que dejaría aquella decisión, aquella traición. Y aun así, estaba dispuesta a asumirlo. Porque aquella era su oportunidad. La oportunidad de consumar, por fin, su venganza. Ella no vivía por y para el Red Viper como el resto. No abrazaba la causa con la fe ardiente de Grace, ni con la entrega inquebrantable de Vihaan, ni con la devoción fluida de Yara. Tampoco sentía la comodidad tibia de pertenecer a una familia como sí empezaba a hacerlo su hermana. Ella respiraba por una sola razón y ardía con una única verdad: vengar la muerte de sus padres. Todo lo demás, incluso su propia hermana, era solo el camino que la llevaba a ese punto. No había lealtad, ni bandera, ni lazo que pudiera competir con el peso brutal de aquella herida antigua.

Solo venganza…

Cuando por fin avistaron las aguas que precedían a Jiujiang, el paisaje se volvió majestuoso. La llanura se abrió ante ellos en un abrazo de colinas suaves, y el gran río cambió de humor: más profundo, más lento, más solemne. En la distancia, la mole oscura del Monte Lushan se alzaba como un dios vigilante, coronado por nubes perpetuas. Lo urbano quedaba atrás. Lo antiguo, lo vasto y lo desconocido comenzaba allí. A lo lejos, Jiujiang emergió de la bruma matinal como una pintura hecha de sombras y reflejos. Primero fueron las montañas: perfiles azules, desgastados por siglos de viento y agua, que se alzaban detrás de la ciudad como una muralla antigua. Luego apareció el propio puerto, extendiéndose a lo largo del Yangtsé como un collar de luces parpadeantes que aún resistían al amanecer.

Akuma deseaba ver morir a Sir Reginald, y no precisamente de viejo. Anhelaba hundir en su carne el acero frío de sus kunai, ver cómo la vida se le escapaba entre los dedos como la arena de una playa. Aquella sed de justicia o quizá de algo más oscuro, ardía en ella con la misma intensidad que su hermana, una llama voraz, casi adictiva. Pero, a diferencia de Shinrei, Akuma había cambiado. O, mejor dicho, alguien la había cambiado. Ahora tenía personas a su lado. Gente que, sin proponérselo, le había enseñado una fuerza más grande que la venganza. No era el amor impetuoso de dos amantes que se consumen como pólvora, sino el verdadero: el que se cocina lento, sin prisas; el que no exige pruebas ni palabras grandilocuentes; el que habita en los pequeños momentos de felicidad y en la sangre derramada codo con codo en la batalla. Akuma quería lo mismo que su hermana. Quería justicia. Quería paz. Quería cerrar aquella herida que llevaba abierta desde niña. Pero no a cualquier precio. No a costa de lo único que había descubierto que merecía salvar. No a costa de ellos.

A su família…

La ribera se mostraba viva incluso a esas horas: barcazas de arroz que cruzaban perezosas, sampanes anclados a la orilla, pescadores recogiendo las redes en movimientos lentos y precisos. Sobre los tejados - curvados, oscuros, brillando por la humedad - se elevaban espirales de humo, finas como hilos de tinta. Los templos asomaban entre los edificios con sus torres rojas y doradas, y Jiujiang parecía respirar al ritmo del río: un soplo de vapor de los muelles, una campana lejana, el roce de las velas contra el viento.

Shinrei miró a Akuma. Akuma miró a Shinrei. Como dos reflejos enfrentados a un espejo antiguo y agrietado. Dos hermanas. Dos sombras. El mismo sendero oscuro del shinobi, el mismo objetivo marcado a fuego. Igual de frías. Igual de letales. Tan iguales. Tan distintas. En ese instante hubo algo más que una mirada. Hubo un silencio espeso, áspero, un abismo que las separaba sin que una diera un paso hacia adelante. Akuma quiso romperlo. Quiso extender la mano, acortar la distancia y preguntarle en voz baja: “¿Va todo bien, hermana?”. Shinrei también quiso hablar. Confesar la verdad. Decirle por qué lo había hecho, por qué había aceptado aquel trato, por qué había elegido traicionarlos a todos. Pero ninguna lo hizo. Las dos apartaron la mirada a la vez, sincronizadas como siempre y, sin embargo, más lejos que nunca. El espejo se quebró en mil pedazos invisibles. No eran frías por elección. No eran distantes por orgullo. La senda de las sombras, esa que recorrieron para convertirse en armas perfectas, les había otorgado destreza, silencio, perfección y a cambio les había arrebatado algo imposible de recuperar.

El corazón…

Desde la cubierta del Red Viper, JiuJiang ofrecía una visión solemne y tranquila, una frontera entre el Este que dejaban atrás y el interior cada vez más profundo del Reino Medio. Una ciudad que no los miraba, que no los juzgaba, pero que parecía advertirles en silencio: Aquí empieza la China antigua. Y todo lo que viene después… será aún más viejo. Más viejo que el amor. Más viejo que el dolor.

Hasta ahora… Habían caminado entre sombras, pensando que la oscuridad les daba fuerza.
Y no era bueno… Pues sentían que la venganza les estaba robando algo más que la paz.
Solo venganza… Ocupaba sus pensamientos, como un fuego que no se podía apagar.
A su familia… Recordaban, y cómo aquel dolor moldeó sus cuerpos y sus almas.
El corazón… latía aún, recordándoles que incluso en la sombra, seguían siendo humanas.

Akuma y Shinrei.
Fantasma y Demonio.
La ‘Muerte Silenciosa’, las llamaban con la voz quebrada.
El ‘Último Suspiro’, que uno tenía al verlas caer sobre ti.

La venganza es un fuego antiguo, más viejo que el hambre y más voraz que el odio. Empieza siendo una chispa: un agravio, una pérdida, una herida que no deja de arder. Pero con el tiempo crece, se alimenta de recuerdos, de silencios, de todos las preguntas que nunca obtuvieron respuesta. Una herida que no puede cicatrizar.

Al principio parece un camino recto, una senda clara que apunta solo a un rostro, a un nombre, a un culpable; pero no tarda en convertirse en un laberinto. Un laberinto oscuro donde cada paso que das hacia tu enemigo es también un paso que te aleja de quien eras antes del abismo.

La venganza promete justicia: el culpable debe pagar por su pecados.
Pero solo es tiranía, la imposición de terminar lo que empezaste.
Promete equilibrio: una vida a cambio de otra.
Pero solo es una balanza descompensada, inútil, temblorosa.

Es una mano que aprieta tanto, que al final no distingue entre el arma y la propia carne. Y cuando por fin se alcanza - si es que se alcanza - uno descubre la verdad más amarga: que nada devuelve lo perdido, que las ruinas siguen siendo ruinas incluso si se incendia el templo enemigo.

Sin embargo, los que persiguen la venganza no lo hacen por elección, sino por supervivencia. Porque a veces es lo único que queda. Lo único que les recuerda que aún están vivos. Y en ese filo estrecho entre justicia y destrucción, uno aprende que la venganza no es un acto… es un precio. Un precio que siempre, sin distinción, siempre se cobra algo más de lo que la víctima está condenada a pagar.

Dice el refrán que quien ofende escribe su ofensa con una pluma, pero el que se ofende la graba en el mármol.
Y pocas verdades pesan tanto como esta.

Para Sir Reginald, el exterminio de aquella aldea perdida fue apenas una anotación más en su libro de cuentas: un trámite, una operación de limpieza, un acto de poder tan ligero para su conciencia como una firma al final de un informe. Él escribió aquella atrocidad con pluma: rápida, fría, sin esfuerzo, convencido de que el mundo olvidaba tan fácil como él. Pero para Akuma y Shinrei, aquello quedó esculpido. No en piedra común, sino en el mármol más duro: el del alma. Un mármol que no se desgasta ni con el tiempo ni con las derrotas.

Lo que para el verdugo fue un gesto, para las víctimas se volvió destino. Lo que para él fue un día más, para ellas fue el día que las convirtió, para siempre, en sombras. El instante de la decisión de un tirano, se volvió una eternidad oscura para dos hermanas.

Porque así funciona la venganza: el que hiere olvida… el herido no perdona jamás.

Y es ese desequilibrio, esa injusticia primordial, lo que empujaba a las gemelas hacia adelante. No era rabia pasajera ni rencor caprichoso: era una inscripción imborrable, una verdad cincelada con la sangre de los que dejaron atrás. El hombre que destruyó a su familia lo hizo sin darle importancia. Ellas, en cambio, llevaban toda la vida caminando con el peso de esa lápida sobre el corazón.

Y hasta que Sir Reginald no pagara por lo que hizo, hasta que no lo vieran abatido, pidiendo clemencia, rezando por su alma, sufriendo como un cerdo degollado, desangrándose lentamente, perdiendo el brillo de los ojos. Hasta que no lo vieran morir… el mármol no se resquebrajaría.

Ni ellas podrían descansar.

Como tampoco descansaban las tres embarcaciones, que seguían avanzando río arriba abandonando Jiujiang, dejando atrás las últimas terrazas de piedra y los muelles silenciosos iluminados por linternas que oscilaban como luciérnagas cautivas. A medida que se internaban en el corazón del Yangtsé, el paisaje comenzó a ensancharse y contraerse como un gigantesco pecho que respiraba con la fuerza del río.

El Yangtsé empezó a estrecharse, atrapado entre colinas densas como murallas naturales, cubiertas por un manto de bambú que susurraba con el viento. A ratos, todo se teñía de una bruma azulada que hacía desaparecer los contornos del mundo, como si estuvieran navegando entre sueños. A ratos, la luz del sol rompía la niebla en ráfagas doradas que hacían brillar la superficie del agua como una piel viva.

De cuando en cuando surgían templos encaramados sobre peñascos, pequeñas pagodas rojas que parecían vigilar silenciosamente el paso de los viajeros. Y bajo ellos, en las orillas, las lavanderas golpeaban la ropa contra las piedras al mismo ritmo ancestral con el que los remos de los sampanes marcaban su camino.

La corriente se volvía más caprichosa cuanto más se acercaban al corazón de Hubei; bancos de arena emergían y desaparecían, troncos arrastrados por la corriente cruzaban frente a la proa como bestias dormidas. Cada curva traía un paisaje distinto: primero colinas suaves, luego riscos abruptos, luego grandes extensiones de agua quieta donde el cielo parecía hundirse en el río.

Y finalmente, conforme avanzaban hacia Wuhan, el paisaje comenzó a ensancharse de nuevo, como si el río se preparara para acoger algo mayor. Los humedales se extendieron a ambos lados, balsas de juncos mecidos por el viento, garzas que levantaban el vuelo al paso del barco, y el horizonte empezó a poblarse de sombras largas: barcazas, embarcaciones mercantes, y más allá, en la distancia, las primeras señales de la ciudad que era el corazón del río.

Un tránsito entre mundos. Un camino donde la belleza se volvía espesa, y el peligro, invisible. El Yangtsé los conducía hacia Wuhan como si fueran gotas de sangre dentro de una vena gigante que los arrastraba hacia un destino inevitable.

Halcón andaba distraído aquella mañana. La comida extranjera no le había sentado del todo bien. Pero aquel mareo no nacía en el estómago, sino mucho más arriba. Le zumbaba la cabeza como si hubiese bebido durante tres noches seguidas, y cuando levantó la vista para escrutar el río, su único ojo - ese ojo legendario que veía más allá de lo que cualquier vigía común podía soñar - no logró fijar nada. Primero fue una leve vibración en los bordes de su visión. Luego, un temblor difuso. Y, finalmente, sombras diminutas, centelleantes, como insectos hechos de luz. Parpadeó. Intentó enfocar. Forzó la mirada como un arquero que tensa la cuerda. Nada.

Aquel hombre que juraba haber sido marcado por la misma Calipso - tuerto a cambio de la vista más precisa del mundo - ahora apenas veía más allá que un perro viejo. Y cada parpadeo lo sumergía más en la ceguera. Desde la cubierta, Shinrei lo observaba de reojo, con la quietud afilada de un depredador que espera el instante exacto. No era casualidad. Había trabajado con meticulosidad en aquel veneno, con la precisión quirúrgica de una maestra del embrujo y la sombra. Elegido, mezclado y dosificado hasta convertirlo en una seda mortal o casi.

Un veneno no para matar, sino para silenciar.
Para apagar ojos, no vidas.

Utilizó la sangre de aquella monstruosa rana que hallaron en la Isla Púrpura, en el corazón de la tierra. La misma criatura cuya saliva había devorado la mente de MacFarlane, hundiéndolo en delirios y monstruos imposibles. Una sola gota habría matado a un ejército entero. Ella usó un cuarto. Un cuarto de gota, infiltrado en el odre del tuerto. Suficiente para tumbarlo. No para enviarlo al otro lado.

Halcón intentó aferrarse a la baranda, pero sus dedos fallaron. Su respiración tartamudeó y sus rodillas cedieron. Su ojo, aquel que guiaba al Red Viper con precisión divina, se apagó como una vela atrapada por el viento. Cayó en un sueño tosco, profundo, desordenado. Lleno de sombras líquidas. Shinrei retiró la mirada. No mostró satisfacción ni culpa. Solo exactitud. El Red Viper acababa de perder sus ojos. Y ahora…

Ahora navegaba completamente a ciegas.
  • Tu tierra es un cuadro pintado por una mano celestial, Wong - dijo Ren realizando trazos precisos con el carboncillo - los campos infinitos de arroz, las montañas verde esmeralda, la fauna, el mismo rio…
El Yangtsé se abrió ante ellos como una herida de agua negra, y Wuhan emergió al final del trayecto como una bestia antigua que dormitaba entre brumas. No era una ciudad pequeña ni joven. Se extendía sobre tres orillas distintas - Hankou, Hanyang y Wuchang - unidas por puentes de piedra y hierro, como si tres ciudades distintas hubieran decidido sostenerse mutuamente para sobrevivir a los siglos.
  • Es hermosa por su naturaleza y por lo que se oculta tras ella - sonrió Wong a su lado - Como una bella dama que ha sufrido demasiado. Preciosa, sí. Pero imposible de conocer sus secretos.
A medida que el Red Viper avanzaba, la neblina se levantó apenas lo justo para revelar el perfil tosco de edificios de madera, tejados curvos y torres de vigilancia que parecían oler el peligro antes de que este tomara forma. En los embarcaderos, decenas de juncos, barcazas y navíos mercantes se mecían como animales impacientes, cargados con cerámicas, arroz, seda o armas; según el barrio.
  • Dibujas bien - observó el oriental viéndolo realizar los trazos - pulso firme, trazos rápidos… podrías ser un buen discípulo del Kung Fu.
  • Lo mio no es luchar, maestro - rió el holandés - lo mio es observar.
  • Precisamente observar, es lo primero que un alumno necesita aprender.
Pero lo que más llamaba la atención eran las dos torres gemelas que custodiaban la entrada por el río: una a cada orilla, de piedra gris erosionada por el viento y el tiempo. No eran altas, pero sí imponentes, lo suficientemente anchas como para sugerir que antaño habían sido fortalezas. Sus almenas desgastadas parecían los dientes rotos de un guerrero anciano. Se decía que habían sido construidas durante una época de reinos enfrentados, cuando el Yangtsé no era un río, sino un muro que separaba al norte del sur, y cada emperador temía más a sus vecinos que a los invasores extranjeros.

Wong dio un trago a su calabaza, sin apartar la mirada del cuaderno. Al saciar su sed, sus ojos se desviaron hacia el paisaje. La niebla era espesa, tanto que apenas dejaba ver más allá de la orilla. De repente vio algo moverse debajo del agua negra. Al principio pensó que debía ser una tortuga, pero rápidamente vio que nadaba como una rana. Frunció el ceño. Era demasiado grande para ser una rana, y no solo había una.

Aquellas torres habían servido para vigilar el paso, cobrar tributos y detener ejércitos; y aunque sus fuegos ya no ardían, seguían allí, vigilantes, como dos fantasmas del pasado recordando a todos que China no olvidaba sus guerras. El Red Viper se dispuso a pasar entre ellas bajo un silencio casi respetuoso. Las torres, impasibles, parecían observar cada cuerda, cada vela, cada rostro. Como si supieran que la guerra estaba a punto de regresar al río.
  • ¡Shén Dú! - gritó Wong, alargando la ‘u’ hasta quedarse con los pulmones vacíos.
El alarido cruzó la cubierta como un latigazo. La capitana apareció de un salto desde el puesto de mando, sable en mano, los ojos afilados como cuchillas. Sus hombres reaccionaron al instante, encendidos como pólvora al fuego. El Red Viper entraba otra vez en batalla, esa batalla salvaje que sólo conocen los valientes nacidos para la guerra. Siempre fieros. Siempre orgullosos.

Pero ya era demasiado tarde.

Entre las dos torres, silenciosas guardianas del río desde tiempos remotos, se alzó un muro vivo de cañas de bambú. No era un muro macizo, sino una trampa ingeniosa, tejida con la suavidad humilde de una planta que solo se dobla pero nunca se rompe. El mascarón de la Dama Serpiente embistió con furia, haciendo crujir la madera, pero la barrera absorbió el golpe como si fuera agua sólida. Flexible, impenetrable. De repente los tres navíos quedaron atrapados en un abrazo vegetal. Encallados, clavados en mitad del paso, como animales furiosos atrapados en una red.
  • ¡Emboscada! - rugió Grace como una leona hambrienta - ¡A los cañones, a las armas, preparaos para luchar!
El río empezó a retirarse lentamente, como si obedeciera a una orden invisible. El caudal bajaba, se deslizaba hacia abajo con una suavidad que helaba la sangre. El muro de bambú detuvo la corriente, lo justo para impedirles maniobrar y huir de la trampa. Y entonces, cuando los artilleros apenas se preparaban para gritar las órdenes de fuego. El mundo estalló bajo sus pies. Bajo las quillas rugieron explosiones sordas, brutales, como golpes de un gigante desde las profundidades. El agua se abrió en columnas oscuras. Las tablas temblaron, los mástiles gimieron, los hombres perdieron pie. No era pólvora corriente: era algo colocado a mano, a conciencia. Wong lo supo al instante.

Aquellas malditas criaturas que creyó haber vislumbrado, esas ranas gigantes que parecían un delirio más de sus borracheras; habían nadado bajo los barcos y colocado explosivos suficientes para hundirlos sin matarlos, para abrirles una herida, la necesaria para que el agua entrara y los dejara clavados en el cauce del Yangtsé, indefensos.

El Red Viper, el Madra Ifrinn y el Español Errante, gemían atrapados en la emboscada, barcos de guerra, temidos en todos los mares conocidos, convertidos en indefensas presas. Y el río, silencioso como un verdugo, se cerraba sobre ellos.

Antes de que pudieran reagruparse, antes siquiera de sentir el calor de sus propios cuerpos o escuchar el sonido áspero de sus respiraciones entrecortadas; incluso antes de que ninguna mano alcanzara a rozar la empuñadura de un arma, los Shén Dú cayeron sobre ellos. Desde arriba, desde abajo, por la izquierda y por la derecha - como si la oscuridad misma hubiera decidido morder - y entonces empezó la carnicería.
  • ¡Agnes, nooo! - gritó Grace al ver cómo la degollaban a apenas un metro de distancia.
El Shén Dú que la había matado alzó la cabeza. Sus ojos se clavaron en los de Grace. Ella tensó la mandíbula, preparada para morir peleando. Pero ocurrió algo que carecía de toda lógica. El asesino, teniendo la oportunidad perfecta de abrirle la garganta, no lo hizo. Saltó por encima de ella y se lanzó sobre uno de los nórdicos, ignorándola por completo, como si no existiera.

La capitana quedó paralizada por un latido en mitad del caos, con la espada a medio alzar. Y entonces lo sintió: aquella extraña separación, esa burbuja imposible en la que nada la rozaba. Los disparos pasaban cerca pero no la tocaban. Los gritos parecían escucharse desde otro mundo. La sangre salpicaba el suelo, nunca su piel. La muerte misma parecía rodearla, pero evitarla, como si un muro invisible, insondable, la envolviera haciéndola intocable.
  • ¿Recuerdan tus hombres que los necesitamos vivos, verdad? - preguntó Sir Reginald desde lo alto de la torre izquierda, su voz cortante sobre el rugido del Yangtsé, mientras contemplaba la carnicería que se desataba abajo.
  • No te preocupes, saben lo que hacen… - respondió Hong Long con una calma helada, como si cada palabra fuera un filo invisible.
El Dragón dio unos pasos decididos hacia la puerta que daba a la escalinata. La madera maciza crujió bajo sus botas, resonando en el silencio expectante de la torre. Con un gesto apenas perceptible, abrió la puerta y se detuvo al otro lado, dejando que la luz mortecina iluminara su rostro.
  • ¿A dónde vas ahora? - preguntó el británico, con un dejo de desconfianza y autoritarismo.
Hong Long lo miró fijamente, y la sonrisa que surgió en sus labios fue lenta, cargada de traición. Esa curva, apenas perceptible, decía más que cualquier palabra: la lealtad de aquel hombre era humo, y ahora, la había dejado completamente expuesta.
  • Te deseo suerte en tu siguiente vida, Reginald. Dale recuerdos de mi parte… al Demonio. - Su voz fue un susurro mortal, venenoso como una cobra.
Con un movimiento seguro, empujó la puerta, la cerró y giró la llave con un chasquido final que resonó en la estancia. Los dos hombres de la escolta personal del inglés corrieron hacia ella, desesperados, intentando abrirla.
  • ¡Está cerrada, señor! - gritaron, la alarma evidente en sus voces.
  • ¡Tiradla abajo, maldita sea! - rugió Reginald, tragando saliva, el miedo apretándole el pecho como hacía años no sentía.
Sus manos golpeaban la madera con impotencia. Los años de poder, de control absoluto, de seguridad eterna, se desmoronaban frente a una puerta cerrada, frente a un gesto simple, silencioso, mortal y definitivo.

Mientras, sobre el río, Akuma luchaba como lo que era: una sombra letal y precisa. Pero esta vez su rival no era un enemigo cualquiera; estaba forjado en la misma oscuridad que ella. Cada movimiento era un filo invisible, cada ataque una amenaza silenciosa. La velocidad de la contienda era tan vertiginosa, tan precisa, tan perfecta; que helaba la sangre de cualquiera que la presenciara. La japonesa sintió el metal rozar su piel, una, dos, tres y cuatro veces; notó cómo la sangre brotaba, noto su humanidad en un instante. Pero su única respuesta a las heridas era multiplicarlas en sus adversarios. Con un mortal hacia atrás, esquivando una puñalada directa al riñon, cayó con las rodillas flexionadas sobre la cubierta. Alzó rápidamente la cabeza, para adelantarse al siguiente ataque, pero entonces, sus ojos afilados captaron algo que hizo que frunciera el ceño: su reflejo, Shinrei, acababa de saltar por la borda de babor, con el bastón del anciano firmemente sujeto a su espalda.

En un parpadeo, Akuma se deshizo de tres Shén Dú con movimientos imposibles de seguir, y sin perder un instante, salió disparada tras su hermana. El río, la cubierta y la niebla misma parecían doblarse ante ella, mientras se abría paso en es escenario donde la muerte bailaba entre sombras y acero.
  • ¡Shinrei, detente!
El Demonio se detuvo en seco al oír la voz del fantasma. Sus pies suspendidos sobre el barro de la orilla, su cuerpo mimetizado entre juncos altos como árboles milenarios. Sus ojos ardían, fijos en la torre a escasos metros. Tan cerca, tan cerca del final.
  • ¿Qué estás haciendo? - susurró el fantasma, herida y sangrando - ¿A dónde vas con el bastón?
No hubo respuesta, solo una mirada fría que habría hecho huir a cualquiera. Pero su reflejo no retrocedió ni un paso. Solo la observó con una tristeza profunda, casi tangible.
  • ¿Qué has hecho? - preguntó, no con reproche, sino con el corazón hecho pedazos.
El Demonio alzó un dedo en silencio. Su movimiento hizo oscilar levemente los juncos. Apuntó hacia su destino.
  • Está ahí, hermana. Después de tanto tiempo… Ha llegado el momento de cumplir nuestra venganza.
El fantasma contempló la torre. La cúspide de la estructura abandonada era el vivo reflejo de algo que ya no servía, que había cumplido su propósito y quedado en el olvido. Negó levemente con la cabeza y se volvió hacia su reflejo. Su rostro era hielo, su aliento un lamento. Cuando habló, la voz parecía surgir de la propia torre.
  • ¿A qué precio, Akane?
El Demonio sintió que su corazón se detenía un instante al escuchar el nombre que sus padres le habían regalado. Pero la venganza volvió de nuevo, más ardiente, más agresiva; arrasando cualquier rasto de humanidad.

  • Me dan igual ellos. Me da igual todo. Solo quiero cumplir lo que prometimos a nuestros padres. Eso es lo único que importa.
  • Has traicionado a los tuyos…
  • ¡No son míos! ¡Ni tampoco tuyos! ¡Despierta, Yuki! Nos embarcamos en ese maldito barco con un solo propósito… esperando este justo momento. ¿Acaso lo has olvidado?
Demonio y Fantasma, permanecieron en completo silencio.
Shinrei y Akuma, se separaron apenas un paso.
Akane y Yuki se despedían sin palabras.

No hubieron abrazos, ni despedidas. Ni besos, ni palabras de amor. No hizo falta gesto alguno. Se dijeron todo con esa mirada fría y distante, entre los juncos que ocultaban sus cuerpos, con la guerra detrás y el destino frente a ellas. Dos gotas idénticas que habían caído durante años en el mismo vacío de la venganza, se separaron de golpe.

El Demonio avanzó hacia su destino. Sin mirar atrás.
El Fantasma, en cambio, si lo hizo. Miró atrás, hacia el navío.

Mientras lo hacía, escuchó los pasos silenciosos de su reflejo alejarse, y algo en su interior se rompió. Cerró los ojos, un torbellino de imágenes azotando su mente. Recuerdos, canciones bajo las estrellas, voces familiares mezcladas con el rugido del mar; el grito de guerra de su capitana, las batallas libradas junto a sus hermanos, el calor de la hoguera tras la tempestad, la risa rota y exagerada del escocés.

Los abrió de nuevo y volvió la vista hacia la torre. Sus recuerdos viajaron más lejos, mucho más lejos, hasta donde la memoria se extiende como un río imposible de contener: la arena cálida de la playa de su pueblo, las manos suaves de su madre acariciando el shamisen, el abrazo firme y seguro de su padre; y luego, la aldea en llamas, los gritos de horror, el fuego devorándolo todo.

Y entonces, Yuki salió corriendo. Como aquella niña que un día fue, como aquella niña que un día, se lo arrebataron todo. Salió corriendo hacia Akane. Su hermana.
  • ¡Retroceded, retroceded! - rugió Cortés, desviando un puñal con su espada mientras el metal chirriaba como un ave moribunda.
Los que quedaban en pie se reunieron alrededor de él, formando un bloque defensivo. La tripulación del Red Viper seguía conteniendo el ataque de los Shén Dú, pero cada embestida los hacía retroceder un paso más. Por primera vez, retrocedían. No había alternativa.

Aibori, se mantuvo firme, rugiendo como una bestia salvaje y empapada en sangre y sudor. Sus ojos eran el vivo reflejo de su estirpe guerrera, su grito el eco de sus ancestros, su cuerpo lacerado como un viejo trapo rasgado en mil jirones. La Amazona no entendió la orden del español, no existía en su lengua. Retroceder no era una opción. Tuvo que ser apartada de la batalla por obligación, arrastrada hacía atrás por la mano firme de Grace. Sus botas tejidas en Shar’Keleth tropezaban con los cadáveres tirados por la cubierta, rostros conocidos, hermanos con los que había compartido risas, tormentas y mares imposibles.

A su lado, Drake protegía a Isabella y a su hijo, con una voluntad inquebrantable; mientras, sobre él, podía escuchar a sus cuervos revolotear sobre la batalla; graznaban, nerviosos, presagios oscuros de muerte. Vihaan, tras Bhagirath e Yrsa, sostenía a Maverick entre sus brazos, con los ojos desbordados de horror mientras la sangre salpicaba las maderas como pinceladas de una pintura infernal.

Por primera vez, los valientes temblaron. Por primera vez los orgullosos retrocedieron.
Seguían en pie, sí. Unos pocos… demasiado pocos. Pero lo peor aún no había llegado.

Fue entonces cuando dos estallidos rasgaron el aire con un bramido que hizo vibrar hasta el último clavo del Viper. Un fogonazo cegador, seguido por una ola de calor que golpeó a todos como un aliento del mismísimo infierno.

A estribor, el Madra Ifrinn se convirtió en una antorcha flotante. Las llamas subieron por los mástiles como serpientes hambrientas, devorando velas, sogas y carne por igual. Los hombres corrían envueltos en fuego, gritando al cielo antes de lanzarse por la borda, como estrellas fugaces cayendo al río.

A babor, el Español Errante explotó desde su vientre. El casco se abrió como un fruto podrido y una nube incandescente envolvió el navío. Los cañones cayeron al agua humeante, las cubiertas colapsaron, y los marineros, envueltos en brasas vivas, se arrojaban al Yangtsé rogando al río que apagara su agonía.

Dos colosos… reducidos a cenizas en cuestión de segundos.
Y el Red Viper, solo en mitad del fuego y los Shén Dú.

Grace sintió cómo el alma se le encogía. "Diego, el Perro… no, no puede ser”, pensó entrando en pánico. La capitana no sentía miedo, era algo más profundo: certeza fría y absoluta del final.

El final de su tripulación, de sus hermanos.
El final de su viaje, su destino.
El final de todo lo que amaba.

El ruido del combate quedó amortiguado, como si el mundo se hundiera bajo el agua. En sus oídos solo quedó un zumbido hueco, lento, aplastante del fuego devorándolo todo. Vio a Aibori, más muerta que viva, tambaleándose a su lado, a Drake abrazando a su familia, mirando al cielo como si esperara una señal, a Vihaan abrazando el cuerpo de Maverick con los ojos llenos de error y espanto. Vio los dos colosos arder, hombres en llamas arrojándose al río como antorchas vivientes. El olor a carne quemada se mezclaba con la pólvora, la sangre fresca y la sangre desesperanza. “Se acabó”, pensó. “Este es el final”. El silencio duró un latido.

Entonces, una sombra descendió sobre la cubierta. Hong Long apareció entre las nubes de humo como si emergiera directamente del infierno. No caminó: avanzó sobre la cubierta como un emisario de la muerte. Su figura, alta y alargada por el contraluz de las llamas, parecía la de un gigante milenario. Las cenizas de los barcos ardientes lo envolvían en un aura infernal, como si el fuego mismo se inclinara ante su presencia. Sus ojos, dos pozos negros sin fondo, barrieron la cubierta. Y Grace sintió que no los miraba como enemigos. Los miraba como insectos. Como criaturas demasiado pequeñas para importarle lo más mínimo.

Los pocos que quedaban en pié, derrotados, heridos, jadeando entre cadáveres; parecían encoger bajo aquella mirada. Ella misma sintió que se hacía diminuta, insignificante, como si aquellas pupilas pudieran aplastar su voluntad sin necesidad de tocarla.

Hong Long levantó una mano. Una sola. Sin prisa.
La voz que salió de su garganta fue grave y profunda. Retumbó como un gong funerario.
  • Llevadlos a las mazmorras. Mañana… serán ejecutados.
Y al decir aquellas palabras, el mundo dejó de respirar.

Mientras, la puerta de la torre retumbaba bajo los golpes desesperados de los dos guardias. Más allá, en el interior de la cámara superior, Sir Reginald respiraba entrecortado, demasiado rápido, como un animal atrapado. El eco de los gritos y la batalla le llegaban amortiguados, como si todo el Yangtsé estuviera enterrándolo en un sudario de silencio.
  • ¡Abridla! - exigió de nuevo - ¡Abridla maldita se…!
No terminó la frase. La luz tembló. El aire cambió. Primero fue un susurro, apenas un roce, como uñas delicadas acariciando la piedra húmeda. Luego una sombra deslizándose por el techo. Finalmente el silencio absoluto. El silencio de un depredador.
  • Mi señor… - titubeó uno de los guardias, temblando de miedo.
Y entonces apareció. La oscuridad descendió desde las vigas como una sombra líquida, sin un sonido, sin un aliento. Cuando tocó el suelo, la llama de la lámpara se contrajo, como si también ella temiera moverse. El guardia apenas tuvo tiempo de abrir los ojos antes de que la hoja curva se deslizara bajo su mandíbula y lo callara para siempre.

El cuerpo cayó de rodillas. Ojos abiertos. Un último suspiro. Muerto.
El otro guardia gritó y desenvainó, pero su espada chocó contra el vacío. La sombra ya estaba a su espalda. Lo sujetó por el mentón con una ternura casi maternal y lo giró hacia ella. El hombre vio unos ojos negros, profundos, sin vida, llenos de una calma aterradora.
  • Shhhh… - susurró la Muerte Silenciosa.
El kunai entró limpio, atravesando su corazón, sin oponer resistencia. El guardia se desplomó.

Ahora solo quedaba él. Al que habían venido a buscar. Al que llevaban siguiendo desde hacía tanto tiempo. Sir Reginald retrocedió hasta chocar con la pared de piedra. El orgullo que siempre lo sostuvo se desmoronó como polvo lanzado al viento. Las dos sombras avanzaron despacio, como si disfrutaran de cada paso, como si la propia oscuridad olfatease una presa.
  • No… espera… - balbuceó el inglés - Podemos negociar. Puedo ofrecerte… puedo…
  • No puedes ofrecer lo que ya nos quitaste - interrumpió un susurro con una serenidad gélida.
Sir Reginald temblaba de los pies a la cabeza. Sus dedos arañando la pared como si intentaran escarbar la roca para huir de aquella pesadilla. Quería hablar, preguntar quien eran, que querían de él. Pensaba que podía comprarlas, que podía convencerlas para que se detuvieran. Pero las palabras no salían de su garganta. Era como si la propia oscuridad de la torre lo estrangulara.
  • Recuerda la aldea… recuerda las llamas - susurró un fantasma en su oido derecho - Recuerda aquello que me arrebataste.
  • Tú escribiste mi destino en sangre - susurró un demonio en su oido izquierdo - Vengo a reclamar lo que me pertenece.
  • ¿Quie-quienes sois de-de-demonios? - balbuceó el inglés.
De la penumbra, como si la misma oscuridad los diera a luz, surgieron dos ojos como dos lunas mortecinas.
  • Mi nombre es Matsuda Yuki y vengaré la muerte de mis padres.
A su lado surgieron dos ojos más, igual de fríos, igual de fantasmagóricos.
  • Mi nombre es Matsuda Akane y vengaré la muerte de mis padres.
Sir Reginald sintió un frio recorrerle la columna vertebral. Un calor brotar de su entrepierna, humedeciendo sus pantalones. Intentó mantenerse erguido, pero sus rodillas cedían. El miedo lo venció por completo. Los susurros fríos y siniestros entraron en su interior, y entonces, la oscuridad lo hizo recordar.
  • Sois… sois…aquellas niñas… Las del poblado japonés… Lo… lo recuerdo. No… ¡No… No quería hacerlo! - gritó por su salvación - ¡Estábamos en guerra! ¡Era ine…ine!
  • Tus excusas siguen oliendo a humo - susurró el demonio - Igual que aquella noche.
Ella fue la primera en moverse. Un destello. Una sombra. Un golpe preciso.
Shinrei fue la segunda. Un giro de muñeca. Un corte limpio. Un suspiro final.

Sir Reginald cayó al suelo, sujetándose la garganta abierta, intentando contener el rio de sangre, sin comprender del todo que ya estaba muerto. Vio, por última vez, a las dos hermanas de pie sobre él, como dos figuras talladas en obsidiana, un reflejo gemelo de su propio destino.
  • Padre… madre… - murmuró Shinrei, viéndolo morir - Ya podéis descansar en paz.
Akuma cerró los ojos. Una ráfaga de aire entró por el pequeño ventanal. La lámpara titiló una última vez, la llama se apagó. Y en la torre cubierta por la oscuridad, donde el silencio ocultaba la muerte y la justicia se vestía de sombras, la venganza de las dos hermanas se consumó con la precisión ritual de dos diosas del castigo.

Y así, mientras dos sombras llegaban al fin de su viaje encontrando, por fin, aquello que habían perseguido durante toda una vida, una tripulación diezmada y herida era arrastrada a la fuerza hacia el corazón de Wuhan. Dejaban atrás las cenizas de sus barcos, el eco aún caliente de las explosiones, y los cuerpos de sus hermanos. Llegaban al final de su viaje, sí; pero esta vez sin hallar lo que buscaban. Marchaban con los pies pesados del vencido, las muñecas atadas a la espalda del condenado. Las cabezas gachas de quienes no han cumplido su destino; la respiración rota de los que saben, con amarga certeza, que todo ha terminado.

Grace giró la cabeza para mirar por última vez el río Yangtsé. Los tres barcos ardían en trombas de fuego, deformándose, retorciéndose, consumiéndose a una velocidad cruel. El viento arrastró hasta ella el olor a madera calcinada, y diminutas motas de ceniza se perdieron entre sus cabellos como copos de un invierno maldito. Entre los restos carbonizados descansaban sus hermanos, su familia; Diego, el Perro, tantos otros… todos devorados por el incendio.

El mismo fuego que un día obedeció su voluntad. El mismo fuego que la había hecho desafiar a los dioses y al mundo entero. El mismo que ahora devoraba lo que más amaba. Bajó la cabeza para que el enemigo no pudiera ver sus lágrimas. Pero esta vez no chirrió los dientes, no apretó los puños, no rugió contra viento y marea. No se abalanzó hacia la muerte. Porque en lo más profundo de su alma… ya estaba muerta.

Pero entre el fuego y el desastre, entre la muerte y el holocausto, algo pasó desapercibido para todos. Ni vencidos ni vencedores lo percibieron. Algo diminuto, apenas visible, escondido entre los juncos de la orilla. Una mirada infantil y astuta, un cuerpo tembloroso, no por el miedo… sino por la rabia. La rabia que lo inflamó tanto que estuvo a punto de incorporarse para luchar por su familia, aunque solo fuera un niño contra un ejército entero.

Una mano firme lo sujetó del hombro, impidiendo que se lanzara a una muerte segura.
  • Aún no, chaval - dijo una voz áspera, filtrándose entre el humo de una pipa - Aún no…
  • ¿Cómo lo vamos a hacer? - preguntó otra voz, con un marcado acento español.
  • Con paciencia… y sin llamar la atención.
El niño no entendió aquellas palabras, pero volvió a posar la rodilla en el barro. Su pequeña mano, ennegrecida por las brasas, no las recientes, sino las de antaño; apretó con fuerza su tirachinas.

Y el Yangtsé, indiferente, siguió fluyendo. Como si ya supiera que aquel niño - aún diminuto, aún perdido - iba a cambiar el destino de todos.

Otra vez…

Continuará…
 
Que angustia me deja este capítulo.
Quiero creer que no eres tan malo como para " matar" a Vihhan, Yara, El bigotes, Yrsa,etc.
Estoy seguro que han sobrevivido a pesar de que la cosa pinta mal. Porque sería muy muy muy muy cruel, y no quiero otro Jordi...
 
La venganza contra Hon Lon será terrible. El perro, el español y Bum Bum y alguno más van a rescatar a Grace y los otros. O al menos, es lo que parece, por el final que nos ha dejado el autor.
En el siguiente capítulo haremos control de daños.
 
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Capítulo 89 - Los héroes mueren con el rostro alzado: ¡El último grito del escocés!

La celda era un vientre pútrido de piedra muerta, húmeda y silenciosa, iluminada apenas por un hilo de luz que se filtraba desde un ventanal tan estrecho que parecía hecho para que ningún hombre pudiera recordar el cielo. El aire olía a óxido, a musgo viejo, a lágrimas secas de otros que habían pasado por allí antes. El suelo estaba cubierto de humedad, de charcos fríos que reflejaban sombras distorsionadas cuando alguien respiraba demasiado fuerte. Cada gota que caía desde las paredes rezumantes sonaba como un martillo golpeando la paciencia.

Vihaan estaba de pie, sosteniendo a Maverick entre sus brazos, sintiendo cada espasmo del llanto del pequeño clavarse en su pecho como una daga. El niño estaba inconsolable, su llanto no tenía rabia ni miedo: tenía desamparo. Como si, de algún modo, comprendiera que las jaulas no eran solo barrotes, sino una traición directa a su espíritu libre, salvaje, nacido para correr por cubierta, no para languidecer en una caja de piedra.
  • Shhh… ya, pequeño… ya… - murmuraba Vihaan con una voz que temblaba más de lo que quería admitir.
Acariciaba su espalda, marcando un ritmo suave, como quien intenta calmar a un animal herido. Cada vez que Maverick sollozaba y hundía el rostro en su pecho, Vihaan cerraba los ojos y apretaba los dientes para no romperse él también. El joven astrónomo se alzó de puntillas, acercándose al ventanal que apenas llegaba a la altura de sus cejas. Entre los barrotes oxidados solo se veía un retazo de cielo despejado, aplastado por la bruma del amanecer de Wuhan. Un cielo que parecía demasiado lejano para pertenecer al mismo mundo que aquella celda. El pequeño estiró una mano diminuta hacia esa luz apagada, como si creyera que pudiera agarrarla.
  • Lo sé mi vida… - susurró Vihaan, bajando la cabeza contra la del pequeño - Yo también quiero salir de aquí.
Y en aquel rincón húmedo, rodeado de sombras, Vihaan sintió por primera vez que la prisión no era solo piedra. Era la certeza brutal de que afuera todo había ardido y que adentro, solo quedaban los que todavía no se habían permitido caer.

Yara daba vueltas de un lado a otro, incansable, como una fiera enjaulada que ya ha escudriñado cada rincón de su cautiverio. Su sombra se alargaba y encogía sobre las piedras húmedas, siguiendo el ritmo de su caminar frenético. No levantaba la vista del suelo; sus ojos fijos, afilados, parecían taladrar las losas como si esperara encontrar, de pronto, una grieta por donde escapar, una salida oculta bajo el barro seco de sus hendiduras.

Los dientes apretados le marcaban la mandíbula, tensándola hasta casi dolerle. Sus manos, firmes en la cintura, se aferraban a la tela mugrienta de su vestido como si quisiera desgarrarla con tal de liberar la frustración acumulada. En su cabeza sólo había una idea, un único latido constante e incandescente: salir.

Salir de aquella celda oscura.
Salir de aquel hedor a óxido y humeda.
Salir para seguir luchando.

Ya lo había revisado todo: las bisagras corroídas por años de abandono, los barrotes desgastados pero aún firmes, los pequeños huecos entre las piedras, cada hendidura del suelo. Nada cedía. Nada prometía un resquicio. Nada ofrecía una oportunidad. Así que a Yara no le quedaba otra cosa que hacer más que seguir andando.

Andar para no estallar.
Andar para no romperse.
Andar para no rendirse.

El eco de sus pasos era la única prueba de que, pese a las cadenas invisibles, todavía era libre por dentro.
Grace estaba allí, sentada en el suelo frío, con la espalda pegada a la piedra vieja y húmeda. Pero no era ella. No la Grace que incendiaba el mundo cuando mandaba atacar, no la capitana que rugía como una tormenta en mitad del mar.

Aquella mujer, la hija del fuego, estaba completamente apagada.
Tenía las rodillas recogidas contra el pecho, los brazos rodeándolas como un escudo torpe e inútil. Su cuerpo encogido recordaba más al de una niña perdida que al de la pirata que había desafiado a un imperio entero. Su postura era la misma que cuando era una cría abandonada en los callejones húmedos y oscuros de Bristol, temblando con los puños pequeños manchados de hollín. Solo que ahora… era peor.

Porque entonces, la niña aún tenía hambre de mundo.
Aún tenía un brillo diminuto, testarudo, una chispa rebelde escondida entre las lágrimas.
Ahora sus ojos no brillaban.
Estaban vacíos. Huecos.
Muertos.

La mismísima Grace O’Malley, enemiga de reyes y poderosos, capitana del Red Viper, la víbora rabiosa que había luchado contra dos dioses distintos sin doblar jamás la cabeza, se había desvanecido como una brasa mojada. Lo que quedaba allí, en aquel rincón de piedra, era Red: la hija de un prostíbulo, la niña sin nombre, la criatura que aprendió pronto que el mundo no ofrecía segundas oportunidades.

Ya no ardía. Ya no temblaba de furia.
Ni siquiera lloraba. Solo estaba… vacía.
Apagada como un hogar frío después de ser abandonado.
  • Hay que hacer algo, debemos hacer algo - seguía repitiendo Yara sin cesar.
En medio de aquel mar embravecido que era su cabeza, sus ojos se desviaron hacia ella.
  • Maldita sea, Grace. Levanta el culo y haz algo - dijo sin chillar, esta vez - No nos vamos a pudrir en esta celda.
Pero la capitana no respondió. Ni siquiera la miró. Yara se lanzó hacia ella, poniéndose en cuclillas y agarrándole ambas manos.
  • No es momento de caer, ahora no - dijo con una seguridad férrea - Hay que ponerse en pie, como siempre haces, hermana. Vamos, Grace. Te necesito. No me dejes ahora.
Ella levantó la mirada. Una mirada perdida, como de alguien que había cruzado demasiadas veces el infierno, y ya estaba cansada de hacerlo. La sostuvo durante un instante y habló.
  • Están todos muertos, Yara. ¿Qué más da…?
  • Quizás lo estén - admitió, tragando rabia - Sé que hemos perdido a muchos. Pero algunos seguimos vivos, y mientras estemos vivos, debemos seguir luchando.
Grace negó lentamente con la cabeza.
  • Si estamos vivos es porque ellos han decidido que lo estemos, por nada más…
  • ¿Por qué dices eso? - preguntó Yara, desconcertada.
  • ¿No lo notaste? ¿En cubierta? Cuando nos atacaron los Shén Dú…
Yara no entendía lo que decía. Pero Vihaan, desde el otro extremo de la celda, se acercó con el pequeño en brazos.
  • ¿De qué hablas, Grace? - preguntó mientras le tendía a Maverick.
Ella lo tomó entre sus brazos. El niño se calmó al instante, acurrucándose contra su pecho.
Y aunque estaba abatida y rota, la capitana no pudo evitar esbozar una sonrisa. Una sonrisa quebrada, sí. Pero sonrisa al fin y al cabo.
  • Cuando mataron a Agnes - dijo, suspirando al recordarlo sin apartar la mirada de Maverick - me abalancé sobre uno de ellos, pero me esquivó como si no existiera. Y luego me di cuenta… todo el mundo moría a mi alrededor, pero a mí no me atacaron, ni me rozaron, apenas me miraron. Me ignoraron.
Vihaan se sentó a su lado, muy cerca, ofreciéndole calor, como quien intenta encender una chispa en mitad de una noche sin luna.
  • Nos quieren vivos, entonces… - dijo en un murmuro, apartando un mechón de su pelo rebelde - ¿Pero por qué?
  • Por el mismo motivo que estamos encerrados solos en esta jaula - escupió Yara, clavando la mirada en los barrotes - Por el mismo motivo que nos quitaron los objetos… creo que ya lo entiendo.
  • ¿Qué entiendes, Yara? Porque yo no entiendo nada - preguntó Vihaan, viéndola ponerse de pie de golpe.
La yoruba empezó a recorrer la celda como una fiera enjaulada. Iba y venía, sujetándose la barbilla, mascullando palabras que solo ella entendía. Cada paso parecía acercarla más a una revelación. Entonces, desde fuera, retumbaron voces y ruidos. Unos golpes secos, metálicos. Martillazos. Yara corrió al ventanuco, saltando para intentar ver algo a través de los barrotes.
  • ¡Vihaan, corre, aúpame! - ordenó con urgencia, haciendo gestos con la mano.
El astrónomo se levantó tan rápido que casi resbaló. La elevó por la cintura, mientras Yara se aferró a los barrotes, estirando el cuello para ver lo que hubiera al otro lado, su respiración acelerada, sus ojos ardiendo con la chispa de alguien que jamás pierde la esperanza del todo.

Frente a la pared, en línea recta, unos soldados clavaban estacas enormes, casi de la altura de dos hombres. La madera crujía al hundirse en la tierra, cada golpe de martillo retumbando en la celda como un tambor fúnebre. La fila era perfecta, implacable, y la luz filtrada por la ventana iluminaba los contornos de las estacas, alzándose como sentencias en espera.
  • ¡Nos van a fusilar! - gruñó Yara, la voz quebrada, los dientes apretados - Malditos bastardos hijos de puta, nos van a matar como a traidores.
Vihaan intentaba mantener el equilibrio, el culo de la cubana apoyado en su cara, balanceándose ligeramente mientras seguía agarrada a los barrotes.
  • ¿Ves a los demás? ¿A Bhagirath, a Yrsa, a MacFarlane…?
  • ¡No! Ni rastro - contestó ella, la respiración agitada - ¡Espera! Veo algo más…
En una mesa, unos metros más allá, descansaban los cuatro objetos: la brújula, brillante bajo la débil luz; el collar, expuesto con delicadeza; la concha, pequeña pero imponente; y el bastón, antiguo, lleno de cicatrices que contaban historias olvidadas. Cada objeto parecía palpitar con su propia intención. Y frente a ellos, Hong Long paseaba observándolos con detenimiento.
  • ¿Qué ves, Yara? - preguntó Vihaan de nuevo, ahogado entre las telas de su falda.
Ella le dio dos toques en el hombro para que la bajara al suelo; al tocar de pies a tierra lo miró fijamente a los ojos, su intensidad más poderosa que cualquier grito.
  • Dijisteis que el chino os habló de unas llaves, ¿verdad?
  • Sí, pero no contó mucho más - respondió Vihaan, bajando la voz - Solo dijo que eran llaves para abrir el cofre.
  • Creo que lo entiendo - murmuró Yara, como si cada palabra fuera un secreto compartido con el destino.
Grace se levantó y se acercó, inclinándose para escuchar mejor, la mirada fija en ellos dos.
  • Creo que nos necesitan a nosotros además de los objetos, por eso nos mantienen con vida.
  • Has dicho que nos iban a ejecutar… - susurró Grace, un hilo de voz que temblaba.
  • Sí, pero no a nosotros… - contestó la cubana.
El silencio cayó como un manto helado. La sentencia resonó en sus rostros, en sus ojos, en todo su cuerpo. En la otra celda, donde el resto de los capturados esperaban, los rostros reflejaban miedo, tristeza y una tensión que se podía cortar con un cuchillo. El tiempo parecía haberse detenido, mientras las sombras de las estacas proyectaban un augurio oscuro sobre todos ellos.
  • ¡Morir fusilado! - gruñó MacFarlane - De las mil maneras en que imaginé que acabaría, jamás pensé que sería atado a un poste.
  • ¡Qué más da, escocés! - respondió Cortés, chasqueando la lengua.
  • ¡No quiero morir como un maldito desertor! ¡Ni como un bastardo traidor! - rugió, lleno de ira - Quiero morir de pie, con la sal en los labios y los truenos estallando sobre mi cabeza. Si al menos tuviera a mis dos mujeres aquí… maldita sea, se iban a enterar esos malnacidos.
Wong lo observaba desde el suelo, jugueteando con su sombrero de paja entre las manos. No conocía demasiado a aquel hombre, pero por la forma en que se movía, la forma en que hablaba, la forma en que blasfemaba… todo en él gritaba que no estaba hecho para morir ejecutado. Aquel tipo merecía algo más glorioso: una muerte propia de un alma indómita y rebelde.
  • ¿Tus mujeres, has dicho? - preguntó Wong, confundido.
  • Bess e Isobel, así es, ¡ojos rasgados!. Mis dos mujeres, mis dos puñales - gruñó MacFarlane, llevándose instintivamente la mano a la cintura donde deberían colgar las armas.
  • ¿Llamas a tus puñales como a tus esposas? - sonrió Wong, divertido.
  • ¿Acaso te hace gracia? - respondió el escocés, alzando un dedo amenazante.
  • No… no es eso… Solo que…
Wong quiso enseñarle su calabaza, pero su mano se quedó a medio camino: recordó que se la habían arrebatado. Hong Long sabía de sobra lo peligrosa que era aquella arma en manos de el maestro. Más que cualquier daga, más que cualquier espada. Más que un mosquete cargado y caliente. Una simple calabaza hueca y llena de alcohol, que solo un loco o un genio sabría convertir en muerte.
  • ¿Solo qué Wong‑Wong? - insistió MacFarlane.
  • Yo llamo a mi calabaza Ling Feng. El nombre de la mujer que amé, y amaré siempre.
  • ¡Bampot! - escupió MacFarlane en el suelo - ¿Vas a comparar dos buenos puñales con una maldita calabaza vacía?
  • No lo subestimes, escocés - rió Drake - Si hubieras visto lo que es capaz de hacer con esa calabaza, no dirías lo mismo.
MacFarlane fijó los ojos en Wong. Lo estudió en silencio. La mirada altiva, los labios seguros. Esa pose de bravucón que entra en una taberna buscando pelea porque beber no le basta.
  • ¿Tan bueno es? - preguntó sin apartar la vista de él.
  • Ya lo creo - dijo Isabella, divertida.
  • Está bien… ¡Vamos a verlo!
El escocés se arrancó la camisa ensangrentada, la tiró al suelo y elevó los codos, cerrando los puños. El pecho marcado, la piel hecha un mapa de cicatrices.
  • Vamos, chinito. Demuestra de lo que eres capaz.
  • ¿Cómo dices? - Wong parpadeó, desconcertado.
  • Ahora estamos en igualdad de condiciones - gruñó MacFarlane - tú sin tu puta calabaza… y yo sin mis dos gordas mujeres.
Wong lo observó como quien mira a un loco escapado del manicomio. Afuera ya clavaban las estacas. El paredón estaba listo. Los fusileros calentaban gatillos. ¡¿Y a este desgraciado se le ocurría empezar una pelea?! MacFarlane sonrió como un demonio al que ya nada en el mundo puede asustar.
  • Aunque te advierto una cosa, florecita de loto - dijo relamiéndose la sangre seca del labio - he peleado contra un oso… y casi lo venzo. Si no fuera porque iba borracho como una cuba, me lo habría bajado de dos jabs.
El escocés dio dos puñetazos al aire, rápidos, secos, firmes como las montañas de las Highlands. Y Wong, aún sentado en el suelo, seguía observándolo con una mezcla de incredulidad y desconcierto. No… definitivamente no cabía duda alguna: aquel hombre estaba completamente loco. En la antesala de la muerte, y al desquiciado solo se le ocurría provocar una pelea. Pero entonces se dio cuenta de algo. La celda entera lo había notado antes que él.

Bhagirath sonreía por primera vez en horas, frotándose las manos, apostando en voz baja por el oriental. Yrsa negaba con la cabeza a su lado, sus ojos brillaban con un entusiasmo infantil, murmurando que MacFarlane partiría al maestro en dos. Isabella y Drake, con Dante entre medio de los dos, intercambiaban miradas cómplices, entretenidos con aquella locura. Incluso Aibori, tan callada desde que los capturaron, soltó un suspiro divertido como si, por un instante, le hubiesen devuelto un fragmento de cielo. Incluso el vigía, apoyado contra la pared, ya estaba haciendo apuestas, riéndose a carcajadas mientras marcaba con un trozo de barro pequeñas lineas bajo las iniciales de los contendientes en la piedra húmeda del muro.

Los martillazos afuera seguían retumbando. Cada golpe de hierro contra madera recordaba que la muerte estaba casi lista, afilando su guadaña, paciente, segura de sí misma.

Pero dentro…

Dentro había risas, había apuestas, había un instante de vida robado a la propia muerte. De repente, Wong lo comprendió. No estaba loco. No en el sentido que él había creído. MacFarlane se alzaba allí, medio desnudo, ensangrentado y provocador; no para pelear. Sino para arrancarles un último respiro de humanidad antes del final. Para obligarlos a mirar cualquier cosa que no fuese el miedo. Para recordarles, a su modo salvaje, que habían vivido como hermanos… y que también así debían esperar el final.

Los distraía con su locura. Los protegía con ella. Los sostenía con el único don que siempre había tenido: un corazón enorme, indómito, empeñado en hacer reír incluso cuando el mundo se caía a pedazos. Y lo hacía porque amaba a esos hombres. Porque eran su familia. Porque, aunque la muerte los aguardara fuera, él no permitiría que ella entrara a la celda antes de tiempo.

Y así mientras mientras MacFarlane, a base de puñetazos, recordaba a todos que en el Red Viper nadie se rinde jamás. Los preparativos fueron terminados y todo quedó listo para la ejecución.

Los sacaron a empujones de las celdas, uno por uno, arrastrando cadenas y polvo. El aire afuera era áspero, cargado con el olor del barro húmedo y de madera recién golpeada: los postes del paredón aún vibraban por los últimos martillazos. Hong Long lo había dispuesto todo así. Quería que lo vieran. Quería que contemplaran, sin velo ni misericordia, la muerte de los suyos. Quería que su crueldad fuera un espectáculo.

Los prisioneros fueron obligados a ponerse de rodillas frente al muro, alineados como piezas rotas de una misma máquina. MacFarlane gruñó al sentir las manos que lo empujaban, pero no opuso resistencia. Wong mantuvo la cabeza erguida, aunque sus ojos buscaban sin éxito el consuelo de su calabaza perdida. Cortés apretaba los dientes hasta casi romperlos, intentando no temblar. Drake, en cambio, guardaba un silencio extraño, como quien calcula su último pensamiento.

A un lado, apartados del resto, estaban Grace, Vihaan y Yara. No podían hacer nada, ni siquiera hablar; solo contemplar cómo les arrancaban el alma pedazo a pedazo. Vihaan tenía las manos entrelazadas con tanta fuerza que los nudillos se le habían vuelto blancos, y detrás de sus ojos oscuros se acumulaba una tormenta muda. Yara, que jamás lloraba, tenía la mirada perdida, como si el mundo hubiera comenzado a desdibujarse. Grace no podía ni respirar. La garganta le ardía, pero no emitía sonido alguno. Cada rostro arrodillado ante el muro era una herida nueva.

Y más atrás de ella, una visión horrible: Rodeados por seis guardias armados, dos Shén Dú sujetaban a Drake y a Maverick. Los puñales cerca de sus pequeños corazoncitos. Los pobres niños no entendían, no podían comprender la gravedad que se extendía en el aire como una sombra. Ella sí. Y ese peso la quebraba desde dentro. Alzó el rostro, buscando entre la fila de hombres cada mirada amiga, cada hermano, cada parte de su familia, cada vida que había confiado en ella. Quería verlos una última vez, absorber sus rostros como quien intenta robarle al tiempo un instante más.

La culpa le atravesó el pecho como una lanza envenenada. Porque aunque sabía que había hecho lo que debía, aunque había luchado hasta su último aliento, no podía negar la verdad que le susurraba su propio corazón: ellos estaban allí por ella. Por seguirla, por confiar en su juicio, por llamarla capitana. Y mientras Hong Long se acercaba a ellos tres, satisfecho por el teatro macabro que había orquestado, ella inclinó apenas la cabeza para observarlo, como quien acepta una condena que siente propia.
  • No va a ser rápido - sonrió Hong Long - Y por supuesto, no va ser un espectáculo bonito de ver… al menos para vosotros.
  • ¡Te mataré maldito cer…! - Empezó a gritar Yara.
Hong Long solo le bastó hacer un leve gesto de cabeza para que la Yoruba callara. Sabía que había a su espalda, sabía que allí estaban los dos niños. Y apretó los labios, la ira muriendo en su boca cerrada.
  • Así me gusta zorra mulata - Hong Long le propinó una bofetada con el dorso de la mano - Que tengas la boca cerrada.
Yara escupió sangre al suelo, pero no contestó. Tan solo le dijo con los ojos lo que no podía con la voz. El Dragón empezó a andar por delante de ellos, con la sonrisa de un psicópata y el andar de un verdugo.
  • Supongo que ya habréis entendido porqué estáis aquí… y porqué os necesito vivos - dijo clavando los ojos en Vihaan - Pero… lamentablemente - añadió con sorna - debo asegurarme de que vais a cooperar.
Tres soldados se adelantaron en cuanto Hong Long hizo aquel leve gesto con la mano, tan elegante como aterrador. No dudaron ni un segundo. Sus botas resonaron sobre la tierra endurecida del patio, y en un abrir y cerrar de ojos se abalanzaron sobre tres hombres escogidos sin piedad alguna.

Grace alzó la vista, sintiendo cómo el estómago se le hundía hasta los talones. Reconoció al primero incluso antes de que lo levantaran: Cillian, uno de los cachorros del Perro. Apenas un muchacho, apenas un marinero hecho a medias, pero con un corazón tan grande que parecía no caberle en el pecho. Lo arrastraron como si fuera un peso muerto, sin dar tiempo a que reaccionara.

El segundo fue Will ‘el hacha’, el contramaestre de Diego. El mismo hombre que la había enseñado a anudar cabos cuando ella aún era una niña; el mismo que silbaba siempre que estaba nervioso. Ahora no emitía sonido alguno. Caminaba rígido, con la mirada perdida, como si su alma ya hubiera entendido que no quedaba lugar para él en el mundo de los vivos.

El tercero fue Fred “el bocas”, vigía del Errante. El hombre que podía hacer reír a un muerto con sus insultos creativos, el que siempre hablaba demasiado, el que jamás había aceptado un silencio incómodo. Y ahora, callado. Callado por miedo o quizás por dignidad.

Los tres fueron empujados contra los postes sin miramientos. Se oyó el chasquido de las cuerdas tensándose alrededor de sus muñecas, el gruñido de dolor que intentaron reprimir. Los soldados actuaban con la misma frialdad con la que un carnicero prepara la mesa antes del despiece.

Grace sintió cómo el corazón le latía tan fuerte que apenas podía respirar. Will, Fred. Habían compartido risas en cubierta, noches de tormenta, días de calma pesquera. Habían sido parte de su familia, de esa extraña familia tejida en alta mar. El sonido seco de los mosquetes preparándose llenó el aire, vibrante como un trueno contenido. Hong Long ni siquiera se giró para mirar. Tan solo levantó la mano… y la dejó caer.

El estallido fue brutal, uniforme, definitivo.

Los tres cuerpos se sacudieron al unísono, como marionetas rotas. La sangre manó sobre la madera astillada, resbalando en líneas irregulares hasta el suelo. Sus cabezas quedaron ladeadas, sus ojos abiertos hacia la nada. Los soldados no esperaron. Los desataron con brusquedad, y los cuerpos fláccidos cayeron al barro como sacos. Los hombres del Dragón los agarraron por los tobillos y los arrastraron sin decoro alguno, dejando surcos oscuros en el polvo.

Un carro esperaba al lado del muro, indiferente, destinado a los restos de la muerte. Allí arrojaron a Cillian, a William, a Fred, uno encima del otro, como si los tres no hubiesen tenido nunca nombres, ni voces, ni historias. Grace sintió un temblor recorrerle los brazos. Apretó los puños con tanta fuerza que empezó a sangrar. Una rabia caliente, ardiente, creció dentro de ella hasta casi asfixiarla. Se mordió el interior de la mejilla para no gritar, para no derrumbarse, para no mostrarle a Hong Long ni un ápice de quiebre.

Conocía a esos hombres. Los quería con toda su alma.

La culpa le pesaba como una piedra atada al cuello, una certeza cruel que la golpeaba con cada respiración: estaban allí por ella. Por seguirla. Por creer en su causa. Y ahora… tres de ellos se habían convertido en simple carne desechada. En un aviso para los que aguardaban. En una amenaza hecha sangre.
  • De vosotros depende… - sonrió Hong Long retomando su paseo macabro - cuántos van a morir hoy. Decidme… ¿Vais a cooperar?
Yara no dijo nada. Solo había un final posible para ella. Luchar y morir.
Grace guardó silencio porque si hablaba, los llevaría al mismo final que su hermana.

Hong Long hizo el ademán de alzar otra vez el brazo.
Vihaan, con los ojos aún clavados en el carro, susurró apenas.
  • Sí… lo haremos…
  • ¿Cómo has dicho, tuerto? - preguntó Hong Long, divertido, inclinándose hacia él.
  • Cooperaremos… pero detén esto, por favor. No hace falta que muera nadie más…
Hong Long lo estudió en silencio, con una sonrisa que no anunciaba nada bueno.
  • Haces lo correcto, muchacho - susurró en su oído antes de separarse. Relajó el brazo y siguió andando, con la tranquilidad de un ser sin alma - Vuestros amigos se quedarán aquí encerrados - dijo alto y claro - hasta que cumpláis la misión. Como garantía de que no haréis ninguna estupidez. Los niños también… por supuesto.
Grace sintió cómo la sangre le bajaba por la barbilla. Se había mordido tan fuerte por dentro que se había abierto otra herida. En cualquier otro momento habría saltado sobre él y le habría arrancado la garganta con los dientes. Pero no ahora. No con las vidas de los que más quería colgando de un hilo.

Hong Long la miró a los ojos, satisfecho y horriblemente alegre, volvió a alzar el brazo.
Tres soldados avanzaron.
  • ¿Por qué? - susurró Vihaan, quebrado - Ya hemos dicho que cooperaremos…
Hong Long no respondió. Solo sonrió.

Escogieron a otros tres: Maddox fue el primero, con la mirada perdida y temblando de arriba a abajo; luego Gallagher, que no dejó ni un segundo de rezar en gaélico; y justo cuando Cortés iba a ser levantado por los guardias, una voz ronca, blasfema y desafiante tronó en el aire, paralizándolo todo.
  • ¡Eh! ¡Maldito saco de arroz! - bramó el escocés - ¡Deja a este gordo inútil vivir, que no vale ni pa' abonar un huerto! ¡Llévame a mí! ¡Ya estoy cansado de tanta monserga!
El soldado dudó un segundo, pero lo agarró. Grace alzó la vista, las lagrimas corriendo por su rostro. Macfarlane no temblaba, no rezaba, no agachó la cabeza. Mientras lo empujaron al poste y lo ataron, mantuvo el mentón alzado, la sonrisa viva, el orgullo en su mirada. Parecía pasear una bonita y nublada tarde de domingo por Edimburgo.

El último paseo de su vida.
La última marcha de un valiente, de un guerrero, de un hermano.
  • ¡Gallagher, Maddox! - les dijo sin perder la sonrisa mientras lo ataban al poste - ¡Alzad la maldita cabeza y mirad a esos hijos de puta que os van a disparar!
El irlandés y el galés, alzaron la vista para verlo. Incluso sujetado al poste, con la muerte en la cara, parecía invencible, parecía eterno.
Salvaje, indómito, orgulloso. Una furia incontenible que incluso ahora, ante el fin, no se dejaría someter jamás.
  • ¡Estoy orgulloso de vosotros, muchachos! ¡Orgulloso de morir a vuestro lado!
Los fusiles se alzaron, listos para disparar. Los dos jovenes alzaron el rostro, como él había ordenado y cerraron los ojos, las lagrimas cayendo por sus mejillas. El contramaestre alzó un poco más la vista hasta alcanzar el cielo. Hubiera deseado que fuera más gris, hubiera deseado que sonaran gaitas desgarrando el aire de los inmensos prados de su tierra. Hubiera deseado sentir la lluvia de Escocia caer sobre su rostro, una última vez.

Y sonrió.

Los dedos acariciaron los gatillos.
Los soldados aguardaban la orden.
El Dragón disfrutaba del silencio.

Grace mantuvo la mirada firme, sin apartarla, pues sabía que así hubiera querido él que lo hiciera. Fue su último regalo antes de despedirse del escocés. MacFarlane bajó la mirada solo para ver a los suyos por última vez. Esperó encontrárselos con las cabezas gachas y abatidas. Sonrió al pensar que debería regañarlos una vez más, incluso ahora que estaba en el paredón.

Pero no.
Todos lo miraban.

Postrados sobre el suelo, sí.
Encadenados, también.
Vencidos, por supuesto.
Pero con la cabeza alzada, como él hubiera deseado.

Con las cuerdas mordiéndole la piel y la camisa aún húmeda de sangre, sonrió con orgullo como si contemplara el perfil de sus Highlands queridas asomándose entre la niebla. Y en esa sonrisa - brutal, rabiosa, luminosa - había un desafío antiguo, algo que se negaba a morir.

Y entonces buscó a Grace.
Buscó a su capitana.

La encontró navegando entre el miedo y la furia, entre el amor y la culpa. La encontró como siempre la había encontrado: de pie, incluso en la ruina. Sus miradas se engancharon, tensas como cuerdas de arco, y él abrió los labios para ese último grito que retumbaría para siempre en todos los corazones que estuvieron allí el día que el escocés murió.
  • ¡CAPITANA! - rugió como la tempestad - !NAVEGAD por mi! ¡Navegad por SIEMPRE!
Grace asintió en silencio, no pudo contenerse y empezó a llorar, a caudales, pero no bajó la barbilla ni un segundo. Estaba rota, realmente rota en pedazos, pero la mantuvo recta y firme, altiva y orgullosa.

Fue entonces cuando Hong Long bajó la mano.
Un instante lleno de acero.
El estruendo quebró el aire.

Las descargas impactaron contra el cuerpo del escocés como martillazos de un herrero divino. El torso se arqueó, el paredón crujió, la madera tembló. Pero él… él no bajó la cabeza.

Ni siquiera muerto, pudo bajarla.

Los fusiles humeaban.
El silencio cayó como un sudario.
Y MacFarlane quedó allí, clavado al poste, la cabeza alzada y el rostro aún encendido por esa última sonrisa salvaje.

Había algo imposible en él, algo que parecía seguir rugiendo aunque su pecho ya no se moviese. Una furia antigua atrapada en la muerte, una chispa indómita que ni el plomo había logrado apagar.

Cortés estalló en lagrimas, aquel maldito loco acababa de salvarle la vida, por enésima vez. Halcón lloraba a su lado, sollozando como un niño pequeño. Wong lo contemplaba maravillado, con el dolor de sus puñetazos aún en el cuerpo. Aibori en silencio, le pidió a Keleth, Diosa de las Amazonas, que lo tuviera en su gloria. Todos lloraban, derrumbados por dentro, pero mantuvieron la postura firme y desafiante con la que él se merecía partir.

De repente, Yrsa, con la cabeza erguida, se puso en pié. Dos soldados corrieron a empujarla hacía abajo, y al no poder le golpearon con las culatas en el hueco de las rodillas; pero incluso así la giganta se mantuvo de pié. Levantó sus dos puños encadenados y empezó a golpearse el pecho. Un sonido rítmico, que empezó lento y solitario. Bhagirath a su lado la siguió, poniéndose en pie. Los demás se unieron al instante, uno a uno, golpeándose los pechos con furia, con el macabro tintineo de los hierros contra la piel, con los ojos encendidos, el nudo en la garganta y el orgullo de ver caer a un hermano con dignidad.

Ni el propio Hong Long, oscuro y cruel, se atrevió a romper ese momento.
Incluso aquel monstruo pudo ver solemnidad en la muerte del escocés.

Y mientras los soldados desataban el cuerpo sin mirarlo, dejándolo caer como un saco pesado sobre sus hombros, algo quedó suspendido en el aire. Una presencia. Una promesa.

El escocés había muerto.
Pero su desafío…
su orgullo…
su rugido…

Seguirían navegando con ellos para siempre.
Su rugido sería eterno.
  • ¿Estás aquí? - gruñó el capitán.
Diego seguía con la cabeza orientada hacia la lejanía, hacia donde segundos antes habían tronado los disparos. No podía explicarlo con palabras; era solo una punzada, un hueco negro abriéndose en el pecho, el vacío inconfundible de quien intuye que un hermano ha caído. Inspiró hondo, cerró los ojos, y finalmente respondió.
  • Sí… estoy aquí.
El camino rural se extendía serpenteante a las afueras de Wuhan, envuelto en una luz pálida que anunciaba el inicio del día. A un lado, los campos de arroz se mecían con la brisa húmeda, espejos verdes que atrapaban el cielo como si lo retuvieran por piedad. Dos campesinos avanzaban despacio, guiando a un buey enorme y cansado que abría surcos profundos en la tierra negra. El mugido grave del animal se mezclaba con el rumor distante de la ciudad, como si ambos mundos estuvieran separados por un mundo entero.

Al margen del camino, en una pequeña elevación de polvo rojizo, estaban ellos: el Perro, de brazos cruzados y mirada de acero; Snatch, agachado sobre el suelo, dibujando líneas torcidas; Bum-Bum, inquieto pero sorprendentemente silencioso; y Diego, que llevaba los ojos clavados en el barro seco, como si buscara respuestas enterradas allí.
  • Los sacaremos de ahí - dijo el Perro, clavando la mirada en el español - Te doy mi palabra.
Diego asintió en silencio. Snatch terminó su tosco dibujo en la tierra.
  • Aquí hay un patio abierto - explicó - Los tienen en dos prisiones: una celda pequeña aquí… y otra más grande aquí.
  • ¿Guardias? - preguntó el Perro.
  • Muchos guardias - respondió la hiena sin levantar la cabeza - Demasiados para enfrentarlos de frente… siendo los que somos.
Todos alzaron la vista a la vez al oír pasos apresurados acercándose. Era Caitlin, la vigía del Ifrinn. Llegó jadeando, con la cara enrojecida por el esfuerzo.
  • ¿Cuántos? - preguntó el Perro.
  • Seguimos buscando, capitán - contestó ella - Por las orillas, entre los restos de los barcos… pero hemos encontrado muy pocos. Hay patrullas por todos lados, haciendo batidas constantes, eso ralentiza la búsqueda.
  • ¿Cuántos son “muy pocos”? - volvió a exigir.
  • Unos veinte hombres… a lo mucho. La mayoría heridos. Algunos… no llegarán a mañana. Encontramos también… a los dos caballos que viajan con la Víbora.
El Perro apretó la mandíbula.
  • Deberemos apañarnos con eso… - gruñó.
  • Realizar un ataque de frente - intervino Diego - es una insensatez. Lo único que conseguiremos es morir todos.
  • ¿Y qué propones entonces?
  • Lo que dijiste ayer - respondió Diego - Hacerlo en silencio.
El Perro lo miró como si hubiera dicho una blasfemia.
  • Ayer no escuchaba las balas rebotar contra los muros, De la Vega. No hay tiempo para trazar un plan. Hay que actuar. ¡Ya!
  • Yo plan…
Todos se giraron al mismo tiempo. Bum-Bum, que hasta entonces no había dicho palabra, estaba firme como un poste recién clavado en la tierra. Ya no tenía la mirada huidiza del chiquillo que corría entre los puestos del mercado; ahora sus ojos eran dos brasas encendidas, decididas, un brillo nuevo que ni el Perro ni Diego le habían visto jamás. Su respiración era profunda pero estable, y el ligero temblor en sus manos no venía del miedo, sino del esfuerzo por contener la determinación que le brotaba por dentro.

La alianza de las tres banderas, antaño un rugido que hacía temblar los puertos de medio mundo, ahora no era más que un susurro apagado entre las ruinas humeantes de sus propios sueños. Tres poderosos navíos reducidos a esqueletos negros que aún crujían bajo el peso del fuego.
Tres tripulaciones que un día llenaron los cielos de canciones y blasfemias, hoy convertidas en un puñado de sombras exhaustas, heridas, o encadenadas tras muros de piedra.

Jamás la balanza había estado tan inclinada hacia la tragedia.
Jamás el destino había parecido tan cruel, tan despiadadamente decidido a borrar sus nombres de la historia.

Y sin embargo… allí, en medio de aquel horizonte sin luz, donde los hombres más fieros dudaban y los corazones más duros empezaban a quebrarse… alguien se atrevió a alzar la voz.

No era un capitán.
No era un guerrero hecho de hierro y furia.
No era uno de los viejos perros de mar que habían cruzado tempestades y sobrevivido a cien batallas.

Era un niño.

Un niño que cargaba cicatrices que no le correspondían, que había visto la muerte demasiado pronto, que había aprendido a temblar… y aun así eligió no hacerlo.

Un niño que, frente al derrumbe de todo lo que amaba, se irguió sin vacilar, con los puños apretados y la mirada fija, como si quisiera desafiar al propio cielo.

Y en su silencio ardía algo que los demás reconocieron de inmediato.
Algo antiguo. Algo que ni el fuego, ni los fusiles, ni el mismísimo Hong Long podían extinguir.

Porque, como una vez dijo la capitana con esa media sonrisa que siempre escondía un rayo de verdad: “Ese crío tiene las pelotas más grandes del mundo.”

Y allí, frente al destino más oscuro que jamás habían encarado, esas palabras “Yo plan”, dejaron de ser una broma.
Se convirtieron en una promesa.
Una promesa de esperanza.

Continuará…
 
Me parece a mi que este Rey Mono ya se ha olvidado de Grace, Vihaan y hasta de sí mismo. :ROFLMAO:
Si llega a casa será de chiripa o solo gracias al deseo de la capitana. Porque sino, lo más seguro, es que ya se habría perdido otra vez.
El viento es así... no se puede detener, no tiene memoria, no sabe donde va, tan solo... ¡Va! 🌪️

Y sobre lo que comentas de la condena de Grace: Sí, se sabrá en algún momento. ¿Cuando?
Pues te contesto con otra pregunta ;)

¿Te acuerdas en la película de Gladiator cuando el negro baja a la arena al final de todo?

"Ahora somos libres" - dice enterrando algo bajo la arena (no me acuerdo que era)
"Volveremos a vernos" - dice mirando al cielo (mientras empieza a sonar la música épica)

¿Te acuerdas, al final, lo que dice?

Pues esa es la respuesta :ROFLMAO::ROFLMAO::ROFLMAO:

Lo que sucede con Grace y Vihaan lo tengo pensado casi desde que empecé el relato.
Que ahora que lo pienso 🤔 Más que un relato, es ya ¡una puta novela! :ROFLMAO:
Perdonad si se está alargando más de la cuenta toda esta historia.
Pero es que me está gustando tanto escribirla, que me cuesta llegar al final.
Aunque sea inevitable.

Gracias por leer mis paranoias y por los mensajes.
De todo ❤️

¡Un abrazo enorme!
no te preocupes por que se convierta en novela, como los Episodios Nacionales.
Gracias a ti
 
Capítulo 90 - Dudas y huídas. Traidores y Hermanos: La fuga de Wuhan
  • Hay algo que no me cuadra… - susurró Vihaan, con la voz tan fina como el filo de un puñal.
Los dos guardias frente a la celda se movieron apenas, lo suficiente para que el acero tintineara y rasgara la quietud. La noche era un pozo negro; los susurros, cuchillos afilados que se deslizaban entre las sombras. Grace y Yara se aproximaron un paso, como si el silencio mismo las arrastrara hacia él.
  • ¿Cómo sabía Hong Long que nosotros éramos los elegidos?
Yara y Grace se miraron, y en aquel intercambio sin palabras había duda. Duda del que da calor en la piel y frío en los huesos.
  • Yo llevaba la concha atada al pecho cuando nos asaltaron - dijo Yara, recordando - Antes de que pudiera invocar a Yemayá, uno de esos perros me la arrancó de las manos.
  • Lo sé - respondió Vihaan, llevándose los dedos al cuello desnudo - Hicieron lo mismo conmigo. En cuanto vieron el ámbar… me arrancaron el collar. Pero… ¿y Grace? ¿Cómo sabían que ella era la portadora del fuego?
Yara giró hacia la capitana.
  • ¿Llevabas el Vorial a la vista?
  • No - contestó Grace - Lo tenía en el zurrón. Como siempre. Me la quitaron después… cuando nos esposaron.
El silencio que los envolvió no fue un silencio cualquiera. Fue uno pesado, ominoso, de esos que presagian tormentas. Grace mantuvo la mirada fija en Vihaan. Él no la devolvía: estaba mirando al vacío, con el ceño fruncido, como quien arma un rompecabezas que no quiere ver terminado.
  • No estarás insinuando…
  • Sí - dijo Vihaan al fin, grave, inmóvil - Sabían a quién matar… y a quién mantener con vida. Eso solo puede significar una cosa, Grace.
Yara abrió la boca, pero Vihaan la cortó con un suave movimiento de mano.
  • Y hay algo más - susurró, hundiendo aún más la voz en la oscuridad - No os dije nada, pues al principio no le di importancia, pero ahora… ahora encaja demasiado bien.
Grace tragó saliva.
  • ¿Qué encaja?
  • Mientras luchábamos contra los esbirros de Hong Long, vi a Akuma marcharse. No huyó arrastrándose. Saltó por la borda. Y desde ese momento, no la hemos vuelto a ver.
  • Eso no prueba nada - respondió Grace con una rapidez demasiado afilada.
  • ¿Akuma retirándose en batalla, hermana? - dijo escéptica Yara - Inaudito cuanto menos…
  • Ya sabéis cómo son las gemelas. No es la primera vez que desaparecen, incluso semanas, pero siempre vuelven… cuando les place. Eso no prueba nada, ¡Joder!
  • ¿Y el Mulakaboko? - volvió a preguntar la santera - Lo tenías guardado en el cofre de tu camerino…
  • Pues registrarían el barco, ¡yo qué sé! - Grace empezó a respirar más rápido - Dejad el tema. Os lo pido.
  • ¿Y Halcón? - insistió Yara de nuevo - Cuando nos trajeron a las celdas estaba dormido.
  • ¡Pues estaría borracho, Yara! - espetó Grace, al borde de quebrarse - ¡Como siempre lo está! Dejad de desconfiar. Por favor…
Vihaan le tomó la mano, cálido y firme.
  • Son demasiadas casualidades, mi vida. La emboscada… nuestro vigía dormido… que sepan a quién no tocar… que encuentren el cajón correcto… ¡Que elijan!, entre decenas de llaves, la única que abre el cofre…
  • ¡Que no, Vihaan! - exclamó ella, soltando su mano.
Los guardias golpearon la reja, exigiendo silencio. Grace bajó la voz, temblando de pura rabia contenida.
  • Akuma y Shinrei ¡no!… ellas no serían capaces de traicionarnos. ¿Estamos?
Vihaan y Yara se miraron un instante, comprendiendo que poco más podían sacar de aquello sin quebrar del todo a Grace. El silencio cayó como una manta pesada. Y sin embargo, entre los ojos de la capitana - encendidos por la rabia - empezaba a brotar una sombra nueva, una duda silenciosa que se aferraba a su pecho como un parásito. Vihaan se dejó caer contra la pared de la celda con un suspiro fatigado, rindiéndose al muro que ella había levantado. Yara cerró los ojos un instante, resignada, tragándose las réplicas que ardían en su lengua. Grace, en cambio, siguió mirando al suelo, rígida, con la mandíbula tan apretada que un latido furioso le palpitaba en la sien. Quería aferrarse a la confianza, a la lealtad incuestionable de las gemelas, pero la semilla ya estaba plantada, envenenando cada recuerdo, cada detalle que antes había pasado desapercibido.

Y allí, suspendida entre los tres como un verdugo invisible, quedó la pregunta:
¿Había un traidor entre los suyos?
Una duda que pesaba más que las cadenas que los retenían.

Pero la noche no solo traía dudas y conspiraciones. También traía un plan, uno temerario, afilado, imposible; urdido por la astucia de un niño que se negaba a dejar a nadie atrás. Pues así se lo habían enseñado los marineros, así lo habían educado su familia.

Nadie se queda atrás.

La oscuridad, cómplice, extendió su manto sobre el patio, sobre las paredes y los muros, sobre los hombres que vigilaban sin imaginar: que la muerte merodeaba ya entre los matorrales.
  • ¿Qué crees que hará el Dragón con ellos? - preguntó el guardia de la derecha, acomodando mejor la lanza mientras bostezaba.
  • Dicen que están preparando los caballos para partir… - respondió el de la izquierda, encogiéndose de hombros.
  • ¿Planean salir? ¿Hacia dónde?
  • Ni puta idea.
El muro que rodeaba el patio era alto, sólido, construido con la arrogancia de quien cree que el mundo entero debe doblegarse ante su piedra. Bajo él, los dos guardias compartían una pipa de tabaco cuyo humo ascendía en espirales lentas hacia una luna apagada por las nubes.

El viento soplaba apenas, cargado de la humedad del río. Nada se movía. Nada amenazaba.
La quietud era tal que los hombres, confiados, permitieron que sus hombros se relajaran, que sus párpados pesaran, que su charla divagara de un tema a otro como si custodiar prisioneros fuera tarea de campesinos.
  • ¿Crees que las leyendas que cuentan son reales? - preguntó el guardia de la derecha.
  • ¡Bah! - rió el otro, exhalando una nube espesa - Tonterías. Historias de borrachos.
Entonces el humo de la pipa se onduló. No por el viento, sino por algo más veloz, más letal.
Dos pequeñas piezas - compactas, negras, pulidas - silbaron a través del aire como insectos enfurecidos. Fssst - ¡cloc! Fssst - ¡cloc!

Los proyectiles impactaron en las sienes de los guardias con una precisión quirúrgica. Sus ojos se pusieron en blanco antes de que sus cuerpos se desplomaran al unísono sobre la tierra. Enseguida dos sombras se deslizaron desde la base del muro, silenciosas como felinos nocturnos. Agarraron los cuerpos por las axilas y los arrastraron al otro lado del camino sin emitir un solo sonido. Y entonces, desde los arbustos, cinco figuras más emergieron agachadas. Siluetas delgadas, decididas, moviéndose con la cautela y destreza de quien ha aprendido a sobrevivir a base de golpes e infortunios. No eran soldados. No eran piratas esta vez.
Eran sombras. Sombras movidas por la pura voluntad de rescatar a su familia. Y al frente de ellas, apenas visible entre la maleza, avanzaba el más pequeño de todos. El niño que se había negado a ceder. El niño con las pelotas más grandes del mundo.

Diego mascullaba blasfemias mientras intentaba forzar el cerrojo.
  • Mierda… está cerrada con llave. No cede…
  • ¡Shhht! - silbó Snatch desde las sombras - ¡Ten! - y le lanzó un manojo de llaves que tintineó en el aire antes de caer en las manos del español.
Diego se arrodilló junto a la cerradura, palpando las llaves a tientas. A su espalda, entre los arbustos, el mismo Snatch y uno de los hombres del Errante al que todos llamaban Vómito - un tipo huesudo al que nadie se atrevía a preguntar el origen de su apodo - ya se estaban enfundando las ropas de los guardias recién abatidos. Les colgaban un poco grandes, pero en la penumbra de la noche, entre humo y silencio, harían su función.

Bum-Bum, Caitlin, Hernando y el Perro permanecían agazapados enfrente de la puerta, invisibles entre la maleza. El Perro, con las rodillas crujiéndole como ramas secas, intentaba agacharse un poco más, sin éxito alguno.
  • Date prisa, ¡maldita sea! - refunfuñó, sosteniéndose el lomo mientras miraba hacia ambos extremos del muro, como si esperara que surgiera un ejército entero de la oscuridad.
  • Eso hago, Perro… - murmuró Diego, cambiando de llave una y otra vez, sudando a pesar del frío.
  • Siempre has sido lento, español - gruñó el viejo marino - Quizá por eso la muerte ha dejado de perseguirte… ¡la aburres!
Hernando ahogó una carcajada. Bum-Bum apretó los labios para no soltar un bufido. Diego rodó los ojos, pero no dejó de trabajar.
‘Clac’ La llave giró. La cerradura cedió. La puerta tembló ligeramente, liberada de su cerrojo.
Diego alzó la vista, la sombra de una sonrisa tensa dibujándose en su rostro.
  • Soy demasiado guapo para morir, viejo - susurró - ¡Vamos! Nuestros hermanos nos esperan.
  • ¡Maldito fanfarrón engreído! - rió el Perro cruzando el umbral tras él.
Snatch y Vómito se cuadraron como auténticos soldados, cerrando la puerta tras ellos para mantener el engaño. Dentro avanzaron todos pegados al muro interior, moviéndose despacio, como sombras entrenadas para no existir. Se ocultaron tras una pequeña cuadra. Tres caballos reposaban allí, nerviosos. Uno de ellos resopló, levantando la cabeza. Hernando, con una calma casi sobrenatural, extendió la mano y acarició su hocico hasta que el animal volvió a bajar la vista. Desde aquel refugio improvisado vieron el corazón del patio: un par de guardias apostados frente a las dos celdas iluminadas por faroles; un par más en lo alto de un torreón, y una patrulla de dos hombres que daba vueltas alrededor, distraídos, más pendientes de sus pláticas que de la noche.
  • Bueno… ya estamos dentro - susurró Diego - Ahora solo falta saber cómo vamos a salir.
El Perro pisó algo blando. Miró hacia abajo. Torció el gesto.
  • ¡Putos caballos! - gruñó sacudiendo el pie al aire - No son demasiados - añadió, asomándose un poco para observar el patio - Y parecen más dormidos que despiertos. Podríamos atacarlos.
  • ¿Y si salen los otros? - susurró Caitlin - Los que visten de negro…
Hernando acarició de nuevo al caballo para evitar que se moviera.
  • Ojos Verdes tiene razón - dijo en voz baja - Si nos topamos otra vez con ellos… ya nos podemos despedir.
Entonces ocurrió. Bum-Bum se impulsó hacia adelante y salió corriendo como un rayo. Diego apenas tuvo tiempo de extender la mano para agarrarlo por la túnica, pero el niño era rápido, escurridizo. Como una chispa escapando del brasero. Y en un abrir y cerrar de ojos, salió disparado como un diablillo, una sombra menuda que se escurría entre los montones de paja y los bebederos como si llevara toda la vida entrenando para ese instante.
  • ¡Maldita sea! - susurró Diego con la preocupación invadiendo su rostro.
Pero el niño ya había doblado la esquina de la cuadra, veloz como un ratón hambriento escapando de un gato, el corazón latiéndole tan fuerte que parecía marcar el compás de la noche.

La patrulla de dos guardias avanzaba despreocupada, arrastrando los pies, hablando de cualquier estupidez que pudiera mantenerlos despiertos. Habían pasado tantas guardias en vela que ya ni sabían si vigilaban prisioneros o vigilaban el sueño de los grillos. Uno de ellos bostezó tan fuerte que hasta los caballos levantaron las orejas.

Bum-Bum calculó el momento exacto. Cuando los guardias volvieron la esquina del torreón, él corrió. Sus pasos eran tan ligeros que ni siquiera levantaron polvo. Atravesó la franja de luz que caía desde las antorchas, tan rápido que fue apenas un destello. Llegó a la base de la torre de vigilancia. Allí, pegado a la piedra fría, levantó la vista. Había un soldado arriba, sentado sobre una caja, limpiándose las uñas con la punta del cuchillo. Otro dormía con la cabeza echada hacia atrás, la boca abierta, ronquidos ahogados que parecían un burbujeo grotesco.

La respiración del niño se calmó. Se volvió hacia sus compañeros, ocultos entre las sombras, y levantó una mano cerrada, dejando solo el pulgar extendido. Una señal de que todo estaba controlado. Una temeridad impropia de un chaval. El Perro sintió que la sangre se le helaba. Diego abrió los ojos de par en par. Caitlin apretó los dientes, murmurando algo que era mitad oración, mitad insulto. Hernando clavó las manos en las riendas del caballo y sonrió. La sonrisa de quien ve a un loco artista y lo admira con toda su alma.

Entonces el muchacho sacó algo del interior de su pequeño zurrón: una pequeña piedra redonda y brillante, pulida por tantas horas de jugar a tirarla contra los tablones del Red Viper. Respiró hondo. Apuntó. Y la lanzó.

La piedra zumbó como un mosquito enfurecido y golpeó el casco del centinela despistado. El hombre pegó un respingo, pero no llegó a gritar: otro golpe llegó desde la oscuridad. Una segunda piedra. Con una precisión inhumana.

La roca impactó justo en la frente del guardia, que cayó de lado como un saco de tubérculos, rodó por el suelo de madera y desapareció del borde de la torre. Muerto no. Pero inconsciente como un tronco. Su compañero, sencillamente, siguió durmiendo. Bum-Bum sonrió tras las telas que cubrían su rostro y les hizo un gesto para que se acercaran.
  • La madre que lo parió… - sonrió Diego desde las sombras.
El Perro, que había vivido más batallas que años había cumplido, dejó escapar una carcajada ronca y apagada.
  • No llegará el día en que ese diablo en miniatura, me deje de sorprender…
Caitlin golpeó suavemente el hombro de su capitán, sus ojos verdes iluminados por las antorchas del patio.
  • Tiene madera, capitán - sonrió - Vigile que no le quite el puesto algún día.
Hernando en cambio no dijo nada, ya estaba acostumbrado a verlo en acción. Quizás al principio le llamara la atención, como a todos, pero después de tanto tiempo navegando a su lado, tan solo podía ver lo que era. Una maldita leyenda. Porque un niño había hecho lo que ni ellos, ni los más fieros piratas, ni los más astutos conspiradores se habían atrevido a intentar. Un niño… había tomado la iniciativa. Un niño había abierto la grieta por donde todos escaparían. Y, por primera vez desde que la noche había caído sobre ellos como una lápida, hubo esperanza.

Pequeña y frágil, sí.
Pero viva y audaz, como Bum-Bum.

El grupo cruzó el patio a la carrera, midiendo cada zancada, respirando apenas, aguardando el instante exacto en que la patrulla se giró y les dio la espalda. Avanzaron como sombras cortas y tensas, deslizándose entre la penumbra y la piedra, pero entonces - inevitable como una maldición marinera - el Perro, el menos indicado para las artes del sigilo, sintió cómo su pata de palo quedaba atrapada entre dos adoquines.

El golpe seco de la madera encajando resonó en los corazones de todos. Desde la base del torreón, Diego, Caitlin y Hernando lo observaron petrificados, con los ojos muy abiertos y el alma contenida en un hilo. El viejo capitán forcejeó en silencio, maldiciendo entre dientes, tratando de liberarse; pero nada cedía, y la patrulla ya estaba terminando de dar la vuelta, a segundos de descubrirlos.

El tirachinas más preciso de los siete mares volvió a tensarse. Otra piedra, redonda y oscura, fue depositada en la goma. Las manos que la tensaron no temblaban; eran manos curtidas por el entrenamiento, por la supervivencia, por años de apuntar solo cuando era imprescindible.

Bum-Bum había visto algo que le había llamado la atención, una enorme jaula para animales salvajes. Allí dormía Gláfur, tumbado de lado sobre el suelo de hierro. Su respiración lenta y profunda hacía elevarse y descender su enorme lomo, como el oleaje de un mar helado. Encima de él, acurrucado en su blancura, Gipsy dormitaba plácidamente, mecido por aquel vaivén agradable y acompasado.

La piedra salió despedida con un silbido perfecto, cruzó el aire nocturno y golpeó el candado con un chasquido metálico que rebotó entre los muros. El cerramiento cedió de golpe, pero no impactó en la celda del oso y su diminuto e inseparable compañero. Fue en la de al lado.

Allí, una pantera negra, despierta y tensa, aguardaba. No dormía. No al caer la noche.
Cuando el sol cedía y la oscuridad lo envolvía todo, era el momento, en que Kage, saciaba su hambre. Su cuerpo se movía en un vaivén casi líquido, músculos ondulándose bajo la piel oscura como la tinta. Sus ojos, dos brasas doradas, parpadearon al escuchar el eco del candado caer. La cola se arqueó en un gesto felino, lento, peligroso. Y en el silencio que siguió… el patio pareció contener la respiración, justo antes de que la bestia diera su primer paso hacia la libertad.

Kage no iba a tener la misma consideración que el pequeño tuareg. Donde el muchacho optó por dejar a los guardias inconscientes, la pantera los haría dormir también, pero en el sueño eterno.

El primer rugido no fue un sonido, fue un desgarrón en la noche. Una sombra negra se lanzó desde la jaula rota como un relámpago vivo, una flecha de músculo, furia y hambre contenida. Cayó sobre el primer soldado de la patrulla sin darle tiempo a entender qué era aquel destello; solo sintió un peso imposible y el chasquido húmedo de su propia garganta al abrirse de lado a lado. El segundo alcanzó a girarse, apenas un susurro de terror escapó de su boca antes de que dos colmillos se hundieran en su trapecio. La pantera lo arrastró varios metros, hacía la oscuridad, clavándole las garras mientras sacudía la cabeza como si despedazara un pedazo de carne vieja. Un crujido final, un espasmo, y quedó inmóvil sobre el polvo.

Los cuatro guardias frente a las celdas alzaron la vista demasiado tarde. Uno intentó gritar, pero no pudo ni abrir la boca. La bestia ya estaba sobre él. Un salto seco, perfecto, el cuerpo felino girando en el aire con una precisión casi antinatural. Las garras lo abrieron del pecho al estómago como si fuese una bolsa de lino. El hombre cayó de rodillas intentando sostener lo que ya no podía contener. Los otros alzaron sus mosquetes a la vez. Pero no hubieron ni chispas, ni humo, ni balas que despertaran al resto de sus compañeros. La pantera zigzagueó, un relámpago vivo entre sombras, y cayó sobre el siguiente por la espalda. Se escuchó el crujir de vértebras, rápido y limpio, y luego el cuerpo desplomándose como un saco vacío.

El penúltimo intentó huir. Apenas dio dos pasos antes de que la pantera lo alcanzara con un zarpazo que lo giró en el aire. Cayó boca arriba, viendo los ojos amarillos de la muerte acercarse. Intentó suplicar, pero la bestia le hundió los colmillos en la cara, apagando su voz para siempre.
El último quedó paralizado, el culo en el barro, las piernas temblando, arrastrándose, retrocediendo, incapaz de mover un solo músculo de su garganta. No tuvo tiempo ni de rezar.

Kage avanzó lenta esta vez, disfrutando del terror palpable, como si quisiera saborear cada segundo de su presa. Cuando estuvo a un palmo del soldado, dejó que este sintiera su aliento caliente en la mejilla. Luego, de un solo mordisco, le arrancó la vida.

Cuando el silencio regresó, el patio era un cementerio improvisado. Seis cuerpos esparcidos entre charcos oscuros, la pantera erguida en medio de ellos, respirando hondo, la boca manchada de rojo carmesí. Sus ojos felinos recorrieron la noche, buscando más movimiento, más presas, más vida que apagar. Y se esfumó. Saltando por encima del muro, su sombra letal desapareciendo en la noche de Wuhan.

Quizás aún estuviera hambrienta.
Quizás aún quisiera seguir cazando.
Quizás… y solo quizás, partió en busca de sus dos hermanas.
¿Quien podía saberlo? ¿Quien era lo suficientemente estúpido como para preguntárselo?

Dentro de la celda donde se había sembrado la sombra de la traición, tres figuras reposaban sentadas en el suelo frío, con la espalda apoyada contra la áspera piedra. Estaban exhaustos, física y espiritualmente, pero aun así se resistían a entregarse al sueño. A veces la mente se afianza en el desvelo aunque el cuerpo implore descanso; y aquella noche estaba hecha de esa clase de desvelos.

Vihaan sostenía a Grace entre sus brazos, abrazándola con una ternura que contrastaba con la crudeza del mundo más allá de los barrotes. Le besaba la frente con la delicadeza de quien teme que un gesto brusco pueda romper algo ya demasiado quebrado. La capitana, con los ojos abiertos y fijos en un punto muerto del vacío, navegaba a la deriva por sus pensamientos, perdida en la marejada de culpas, sospechas y dolor.

Yara, sentada a su lado, hacía rebotar una pequeña bola de goma - uno de los muchos tesoros que Bum-Bum le había traído del mercado de Shanghái - contra la pared. La pelota iba y venía con un ritmo hipnótico: de su mano a la pared, de la pared a su mano. Un ‘tic-tac’ improvisado que marcaba el paso del tiempo en aquella prisión donde las horas parecían inmóviles, suspendidas en un silencio espeso. El pequeño objeto saltaba describiendo arcos diminutos, golpeando la piedra, girando en el aire, regresando a la palma morena de Yara una y otra vez.

Pero el cansancio enturbia la puntería: en uno de los lanzamientos la yoruba apuntó mal y la pelota se perdió entre las sombras del rincón. Refunfuñó, se incorporó y avanzó hacia la oscuridad para recuperarla. Apenas dio dos pasos cuando se detuvo en seco. A su izquierda, tras los barrotes, algo se recortaba en la penumbra. Los guardias no estaban… o sí estaban, pero no precisamente de pie. Lo que estaba de pie era otra cosa. Era alguien.

Un estremecimiento le subió por la espalda cuando reconoció la silueta.
Pequeña. Firme. Inconfundible. Era él. Su pequeño.
No hijo sus entrañas, sino de su corazón.

Y precisamente, el corazón de Yara estalló en un latido único y brutal. La bola olvidada rodó por el suelo mientras ella corría hacia los barrotes con un grito que no llegó a salir de su garganta.
  • ¡Bum-Bum! - exclamó llena de felicidad, cayendo de rodillas frente a él - ¡¿Qué demonios haces aquí?!
Grace y Vihaan levantaron la cabeza al escucharla, incrédulos, creyendo por un instante que la yoruba había perdido la razón. Pero impulsados por la curiosidad, y posiblemente la diminuta esperanza que aún conservaban, se acercaron corriendo.
  • ¡Yo salvar familia! - sonrió el muchacho, aferrado a los barrotes - ¡Nadie quedar atrás!
Yara estalló en lágrimas de felicidad, lo agarró de la túnica con fuerza, la cabeza del pequeño golpeando contra los barrotes, con un ‘clonk’ que resonó dentro de la celda, mientras la furia maternal se mezclaba con besos y susurros de alivio.
  • ¡Diego, Perro! - exclamó Grace al verlos - ¡Estáis vivos!
Grace lloró también, esta vez de puro alivio y alegría. Mientras Diego abría la celda, el Perro asintió con una sonrisa ladeada.
  • ¡Somos huesos duros de roer, capitana! - gruñó - ¡Mucho se tiene que esforzar la guadaña si nos quiere coger con la guardia baja!
La puerta de la celda se abrió de golpe, chirriando sobre los goznes, y los abrazos nacieron y comenzaron a multiplicarse, desatados, furiosos. Lloros, risas y sollozos se entremezclaban en un torrente de emociones mientras todos se reunían. Cortés, Aibori, Isabella, Drake, Yrsa, Bhagirath… todos los que se mantenían en pie se agruparon, temblorosos pero vivos, formando un pequeño ejército de supervivientes, aferrándose unos a otros, aliviados de poder compartir la esperanza de estar juntos otra vez.
  • ¡Debemos irnos ya! - exclamó Wong, apartado de los abrazos - ¡Hacia las montañas, lejos de Wuhan!
  • ¡Partamos pues! - respondió el Perro con presteza - El resto aguarda cerca del río, esperando que volvamos… ¡Vamos! ¡No perdamos más tiempo!
Grace le sujetó la muñeca con fuerza, deteniéndolo en seco.
  • ¡No podemos irnos aún! - las lagrimas cortadas por el fuego ardiendo en sus ojos - ¡No sin Dante! ¡No sin mi hijo!
El Perro sostuvo su mirada y asintió con gravedad.
  • ¡Pues recuperémoslos! ¿Sabes dónde están? - Grace no respondió - ¡¿Alguien sabe dónde los esconden?!
Los murmullos estallaron entre los supervivientes: voces inseguras, tropezando unas con otras, llenas de miedo y urgencia. Cortés negó con la cabeza, Aibori apretó los dientes, Isabella se abrazó a si misma, instintivamente. Todos miraban a todos, esperando que alguno tuviera la respuesta que ninguno poseía. Wong avanzó entre ellos, su sombra proyectándose larga y firme bajo la luna, imponiéndose al murmullo como una presencia inevitable.
  • Lo siento capitana… tienes razón… - dijo el maestro, deteniéndose frente a Grace y clavando en ella una mirada seria, casi severa - Y además… también debemos recuperar las llaves. - El silencio cayó como un manto pesado. - En manos de Hong Long… No quiero ni imaginar de lo que sería capaz de hacer con semejante poder.
  • ¡Está bien! - intervino Diego, tomando el mando con decisión - ¡Separemonos! Un grupo irá en busca de los dos niños… y otro en busca de los objetos divinos.
  • Yo me llevaré al resto al río, junto a los que quedan en pie - asintió el Perro - ¡Rápido! ¡Que el tiempo apremia, muchachos!
Se soltaron de nuevo. Los abrazos se disolvieron, las manos apretadas se separaron, y el calor que compartían se desvaneció en un parpadeo. Habían pasado horas deseando sentir ese contacto, horas esperando volver a encontrarse, con la desesperación de quien sabe lo que es perderlo todo; horas que se habían estirado hasta hacerse eternas. Y ahora, de nuevo, en un instante, se veían obligados a separarse. La felicidad, las risas, los llantos dulces, habían durado apenas un parpadeo. Pues así era su vida: un constante retorno al peligro, a la lucha, al abismo.

“Así es para los que no nos rendimos jamás. Para los que… ¡nunca! dejamos a nadie atrás. Una vida de nervios tensados y de escasos momentos de sosiego. Donde reír es un regalo divino, y llorar, una absolución. Una vida en la que hombres honorables mueren atados a un poste… mientras miles siguen respirando un aire que no merecen. Una vida donde los instantes felices caben en los dedos de una sola mano, y los malos son tantos que ya no encuentro espacio en mi maldita memoria.

Así es la vida de la diezmada y exhausta Alianza de las Tres Banderas. Así es nuestra vida.
Una vida dura, peligrosa, inestable… ¡sí! Pero también la vida de la que jamás me arrepentiré de vivir… ni de haber vivido.”

Y así, mientras el Perro rumiaba aquella idea, oculto entre los juncos de la ribera del Yangtsé, junto a los pocos que aún seguían dispuestos a luchar - los pocos que continuaban en pie - aguardaron en silencio, con los nervios palpitando bajo la piel.

Una vez más, el cielo parecía burlarse de ellos. La noche se extendía tranquila, un remanso improbable de paz. Las nubes se habían retirado para dejar paso a la luna, como si comprendieran que su presencia debía ser vista por los mortales. La luz plateada se derramaba sobre el cauce del río, arrancando destellos al fluir sereno de la corriente. Los campos de arroz se perdían en la lejanía, más allá de todo horizonte imaginable. Y a lo lejos, erguidas como centinelas ancestrales, las montañas vigilaban la tierra: majestuosas, eternas, testigos impasibles de la voluntad del Perro y de todos aquellos que aún resistían a la tiranía.
  • Se acerca alguien capitán - susurró Caitlin a su lado - ¡Allí, por el camino!
El Perro apartó los juncos con su mano huesuda, para ver mejor. Al principio buscó la empuñadura de su espada al ver a un oriental acercarse. Luego recordó quien era y la retiró de inmediato.

Wong apareció corriendo como un vendaval desatado, tan rápido que daba la impresión de que su propio cuerpo intentaba alcanzar a sus piernas, como si hubiera perdido el control del orden natural del movimiento. La luna lo recortaba en silueta: la calabaza golpeando su cintura a cada zancada, emitiendo un ‘clonk, clonk, clonk’ ridículo y desesperado; una mano sujetando su sombrero de paja con la ferocidad de quien teme perder lo único que lo identifica; la otra aferrada a un saco enorme, abultado, tembloroso, que colgaba de su espalda como un botín recién robado. Uno metálico y extremadamente ruidoso.

En esa carrera torpe y vertiginosa, Wong tenía todo el aspecto de un ladrón de medio pelo que acabara de atracar una licorería en mitad de la noche y huyera sin mirar atrás, convencido de que el mismísimo infierno venía pisándole los talones. Su túnica ondeaba detrás de él como una bandera de derrota, sus sandalias golpeaban la tierra levantando pequeñas nubes de polvo, y de vez en cuando lanzaba miradas furtivas sobre su hombro, como si en cualquier momento fueran a surgir guardias gritando su nombre.

Una visión absurda. Ridícula.Y sin embargo, ahí estaba: el Sombrero de Paja, aliado improbable, héroe involuntario, espíritu libre… y, sin discusión alguna, el ladrón más ruidoso y evidente en veinte kilómetros a la redonda.
  • ¡¿Los recuperaste?! - preguntó el Perro mientras Wong se arrodillaba a su lado.
  • ¡Todo, viejo! - contestó recuperando el aliento tras una sonrisa imborrable - ¡Las llaves y vuestras armas!
El viejo capitán no le hizo falta olisquear. El hedor a alcohol lo invadía todo. Mientras el chino abría el saco, como si fuera navidad y San Nicolas trajera regalos para todos; Seamus lo miró con una sonrisa burlona.
  • ¡Veo que no has perdido el tiempo, para echar un trago!
  • ¡Nunca es mal momento, para ello, viejo!
Wong aflojó el nudo del saco con dedos torpes pero veloces - los mismos dedos que, probablemente, habían dejado sin alcohol a los soldados de Hong Long - y lo abrió de golpe. Un aroma a aceite, cuero curtido y acero emergió como un animal que llevaba demasiado tiempo encerrado.

Yrsa fue la primera en abalanzarse. Su mano enorme entró en el saco y, cuando salió, sostenía su martillo. El brillo de metal gastado parecía encenderse solo al volver a sus manos. La gigante sonrió, una sonrisa breve, feroz, casi tierna. Aibori no tardó. Sus dos espadas dobles aparecieron entre sus manos, largas, negras, mortales. Después su arco, que pasó sobre su hombro con un gesto suave, casi ritual. La guerrera inclinó la cabeza en silencio, como saludando a viejas compañeras. Bhagirath hundió el brazo hasta el fondo del saco y extrajo su talwar, la hoja curva que había cortado más vidas de las que el propio hindú era capaz de recordar. Al verla, exhaló lento, como si la espada le devolviera algo que había perdido. Halcón, por su parte, recibió su mosquete como quien recibe un hijo recién rescatado. Besó la madera oscura, comprobó el mecanismo, lo cargó en un movimiento fluido. Su único ojo ya estaba en el horizonte; su mente, en el primer disparo.

Cualquiera que hubiera paseado por aquel sendero, en aquel momento, y hubiera escuchado ese tintineo de metal, ese roce del acero, ese chasquido de las correas; hubiera pensado que tras los juncos aguardaba un ejército entero. Aquello no era el equipo de unos pocos. Era el eco anticipado de un guerra. Eran pocos, eran un ejército pequeño, sí, pero vivo. Decidido. Hambriento.

Cortés seguía hurgando en el fondo del saco con un gesto impaciente hasta que sus dedos chocaron con algo conocido, cálido pese al metal. Los puñales de MacFarlane. Los sacó despacio, con una reverencia que ningún sacerdote devoto podría haber igualado. Los observó un instante: sus formas retorcidas, los grabados casi borrados, la memoria de infinitos combates; y sonrió lleno de solemnidad.

Los levantó a la altura del rostro, cerró los ojos y besó cada hoja. Como su antiguo dueño siempre hacía. Fueron dos besos suaves, limpios, que contrastaban con las cicatrices de sus propias manos. Luego se los enfundó al cinto con un orgullo que dolía en lo más hondo del alma. “Quizás ya no estés entre nosotros, loco escocés”, pensó mientras apretaba las empuñaduras con los nudillos blancos. “Pero tus dos mujeres seguirán derramando sangre. ¡Te lo prometo, hermano!”

De repente, una explosión desgarró la noche: un estallido inmenso, brutal, que hizo vibrar la tierra bajo sus pies. El cuartel de Hong Long se convirtió en una llamarada ascendente, una columna de fuego que iluminó los arrozales como si fuera de día. Todos alzaron la cabeza a la vez, los músculos tensos, incorporándose de un salto, listos para lanzarse al combate. Todos sonriendo, excepto el recién llegado.
  • ¿Qué ha sido eso? - preguntó Wong viendo las llamas arrasarlo todo.
  • ¡Ojo por ojo! - gruño el Perro - Ojo por ojo…
Wong lo vio salir del escondite, su figura esquelética y a medio erguir poderosa y resistente. Cortés se detuvo delante de él un segundo, mientras todos seguían al capitán, armas alzadas, rabia ardiendo en las gargantas. El español le dio unos golpecitos en el hombro, con una sonrisa desquiciada.
  • ¡Bienvenido a la familia, Sombrero de paja! - dijo antes de salir corriendo.
Yrsa le tendió una mano, para ayudarlo a levantarse. Él se puso de pie y entonces, entre el fuego y el humo, los vio. Una imagen que recordaría para el resto de su vida.

Grace irrumpió corriendo entre las llamas, con Maverick llorando como un animal condenado, apretado contra su pecho, mientras su madre disparaba hacia atrás con una puntería nacida del puro instinto. A su lado, Vihaan cubría el avance con disparos rápidos, metódicos. Drake e Isabella corrían con Dante en brazos, el peso del niño equilibrado por la urgencia en sus rostros. Tras ellos, Diego y Yara escupían plomo sin descanso, convirtiendo cada bala en un salvavidas. Y en medio de todos… el pequeño Bum-Bum, riendo como un demonio, saboreando su última travesura envuelta en fuego.

El Perro y los demás salieron de los juncos como un solo cuerpo, decididos, feroces, listos para morir o matar.
  • ¡Wong! - gritó Grace, acercándose entre jadeos - ¡¿Hacia dónde?!
El chino se apretó el sombrero sobre la cabeza, aferró sus pelotas con una mano, para que no se escaparan corriendo y asintió con gravedad.
  • ¡Seguidme… conozco un lugar!
Y así, aquella familia de locos salió corriendo como una banda de bandidos en mitad de la noche, arrastrando tras de sí a un ejército armado hasta los dientes. Corrieron como almas llevadas por el diablo: hombres y mujeres con la determinación clavada en los dientes, caballos bufando nubes de vapor, cuervos surcando el aire como flechas negras, el oso polar embistiendo la oscuridad y el pequeño capuchino brincando entre hombros y monturas.

Corrieron todos.

Y en aquella estampida desquiciada había algo parecido a la libertad: ese relámpago salvaje que solo sienten los que huyen de la muerte con la misma fiereza con la que persiguen la vida. Una libertad que no concede treguas ni promesas, pero que, por un instante eterno, les abrió las puertas del mundo entero. Una libertad que ruge, que quema, que corta… y que, aun así, es lo único que vale la pena vivir.

En Wuhan quedó el cuerpo de MacFarlane, entregado al barro y al olvido, pudriéndose lejos de su tierra, lejos del viento que lo vio nacer y de las colinas que un día lo nombraron hijo. Allí quedó su carne, sí… pero nunca su esencia.

Porque su alma - esa llama que jamás aceptó apagarse - no entendía de tumbas ni fronteras.

Su espíritu indomable corría ahora con ellos, mezclado en cada respiración jadeante, en cada paso desesperado sobre la tierra. Era un latido más entre los suyos, una sombra fiel que aún empuñaba acero con ellos, riendo en mitad del peligro como solía hacer en vida.

Y mientras las piernas de aquellos locos rebeldes siguieran avanzando, mientras uno solo de ellos permaneciera dispuesto a desafiar la muerte una vez más… MacFarlane seguiría cabalgando a su lado.

Porque hay hombres que no mueren cuando cae su cuerpo,
sino cuando se agota el valor de los que lo recuerdan.

Y el escocés, testarudo como siempre,
se aferraba a la lucha con la terquedad de una montaña,
prometiendo en silencio que mientras hubiera guerra,
mientras existiera un solo corazón resistiendo…
él jamás… jamás sería polvo.

Continuará…
 
Capítulo 91 - Seppuku: Dos sombras vuelven a su hogar

Shinrei contemplaba el pequeño pueblo desde el tejado de tejas. Ya no vestía sus habituales ropas negras; no es que las hubiera tirado, o quemado como Grace hizo con el vestido que usó en la noche de Portobello, solo las había guardado. Quizás supiera, en lo más hondo de su corazón, que las volvería a necesitar algún día. Quizás supiera que, aunque completada su misión, no podría dejar del todo la oscuridad en la que había crecido. Ahora, sin embargo, había adoptado la apariencia de una aldeana más, perfecta para pasar desapercibida. Cualquiera que la hubiera visto - eso sí, no sobre un tejado - habría pensado que era una más entre la multitud.

Honrar la muerte de sus padres la había cambiado. Y aunque no fuera visible para los demás, ella lo sentía en lo más hondo de su pecho. Se notaba más ligera, con una calma nueva y unas ganas de vivir que jamás había sentido. Sabía, sin embargo, que aquella sensación no duraría para siempre, y por eso deseaba saborearla mientras pudiera. No se sentía más plena tras completar su venganza, ni más en paz consigo misma: era solo una frágil impresión de equilibrio, efímera y pasajera, pero mientras permaneciera, bienvenida fuera.
  • ¿Y bien? - preguntó sin levantar la cabeza.
Akuma acababa de llegar, vestida igual que ella, de incógnito. Pero sus pasos seguían siendo los de una sombra entrenada para no dejar rastro, ni emitir sonido alguno.
  • Un tabernero me ha dicho que hay un pueblo cerca de aquí - dijo Akuma sentándose a su lado - donde un hombre embarca tripulantes sin hacer demasiadas preguntas.
  • ¿Nos llevará a Japón?
  • No lo sé, Akane. No somos muy bienvenidas por estas tierras… Apenas me ha mirado a la cara cuando he preguntado.
  • Ya… - sonrió Shinrei - ¿Y hacia dónde debemos ir?
  • Hacia esa dirección - respondió Akuma, señalando.
No le hizo falta ni ver donde indicaba su dedo. Una mueca de sonrisa, invadió su rostro.
  • ¿Tú piensas que soy idiota? - soltó Shinrei sin mirarla.
  • ¿Por qué dices eso?
  • Yuki, me ofendes. Sé que no soy la mejor orientándome, pero solo necesito ver el río para saber que cada vez vamos más hacía el interior, y si queremos volver a casa debemos ir al este. Hacia la costa.
Akuma guardó silencio. También quería volver, pero su hogar ya no estaba en Japón.
Allí no quedaba nada para ella.
  • Quieres encontrarlos, ¿verdad? - insistió Shinrei.
  • Y quiero que vengas conmigo…
  • Eso no puede ser.
  • ¿Por qué?
  • ¿De verdad necesitas que lo diga en voz alta?
Tampoco respondió esta vez. Pues era consciente. El precio por apagar su sed de venganza, por permitir que sus padres descansaran al fin, había sido demasiado alto. La traición no se perdona en el Red Viper, ni en ningún barco, pirata o no.

De pronto, Shinrei se incorporó.
  • ¿Adónde vas? - preguntó su hermana.
  • Te ayudaré a encontrarlos… - murmuró, casi como un juramento entregado al viento - Y luego… cada una deberá seguir su camino.
  • Si tanta prisa tienes por irte… puedo hacerlo yo sola.
  • No llegarías lejos sin mi… y lo sabes…
Shinrei saltó del tejado con la ligereza de un pétalo que decide abandonar la flor antes de que el viento lo arranque. Cayó en silencio, como debía caer alguien que empezaba a aceptar que la vida, a veces, duele menos cuando una misma decide hacia dónde dar el siguiente paso. Akuma la siguió, sin una palabra, con ese andar suyo - esa mezcla de disciplina y tristeza - que parecía deslizarse más que caminar.

La noche olía a arroz húmedo y a humo; un velo tibio que las envolvía mientras avanzaban entre callejuelas estrechas y faroles que parpadeaban como luciérnagas cansadas. A lo lejos, el río murmuraba en su idioma eterno, recordándoles que todo fluye, que nada permanece; ni siquiera el dolor.

Akuma guardó silencio mientras observaba a su hermana alejarse unos pasos. La sola idea de separarse de ella era un abismo que no podía ni contemplar; era como imaginarse sin sombra, sin nombre, sin un lugar donde regresar. Shinrei era su último lazo con un mundo que ya no existía, el ancla que había evitado que su alma se deshiciera por completo tras la muerte de sus padres.

Pero aun así, su corazón tiraba en otra dirección. Porque sabía, con una certeza amarga pero firme, que debía volver con ellos. Con aquellos que habían sido su refugio cuando solo quedaba ceniza y oscuridad. Con aquella tripulación que, sin pretenderlo, había terminado amando a golpes de lealtad y espadas desenvainadas. Eran un hogar extraño, torcido, peligroso; pero su hogar al fin y al cabo.

Quizás - se dijo despacio, casi suplicándose - aún había tiempo. Quizás, mientras los buscaban, mientras recorrían caminos polvorientos persiguiendo un rastro incierto, podría hacer que Shinrei cambiara de opinión. Convencerla de que la traición no pesaba más que el amor. De que el castigo no podía borrar la hermandad. De que ninguna venganza valía más que seguir juntas.

O quizás no. Pero mientras quedara una mínima posibilidad, Akuma no pensaba rendirse. Porque perder a su hermana, no era una opción. Nunca lo sería.

Bhagirath se llevó una mano al muslo derecho, apretándolo con discreción, pero el leve gesto de dolor no pasó desapercibido. Vihaan, que avanzaba a su lado, lo notó de inmediato.
  • ¿Va todo bien, viejo amigo? - preguntó en voz baja.
El hindú negó con la cabeza, intentando restarle importancia.
  • No es nada, señor. Solo un pequeño calambre… se me pasará.
Vihaan desvió la mirada hacia los caballos, esperando ver alguno libre donde Bhagirath pudiera descansar un rato; pero no tubo suerte. En uno de ellos iba el Perro, tan agotado que, si daba dos pasos más, deberían cavar una tumba en el camino. En el otro montaban dos heridos graves, sujetos a duras penas, respirando como si cada bache del sendero pudiera ser el último.

Miró después al resto, los que aún caminaban. Nadie se quejaba, nadie pedía un alto, pero el cansancio estaba escrito en sus cuerpos como un lenguaje de hombros caídos, respiraciones rotas y pasos arrastrados. Era evidente que no podían continuar. Vihaan avanzó unos pasos, colocándose a la cabeza del grupo. Wong seguía marcando el ritmo con determinación; Grace lo seguía de cerca, dura y testaruda como siempre.
  • Oye, Grace - dijo al llegar a su lado - debemos parar y hacer un descanso.
Antes de que ella respondiera, Wong intervino.
  • No es buena idea detenernos hasta llegar a las montañas.
Vihaan negó con tranquilidad, pero con una firmeza que nadie le había escuchado en horas.
  • No vamos a llegar a las montañas, si no descansamos ahora.
Grace sabía que tenía razón y al mismo tiempo sabía que era un suicidio parar. Sentía en la nuca el aliento de sus perseguidores, ese instinto animal que nunca la engañaba. Miró hacia atrás. Los vio a todos destrozados, sosteniéndose unos a otros, caminando únicamente por terquedad, no por fuerza real. De golpe se detuvo. Al hacerlo, sintió como si sus piernas intentaran seguir avanzando por pura inercia, temblorosas. Elevó la vista.

A poca distancia, entre los arrozales oscuros, se alzaban un puñado de construcciones: cuatro casas campesinas, humildes, silenciosas, perdidas en mitad de la noche. Ese lugar sería su refugio por unas horas. Y, aunque sabía que el peligro los seguía de cerca, decidió que allí pasarían la noche. Porque antes de luchar, primero debían sobrevivir.

Se acercaron al pequeño poblado con pasos medidos, como si la propia tierra temiera delatar su presencia. Las casas de madera, humildes y dispersas entre campos de arroz, se alzaban bajo la luz mortecina de la luna. Cada sombra parecía moverse con vida propia, y ellos, cansados y exhaustos, avanzaban con la paciencia de quien sabe que cualquier ruido puede atraer problemas.

Decidieron refugiarse en uno de los graneros, sus paredes de madera crujían con cada viento, y el olor a paja seca llenaba el aire. Allí, finalmente, pudieron tomar un respiro. Yrsa, sin mediar palabra, se plantó en el centro y anunció que haría la primera guardia. Nadie discutió; la herrera siempre había tenido la capacidad de imponer su voluntad sin levantar la voz.

Wong se sentó en un lugar apartado, para poder seguir bebiendo mientras observaba en silencio a los demás. Sin poder evitar escuchar la conversación que mantenían Diego y Grace.
  • Ya lo sé Diego… Pero sin los barcos somos un blanco fácil, demasiado fácil… ¿Qué demonios vamos a hacer ahora?
  • Seguir a pie, no queda otra, pequeña. Se que es peligroso, pero es lo que tenemos…
  • Si al menos no llamáramos tanto la atención…
Wong no titubeó al escucharla.
  • ¡Tengo un plan! - exclamó de repente. Agarró el mismo saco vacío que había usado para robar el fuerte de Wuhan y se puso en pie - ¡Ahora vengo!
Ambos lo miraron confundidos, se sacaron las botas y dejaran que los pies se aireasen, hasta que el maestro regresó un rato después. Lo hizo cargando el mismo saco, aunque ahora parecía pesar más de lo que su tamaño le permitía. Lo abrió y empezó a sacar ropas de campesino: simples túnicas, pantalones holgados, pañuelos para la cabeza, algún que otro sombrero. Todos comenzaron a vestirse con las nuevas ropas, intentado transformarse en aldeanos cualquiera, para mezclarse con la normalidad en aquel mundo hostil que parecía los quisiera ver muertos a cada momento.

Cuando fue el turno de Yrsa, el resultado fue desastroso y cómico a partes iguales. La túnica le quedaba corta, los pantalones se enrollaban hasta las rodillas y el pañuelo sobre su cabeza parecía más un gorro de bufón que un accesorio de campesina. Intentó caminar con dignidad, pero cada movimiento parecía un intento de danza torpe.

Wong, observando como Grace negaba con la cabeza, soltó un bufido de risa.
  • Dije que tenía un plan… no un plan perfecto.
Todos estallaron en carcajadas contenidas mientras Yrsa hacía la boba, exagerando cada gesto, cada movimiento, hasta tal punto que incluso Bhagirath y el Perro, agotados a más no poder, pudieron sonreír de nuevo. Aquella pequeña broma, aquel instante de humanidad y de humor, les permitió olvidarse por un rato del cansancio, del miedo y de la guerra que los perseguía. Allí, en el granero, entre paja, risas y ropas ridículas, lograron robar un fragmento de paz, efímero pero necesario, antes de que la vida los obligara de nuevo a correr.

Akuma y Shinrei no tuvieron demasiadas dificultades para seguir el rastro de la tripulación. Tan solo debían seguir el caos y la destrucción que dejaban a su paso. Cuando llegaron de nuevo a Wuhan, las columnas de humo aún se elevaban sobre la ciudad, como dedos negros señalando al cielo. Permanecieron ocultas en la ribera, observando y escuchando. La torre izquierda seguía en pie, desafiando al tiempo, recordándoles la venganza cumplida y la traición ejecutada.
  • Fue necesario… - murmuró Shinrei al notar la mirada de su hermana fija en la torre - Sé que no estás de acuerdo, pero era una oportunidad que no podíamos dejar pasar.
  • Si hubieras esperado… si hubieras tenido un poco más de paciencia, no…
  • ¿Más paciencia? ¿De verdad?… Creo que las dos ya habíamos esperado suficiente, Yuki. Creo que nuestros padres ya…
  • Déjalo - la cortó Akuma, levantándose con brusquedad contenida.
Avanzó unos pasos silenciosos, comprobó que el sendero estuviera libre y salió del escondite. Se agachó, observando las pisadas marcadas en el suelo, siguiéndolas como una cazadora experta.
  • Han ido hacia las montañas… - susurró alzando la vista hacia el horizonte.
  • Pues vamos. No perdamos más tiempo - respondió Shinrei, seca - Acabemos de una vez…
Reanudaron la marcha. Lo hicieron en silencio, hablando solo para señalar un rastro o una dirección. Las dos cargaban con aquella sensación amarga de separación anticipada, como si ya se hubieran distanciado días atrás, en el momento exacto en que vengaron la muerte de sus padres. Shinrei, la más dura, la más fría de ambas, caminaba con una convicción férrea, como si nada de lo ocurrido pesara ya sobre su conciencia. Akuma, en cambio, aunque igual de firme, no lograba expulsar de su pecho la espina de la traición. La sentía clavarse con cada respiración, un dolor silencioso que ni siquiera se había aliviado al ver morir a Sir Reginald.
  • ¡En cuanto alcancemos ese risco! - anunció Wong señalando con el brazo - Podremos parar. El sendero se divide en muchos caminos, se vuelve rocoso y está lleno de cascadas. Perfecto para borrar huellas.
  • ¿Cuánto queda? - gruñó Vihaan, con los pies ardiendo.
  • ¡Nada! - respondió Wong con una sonrisa radiante - ¡Ánimos, compañía! ¡En un suspiro estaremos junto a un fuego y descansando como nos merecemos!
Todos refunfuñaron, pero siguieron avanzando.
  • ¿Ese chino no se cansa nunca o qué le pasa? - bufó el Perro, viendo a Wong trotar como si nada.
  • Al menos tú vas montado a caballo, viejo - rió Diego a su lado - Así que no tienes derecho a quejarte.
  • Sí, mi capitán - rezongó el Perro con falsa reverencia.
Lo que para Wong era “nada”, acabaron siendo horas y horas de travesía. Cuestas empinadas que arrancaban el aliento, rocas traicioneras que obligaban a medir cada paso. Y cuanto más se alejaban del mundo civilizado, más evidente se hacía el rostro salvaje de la naturaleza: duro, implacable, sin compasión… pero también hermoso, vibrante, lleno de vida.

Las montañas chinas se alzaban como colosos de piedra y niebla, plegándose unas sobre otras en un horizonte interminable. Sus laderas, cubiertas de un verde antiguo, abrazaban al Yangtsé, que serpenteaba allá abajo como una cinta de plata viva, rugiente y eterna. El río avanzaba entre barrancos profundos y escarpes que parecían querer cerrarse sobre él, como si la propia tierra deseara atraparlo.

Cuando entraron en la cueva y por fin pudieron sentarse, todos sintieron el mismo alivio, un suspiro colectivo que se mezcló con el eco de la piedra. Yrsa dejó caer su martillo a un lado y se desplomó contra la pared; Diego se desató las botas, gruñendo de placer al liberar los pies; Isabella acomodó a Dante, que ya dormía, cubriéndolo con una manta hecha jirones. Vihaan, agotado, se dejó caer cerca de la entrada, donde aún corría algo de aire fresco, mientras Halcón preparaba una pequeña hoguera, frotando pedernal y acero hasta que una chispa prendió la madera seca.

El fuego crepitó, proyectando sombras enormes en la roca. A través de la boca de la cueva, el atardecer transformaba el mundo: las montañas se teñían de rojo y oro, y el Yangtsé allá abajo brillaba como si ardiera por dentro. Poco a poco, el día fue apagándose, dejando un resplandor violeta suspendido en el cielo.
  • ¡Oye, Wong! - exclamó Grace mientras se frotaba las manos frente al fuego—. Esa montaña de la que hablas… ¿cuánto queda para llegar?
Wong, sentado sobre una roca con la calabaza reposando a su lado, levantó la vista con una sonrisa cansada.
  • Al paso que vamos, un par o tres de días, más o menos. En cuanto veamos Yichang ya lo tendremos casi todo hecho… Entraremos en las Tres Gargantas y subiremos a ver al anciano.
  • ¿Y por qué es tan importante ese anciano? - preguntó Grace, arqueando una ceja.
Wong se inclinó hacia adelante, bajando la voz como si compartiera un secreto que no debía viajar con el viento.
  • Él sabe cosas que nadie más sabe… Responderá vuestras preguntas y nos dirá a dónde ir.
Grace lo miró divertida, sin perder la dureza en los ojos.
  • Espero que no estés equivocado - dijo mientras sacaba su pistola para limpiarla - porque si lo estás… vas a echar en falta algo más que unas monedas.
Los dos rieron con cansancio, con ese humor que solo nace cuando el cuerpo está agotado y el alma, rota. Pero la risa se quebró de golpe. Un silencio espeso, casi físico, cayó sobre la cueva. Todos se quedaron inmóviles, mirando hacia la entrada, sin atreverse a respirar. Dos siluetas aparecieron entre la penumbra del atardecer. Akuma y Shinrei volvían a casa.

Por un instante nadie supo qué hacer. Sus manos buscaban armas por instinto, sus corazones dudaban. Eran aliadas pero también eran sombras, fantasmas que iban y venían con la muerte pegada a los talones. Ademas la sospecha de Vihaan irremediablemente se había corrido como la pólvora encendida, y se había afianzado en los corazones de todos. Pero la capitana no pudo evitarlo, se lanzó hacia ellas como un latigazo, como una madre que por fin alcanza a sus hijas tras una batalla interminable. Las abrazó a las dos con fuerza, con desesperación, con esa mezcla de alivio y rabia que solo conocen los que sobreviven a demasiados días malos.
  • ¿Dónde os habíais metido? - soltó entre sollozos, sin poder controlarlos - Creía que… creía que estabais muertas, maldita sea…
Pero ninguna respondió. Shinrei se mantuvo rígida como un poste, fría como siempre. Akuma tampoco movió un músculo. Sus ojos recorrían la cueva, contando. Identificando. Buscando. Los que quedaban. Los que no estaban. Entonces lo buscó a él, a MacFarlane. Y al no verlo… algo en su interior se quebró en un silencio que pesó más que cualquier grito.
  • ¿Dónde están los demás? - preguntó, casi en un susurro, como si temiera la respuesta más que a la muerte misma.
Grace dejó de llorar. Los sollozos se le atragantaron en el pecho. Se separó apenas unos centímetros, lo justo para mirarla a los ojos.
  • Muchos murieron en batalla… otros fueron… - la palabra le tembló en la lengua, como si quemara - ejecutados.
Akuma no respiró. No parpadeó.
  • ¿Y el escocés? - preguntó con la voz fracturada, sin disfraz, sin armadura.
Grace no pudo decir nada. Pero no hizo falta. La verdad se reflejó en sus ojos, en su silencio. Y entonces ocurrió algo que ninguno de los presentes - ni vivos ni muertos - olvidaría jamás. Akuma, la sombra implacable. La asesina de pasos invisibles. El hielo con forma de mujer, rompió a llorar. Pero no lloró como una guerrera vencida. Ni como una mujer fuerte permitiéndose flaquear. Lloró como una niña a la que por fin le arrancan la última persona que le quedaba en el mundo. Cayó de rodillas contra la piedra. Esta vez no cayó en silencio. El impacto resonó en toda la cueva, vibró en las paredes, subió por las montañas como un lamento antiguo. Se cubrió el rostro, pero no para ocultarse… sino para lastimarse. Se arañó las mejillas, se abrió la piel, dejó que la sangre se mezclara con las lágrimas mientras berreaba maldiciones guturales, primitivas, desgarradas. Un dolor que llevaba años esperando salir.

Todos se acercaron. Incluso Yara, que en ese momento confiaba menos en las gemelas que en una serpiente, sintió el impulso de consolarla. Se arrodilló a su lado, posando una mano temblorosa en su espalda, y después otra. Y luego Diego, Vihaan, Bhagirath, Cortés… uno tras otro la inundaron de abrazos, como si el dolor de Akuma fuera una grieta común que por fin los unía a todos.

A todos menos una.

Su hermana observó la escena desde la sombra. Inmóvil. Silenciosa. Inaccesible. Su mirada no mostró dolor ni sorpresa. Solo… decisión. Y sin pronunciar palabra alguna, sin hacer ruido, sin siquiera mirar atrás, dio media vuelta y se deslizó hacia la oscuridad de la montaña. Sabía que ése era el final. Sabía que no volvería a verla jamás. Y aún así, se alejó de ella.

Shinrei ya estaba a punto de perderse en la negrura de la montaña cuando algo la detuvo. No fueron solo los sollozos de su hermana, no fueron solo aquellas lágrimas que jamás creyó ver en su rostro… Fueron sus palabras. Palabras que no debían ser pronunciadas, que no eran ciertas, palabras que desgarraban el alma.
  • ¡Fue culpa mía! - gritaba una y otra vez - ¡Yo lo maté! ¡Yo os traicioné!
¿Por qué…? ¿Por qué estaba asumiendo una culpa que no le pertenecía? ¿Por qué lo hacía? Hubiera sido tan sencillo como esperar y echarle toda la culpa a ella. Hubiera sido tan sencillo como decir la verdad… Pero no. Hizo lo contrario. ¿Por qué…?

Por primera vez en su vida, Shinrei miró atrás. Desde donde estaba ya no podía ver a su hermana, solo el parpadeo de la hoguera dentro de la cueva… pero los gritos, los gritos sí la alcanzaban. Cada uno era un cuchillo afilado en el corazón.

Dentro, la capitana observaba a Akuma con una mezcla de horror y desconcierto, incapaz de comprender. Yara seguía a su lado, acariciándola para consolarla… aunque por dentro ardiera en deseos de estrangularla. Vihaan, con Maverick dormido en brazos, miraba a la japonesa con una tristeza tan densa que casi podía respirarse.
  • ¿Por… por qué dices eso? - balbuceó Grace, incapaz de hilar palabras.
  • Hice un pacto con Hong Long - susurró Akuma sin levantar la vista del suelo - Vosotros… a cambio de Sir Reginald.
El Perro, que creía que arrancar aquella vida le correspondía por derecho, preguntó:
  • ¿Mataste al inglés?
  • Eso no importa ahora… - murmuró Diego a su lado, apoyando una mano en su hombro para calmarlo.
Grace apretó los puños, sintiendo cómo la rabia le trepaba por el pecho como un animal.
  • Envenené a Halcón - continuó Akuma, la voz quebrada - para que no pudiera avisar de la emboscada… robé el bastón del anciano… Todo fue culpa mía. ¡Yo los maté a todos! ¡Yo soy la culpable!
Grace levantó la mano, cerrada en puño, dispuesta a estrellarla contra ella, dispuesta a matarla a puñetazos. Pero al verla hecha pedazos, temblorosa, derrotada… la abrió. Y con un esfuerzo titánico, bajó la mano hasta posar la palma en su cabeza. Su propia mano temblaba más que la misma Akuma.
  • Os traicioné… a cambio de cumplir mi venganza… Os traicioné y ahora están… están muertos.
Grace retiró la mano despacio. Muy despacio.
Una decisión pesadísima cayendo sobre ella como una losa.
Vihaan tenía razón. Yara tenía razón. Y ella misma lo sabía…

Akuma, su hermana. Aquella a quien amaba. Aquella que la había salvado más veces de las que podía recordar, con quien había sangrado, con quien había luchado, con quien había estado dispuesta a morir tantas veces… La había traicionado.

¿Qué hacer ahora? ¿Con qué autoridad decidir? Ya no tenía barco. Ya no había palo mayor donde colgarla, ni tiburones donde lanzarla. No podía… No podía hacerle pagar el precio de la traición. Y menos a ella. No con quien había sido parte de su alma. Pero aun así… una capitana debía decidir.
  • Atadla… - susurró, sin fuerza alguna.
Bhagirath y Aibori la miraron desde el suelo, paralizados, inseguros. Aquella orden no tenía la firmeza de siempre. No venía de la capitana… sino de una mujer rota.
  • ¡Atadla, he dicho! ¡¿Es que no me habéis oído?!
La ataron sin resistencia alguna. Akuma no opuso fuerza, no levantó la mirada, no hizo ni el más mínimo gesto por escapar. Dejó que Bhagirath y Aibori le sujetaran las muñecas con la cuerda áspera, como quien acepta una condena que sabe que merece. Su quietud era antinatural: una asesina legendaria, temida en medio mundo, convertida de pronto en un cuerpo inmóvil, rendido ante un juicio que aún no había comenzado.

Grace se apartó de todos, caminando hacia el fondo de la cueva como si cada paso hundiera su alma un poco más. Se apoyó en la roca fría, pero la aspereza no consiguió anclarla al presente. Su pulso golpeaba con violencia, como si quisiera escaparse del pecho. Tenía los ojos abiertos, demasiado abiertos, incapaces de parpadear. Y aun así no veía nada delante de ella. Solo una pregunta, gigante, hiriente, girando en su mente con la obstinación de un martillo: ¿Qué hacer ¿Debía castigar a Akuma? ¿Podía perdonarla? ¿Llegaría el día en que pudiera confiar en ella de nuevo? ¿Era aún su hermana de armas… o era la mano que había roto su tripulación?

Nada estaba claro. Nada tenía forma. La rabia, la pena, la culpa, la sorpresa… todas las sensaciones se mezclaban en una maraña insoportable.
Yara se acercó despacio, muy despacio, como si temiera que un movimiento brusco pudiera quebrar lo poco que quedaba de Grace. Su propio espíritu estaba tan pesado como el de los demás. Había visto traiciones, mentiras, cobardías… pero nunca una que desgarrara así una familia. Se detuvo a su lado, sin tocarla, sin hablar aún, sintiendo la tensión que llenaba la cueva como un humo denso.

Grace respiraba entrecortado, cada bocanada un esfuerzo. No era la capitana ahora. No quedaba autoridad en su postura. Solo una mujer rota ante lo que jamás creyó enfrentarse: la puñalada que llega desde el corazón que más querías proteger. Y Yara, con voz baja y un temblor que no intentó ocultar, abrió por fin la boca. Pero sus palabras, todavía por pronunciar, quedaron suspendidas en el silencio que envolvía la cueva… y a la decisión imposible que esperaba a Grace.

Y mientras Akuma las sentía susurrar, mientras veía las miradas de todos clavarse una a una en su piel como agujas invisibles, supo, con una certeza cortante, cuál iba a ser su destino. No necesitaba que Grace lo decidiera, no necesitaba que nadie lo pronunciara en voz alta. Estaba escrito desde hacía años, desde el mismo día en que vendió su alma por la promesa de la venganza.

Recordó entonces las viejas enseñanzas de su tierra. El Camino del Samurai, recto como una hoja recién forjada, sin desvíos, sin espacio para la duda. El Bushidō: vivir con honor, y si no se puede vivir con él… morir abrazándolo.

Cerró los ojos y respiró hondo, como si inhalara por última vez el mundo. El murmullo del viento entre las montañas, el crujido de las llamas en la hoguera, el llanto contenido de los que la rodeaban. Todo se grabó en su memoria como un legado final.

El Seppuku no era un castigo. Era una ofrenda. El derecho sagrado a limpiar el propio nombre cuando ya no quedaba nada más que ofrecer. Una despedida sin cobardía, donde la vida se entrega con las manos abiertas y la muerte se recibe de frente, sin temblar. Imaginó el ritual como si ya se estuviera desarrollando ante ella: La tela blanca extendida sobre el suelo. La daga - no para matar, sino para liberar - reposando en silencio, esperando su momento. La posición arrodillada, la espalda recta como un estandarte. El último aliento de dignidad.

Akuma no buscaba redención, era demasiado tarde para ella.
No buscaba el perdón, pues ni ella misma era capaz de perdonarse.
Tan solo buscaba recuperar una cosa… El honor.

Y deseaba que todos fueran testigos de ello, allí, en aquel preciso instante; rodeada de personas que había amado y traicionado por igual.

El honor depende del alma.
Su destino estaba sellado.
No por ellos. No por su hermana.
Sino por ella misma.

Y en ese instante, con la frialdad de quien acepta el fin sin oponer resistencia, Akuma alzó la cabeza. No temía morir, lo que de verdad temía era no ser digna. Y decidió que, había llegado el momento, moriría como lo que siempre había sido: Una guerrera del silencio. Una hija del acero. Una mujer que, incluso en la traición, elegiría la muerte antes que la deshonra.

Akuma sintió el murmullo a sus espaldas, los susurros que caían sobre ella como un manto de juicio. No necesitaba escuchar las palabras para comprenderlas: sabía cuál sería su destino. La traición, en su mundo, no tenía absolución posible. Y si el Red Viper ya no existía, si su capitana no tenía un barco desde el que dictar sentencia, entonces solo quedaba un juicio: el suyo propio.

El único que un guerrero verdadero no rehuye jamás.

Ahora seguía de rodillas, pero no como una prisionera, sino como una guerrera que acepta el último paso de su propio camino. Bajó la vista y observó sus muñecas atadas ante sí. Respiró hondo, una sola vez. Luego, con una precisión casi dolorosa, dislocó ambas articulaciones. No gritó. No tembló. Tan solo dejó que los huesos cedieran bajo la presión de su propia voluntad. Las cuerdas cayeron flojas, inútiles ante semejante determinación.

Y entonces se levantó.

El sonido fue mínimo, apenas un roce de tela, pero suficiente para que todos saltaran en pie de inmediato. Armas desenfundadas, acero desnudo brillando con la luz del fuego. La tensión fue inmediata, brutal, como si la cueva entera contuviera el aliento.

Akuma no apartó la vista de ellos mientras avanzaba despacio hacia donde reposaba su arma. Los miró uno a uno, en silencio, como si se despidiera a su manera. Cada paso parecía marcar un destino inevitable. Cada cruce de miradas apartó sables, pistolas y mosquetes que la apuntaban. Extendió la mano, tomó la katana, y cuando la desenvainó, todos dieron un paso atrás.

Pero no atacó. Esta vez no.

Se dejó caer de rodillas de nuevo, esta vez lentamente, acompañando su cuerpo con la respiración pausada y tranquila de sus pulmones. Con una delicadeza funesta depositó su espada enfrente de sus rodillas, acompañándola con una reverencia majestuosa. Luego se incorporo de nuevo, con esa parsimonia triste del que dice adiós para siempre.

Todos la contemplaron, rodeada por la luz, como si la propia hoguera quisiera alejarla de las sombras en su despedida. Su postura era perfecta: espalda recta, rodillas separadas, el filo de su espada afilada mirando hacia ella. Movió la funda del arma auxiliar, colocó cuidadosamente la hoja corta a su derecha. Inclinó el torso hacia adelante y posó ambas manos sobre sus rodillas. Era el ritual exacto, el que cualquier samurái reconocería incluso en sueños.

La preparación era un lenguaje en sí misma: la confesión, la sentencia y la ejecución unidas en un único acto silencioso. Nadie habló. Nadie se movió. Grace, a lo lejos, parecía una estatua. Yara se cubría la boca con las manos. Vihaan abrazó a Maverick con fuerza, como si eso pudiera protegerlo de aquel momento. El Perro tragó saliva sin comprender del todo el ritual, pero entendiendo el peso sagrado que caía sobre ellos.

Akuma cerró los ojos. Dejó que el aire entrara una última vez, profundo, lento, resignado.
Llevó la mano hacia la hoja corta… Y justo entonces, cuando estaba a punto de partir, una presencia oscura cortó el silencio.

Una sombra más entró en la cueva.

Entró como un espectro, como si la oscuridad la hubiera escupido. Avanzó sin prisa, sin emoción, sin un solo temblor en el cuerpo. Se arrodilló frente a ella, reflejo exacto de su postura, reflejo exacto de su rostro, reflejo exacto de su destino. El mismo ángulo de las rodillas, la misma distancia, la misma absoluta ausencia de duda. El mismo camino de venganza.

Ninguna sonrió.
Ninguna lloró.

No hubo palabras.
No hubo perdón.
No hubo reproche.

Solo una mirada.
Una mirada fría, vacía, sin alma.

La mirada de dos hermanas que habían cargado con demasiado peso durante demasiado tiempo. La última mirada entre armas y almas gemelas que ya no sabían si alguna vez habían sido algo más que eso: armas del destino.

Y entonces, al unísono perfecto de un ritual ancestral, cada una tomó su hoja.
Y lo hicieron.

Sin gritos.
Sin temblor.
Sin miedo.

El honor, al fin, saldado.

Sombra y Demonio se marcharon tal y como habían vivido: deslizándose hacia la muerte con la misma naturalidad con la que otros respiran. Sin una palabra, sin un grito, sin implorar perdón ni exigir comprensión. Más cercanas a la sombra que a la luz, más hechas de silencio que de carne.

Aquello era su esencia, y así eligieron extinguirla.

Akuma no delató a su hermana. No pronunció el nombre de Shinrei, no señaló su error, no compartió la carga. La ocultó, la guardó, la hizo suya. Por amor, sí, pero también por el honor que ambas veneraban: ese código que les había permitido sobrevivir cuando el mundo quiso romperlas. Ese mismo honor era, irónicamente, lo que ahora las empujaba hacia el filo.

Y Shinrei, al ver el acto de su hermana - esa última lealtad nacida de la sangre y del resentimiento, del cariño que apenas sabían mostrar - comprendió lo que debía hacer. Entendió que Akuma no podía morir sola. Que aquel camino incierto, tejido de venganza y sacrificio, debía cerrarse con dos pasos, no con uno. Por eso se arrodilló frente a su hermana.

Porque nunca hubo camino posible en el que una caminara sin la otra.

Akane y Yuki murieron lejos de su tierra. Murieron sin que una brisa japonesa acariciara sus mejillas, sin templos, sin cerezos, sin la voz de sus padres llamándolas por su nombre. Pero murieron rodeadas de su verdadera familia: aquella tripulación destrozada, herida, que las había acogido sin entenderlas jamás.

Murieron con dignidad, con honor, con el acero que las había hecho quienes eran.

Y cuando cayeron hacia adelante, sus cuerpos quedaron todavía de rodillas, erguidos, rectos, como si se negaran incluso en la muerte a doblegarse ante nada. La sangre brotó de ellas como un manantial joven y vivo, extendiéndose por el suelo de la cueva en un rojo profundo que parecía recordar, más que anunciar.

Todos los presentes las miraron, paralizados, sin saber qué palabra debía expandir ese silencio, si es que alguna podía hacerlo. Grace fue la primera en apartar la vista. Y lo hizo únicamente para poder respirar. Jamás había visto nada igual. Las amaba, sí, pero al verlas así comprendió que nunca había sabido quiénes eran en realidad. Ni de dónde venían, ni qué habían sufrido, ni cuántos secretos y heridas callaban bajo esa piel fría y letal. Quizás ellas tampoco lo sabían. Quizás solo en el filo encontraron por fin un reflejo de sí mismas.

Recordó entonces las palabras de Wong, dichas casi con sorna, pero cargadas de verdad “Quien sigue a la venganza ha de cavar dos tumbas” Y en ese instante, al ver los cuerpos de las gemelas, supo lo terriblemente cierto que era aquello. Recordó también lo que dijo Diego cuando murió Gregor Malvaric “El perdón es para los vivos, y mi hermano ya está muerto” Y se preguntó si algún día podría perdonar lo que hicieron Akuma y Shinrei. No encontró respuesta alguna en su alma, aún no. Solo un vacío doloroso, demasiado grande para llenarlo con palabras.

Pero sí pudo decir algo. Sí pudo alzar la voz - quebrada, rota, sincera - ante la cueva silenciosa, ante la hoguera moribunda y ante todos los corazones que ardían y sangraban a la vez.
  • Gracias, Akuma. Gracias, Shinrei. Por luchar a mi lado. Por sangrar a mi lado. Y por morir a mi lado. Descansad en paz… hermanas.
Envolvieron los cuerpos con una delicadeza que ninguno habría imaginado tener todavía en el pecho. Manos endurecidas por la guerra, por la pólvora, por el mar implacable, se movían ahora como si tocaran cristal. Yrsa acomodó los brazos de Akuma; Aibori hizo lo propio con Shinrei. Nadie habló. No hacía falta. El silencio era el único lenguaje digno para despedir a dos sombras que nunca pertenecieron por completo al mundo de los vivos.

Mientras unos preparaban los sudarios, otros se alejaron a cavar. Dos tumbas. Una al lado de la otra. Nada más. La tierra estaba dura por el frío de la madrugada, húmeda por la montaña, pero Bhagirath y Vihaan no se quejaron; Diego y Yara tampoco. El metal de las espadas entraba en la tierra con un sonido grave, casi sagrado, como si cada golpe marcara el ritmo del duelo.

Cuando el primer rayo del sol se filtró entre las copas del bosque, tiñendo de oro las hojas y de rojo la sangre seca de los sudarios, las bajaron a la tierra. Las dejaron reposar como si fueran espíritus, como si en aquel último instante todos entendieran que las dos hermanas jamás habían pertenecido a este mundo de hombres, sino a uno más antiguo, más oscuro, más fiel a la sombra que a la luz.

Las enterraron en silencio. Sin rezos, sin plegarias, sin una última palabra que pudiera romper la dignidad del momento. Solo el susurro del viento, el roce de las hojas, y la respiración contenida de quienes se quedaron un momento más, de pie frente a la tierra recién removida. Allí, en un rincón oscuro y silencioso del bosque, sin señales ni marcas, sin cruces ni nombres. Solo la tierra. Solo la sombra. Tal y como ellas hubieran querido.

La despedida terminó como había empezado: sin ruido. Uno a uno, los supervivientes se dieron la vuelta y se alejaron sin mirar atrás. No por falta de amor, sino por respeto. Porque ellas, las gemelas de hierro y silencio, jamás habrían permitido un adiós sentimental.

Cuando al fin el bosque quedó vacío, sin más huellas que las impresas en la tierra húmeda, sin más sonido que el murmullo del río a lo lejos, la maleza se movió en la penumbra. Una pantera surgió de entre la espesura. Negra como la medianoche. Silenciosa como un secreto.

La bestia se acercó despacio, olfateando la tierra recién removida. Su respiración era profunda, tranquila, como si reconociera aquel lugar. Como si entendiera.

Se tumbó sobre las tumbas con un suspiro grave, colocando su enorme cabeza sobre la tierra, protegiéndola, guardándola.
Una hermana despidiéndose de sus hermanas.

Y así, entre sombras, silencio y honor, las dejó descansar…
Por fin, pudieron descansar.

Continuará…
 
Interesantísima historia, un poco alejada de sexo y todas esas cosas, lo cual a mí no me importa.
Pues ya mismo se va a cruzar con la que creo que va a ser la mujer que le robe el corazón.
PD: A ver quién tiene cojones de aprenderse el nombre completo del protagonista.
Me gusto mucho, y muy morboso
Capítulo 4 - Nace una leyenda: El ‘Red Viper’

El clima en Bristol cambió sin aviso. El día, que horas antes había lucido radiante, se apagó de golpe. Nubes densas y pesadas se arremolinaron sobre el puerto, borrando el azul del cielo. El sol, oculto tras aquel manto gris, parecía rehuir la ciudad, como si presintiera la fatalidad que estaba por llegar.

La persecución había llegado a su fin. Hasta el final del muelle, y el carruaje que conducía Yara quedó atravesado, bloqueando el paso como una barricada improvisada. Ella y Bhagirath se habían plantado firmes, enfrentándose con fiereza a los hombres de la Compañía de las Indias Orientales que les disparaban sin descanso una mortal y veloz llúvia de muerte. Las balas silbaban, los golpes resonaban, y entre el caos, algunos marineros - hastiados y hartos de los salarios míseros y las condiciones que rozaban la esclavitud - se unieron inesperadamente a la batalla, cubriendo a los fugitivos con su propio fuego.

El puerto era un torbellino de humo, estruendo y gritos. Mercaderes y viajeros corrían despavoridos buscando refugio, mientras puestos de frutas exóticas y telas de seda venidas de oriente se volvían obstáculos improvisados en aquella danza violenta.
Y en medio de aquel pandemonio, Grace permanecía apoyada de espaldas contra el carruaje, cubriéndose del fuego enemigo. Al contrario de sus compañeros, una sonrisa calmada se dibujaba en sus labios. Sus ojos no se fijaban en el peligro inmediato a su espalda, sino en un tesoro mucho más grande que surgía en la penumbra del muelle: el Red Viper.

El bergantín esperaba paciente, como una bestia dormida a punto de despertar. No era un navío pirata al uso, aún no - sus velas, limpias y bien cuidadas, recordaban más a un barco mercante que surcaba rutas comerciales con diligencia y sigilo -, pero su porte era inconfundible: esbelto y firme, diseñado para la velocidad y la resistencia.
Su casco, de madera oscura y pulida, parecía absorber la poca luz que quedaba, reflejando destellos de rojo profundo en las tablas perfectamente encajadas. Dos mástiles se alzaban orgullosos contra el cielo gris, con un aparejo complejo y versátil, listo para capturar cualquier brisa y transformar el viento en poder.

Lo que hacía ese barco aún más especial era el lugar donde reposaba: justo en el mismo muelle donde antaño descansaba el Español Herrante, el legendario navío de Diego de la Vega, a quien Grace había llegado a considerar un padre. La coincidencia no pasó desapercibida para ella.

El nombre del barco - Red Viper- le trajo un recuerdo inmediato: el apodo que había tenido en su infancia, ese mote que la marcó como fuego rojo entre las sombras. Era como si el destino, con una sonrisa irónica, le guiñara un ojo y atara todos sus hilos para que aquel navío estuviera allí, amarrado y esperándola, justo donde debía estar, en el momento preciso.

No era solo un navío, sino una señal, un puente entre su pasado y su futuro que estaba a punto de conquistar. Grace sintió que aquel barco era más que un medio de escape: era la extensión perfecta de su espíritu rebelde y libre, el instrumento con el que escribiría su propia leyenda. El muelle ardía a su alrededor, pero para ella, el horizonte ya comenzaba a abrirse. El Bergantín la esperaba.
  • ¡Maldita sea, Red! - le gritó Yara a pleno pulmón al oído, mientras Gipsy le ayudaba a recargar sus dos pistolas de mano, rápidas y letales en manos expertas - ¡Deja de soñar y ponte a escupir fuego si no quieres acabar durmiendo con los peces!
Grace volvió en sí como si despertara de un sueño profundo. Asomó la mirada por encima del agujereado carruaje. Los enemigos cada vez estaban más cerca. Bhagirath, ha su derecha, seguía luchando con una furia implacable, como si peleara por venganza, castigando a aquellos hombres que habían robado y saqueado los tesoros más preciados de su tierra. Vihaan, por su lado, se escondía de las balas mientras intentaba liberar a los tres caballos negros como el carbón, temiendo que fueran alcanzados por el fuego enemigo. El viejo brahmán seguía sonriendo, como si aquel día fuera lo más emocionante que había vivido en su larga y silenciosa existencia.

Acostumbrada a situaciones donde la vida y la muerte se entrelazan, deshilando el fino hilo que las separa, Grace supo al instante qué hacer. Con un rápido movimiento azotó el lomo de los caballos con un látigo de cuero trenzado, obligándolos a salir disparados hacia el barco. Con un grito firme y claro, indicó a sus compañeros que la siguieran.

- ¡Rápido! Seguidme, hay que huir antes de que sea demasiado tarde.

El grupo la siguió, como si su voz fuera el destino que empujara sus valientes corazones. Comenzaron a correr, sin dudar ni un miserable segundo, hacia el navío. Siguiendo a la valiente pelirroja, la que se convertiría muy pronto, en su capitana.

Yara disparaba con ambas manos, su collar de cuentas de semillas y pequeños amuletos de cobre ondeando al viento, mientras gritaba palabras en yoruba, invocando a santos y espíritus que desde el más allá, protegían su alma. Bhagirath, con su gran espada curva en mano, arrebataba la vida de cualquier insensato que osara interponerse en su camino. Su turbante y su bigote, siempre perfectamente colocados, parecían la misma manifestación de su espiritualidad: calmada y serena, incluso en medio del fragor de la batalla.

Vihaan, agachado y ayudando al viejo brahmán a avanzar, miraba hacia atrás con terror, aún sin entender cómo todo se había desmoronado tan rápido y de forma tan brutal.

Grace tomó el timón con firmeza, la mirada dura y concentrada. El ruido de la batalla y el caos del muelle parecían diluirse a su alrededor mientras dirigía a su improvisada tripulación.
  • Vihaan!, encárgate de soltar las amarras! - ordenó con voz clara - Necesitamos que esos cabos estén sueltos para partir en cuanto estemos a flote!
Vihaan asintió, maniobrando con rapidez para liberar las cuerdas que ataban el bergantín al muelle.
  • Yara! - continuó - vigila la popa y cubre los costados. No dejes que los hombres de la Compañía se acerquen demasiado. Llama a tus Dioses si es necesario, pero mantenerlos a raya!
Yara ya estaba empuñando sus pistolas, su collar tintineando al moverse, lista para el combate.
  • Gipsy! - Grace giró la cabeza hacia el mono - sube a la cofa y desplega las velas! Avisa si ves algo extraño en el horizonte. Necesitamos ojos en las alturas!
El pequeño primate chasqueó la lengua y salió trepando con agilidad.
Grace volvió la vista hacia Bhagirath, que empuñaba su espada curva con serenidad pero con una furia contenida que parecía capaz de detener ejércitos.
  • Bhagirath! - le llamó - defiende la borda, valiente guerrero! Nadie entra en este barco mientras tú estés en él!
El viejo Sepoye asintió solemnemente, situándose en el tablón que daba acceso al navío con una presencia que parecía un muro infranqueable.

Entonces, la mirada llena de determinación de la valiente capitana, se posó en el viejo brahmán que permanecía parado en medio de la borda, sonriendo como si todo aquello fuera un juego.
Grace no pudo evitar fruncir el ceño y le gritó desde el timón:
  • ¡Viejo! ¿Me entiende cuando le hablo?
El brahmán asintió con una sonrisa tranquila, sin dejar de mirar el horizonte.
  • Pues mueve el culo y ponte a trabajar - replicó Grace con tono seco - Ayúda a izar las velas. ¡No vamos a salir de aquí arrastrándonos!
El viejo finalmente se puso en movimiento, sus arrugas se tensaron con concentración mientras se dirigía a la jarcia para comenzar a preparar el bergantín para zarpar.

El Red Viper comenzó a deslizarse lentamente desde el muelle, sus tablas crujiendo bajo la tensión mientras la tripulación aceleraba los preparativos. A su alrededor, Bristol era una zona de guerra: el humo de los disparos teñía el aire de gris, y el estruendo de mosquetes y pistolas rompía el silencio con un ritmo frenético.

Desde la cubierta, Grace sentía el corazón latir con fuerza, sus ojos escudriñando el caos. En tierra, los marineros rebeldes seguían enfrentándose con valentía a los hombres de la Compañía, espada y pistola en mano, sus rostros ardían de rabia por la injusticia y la promesa de libertad. Algunos caían entre gritos y disparos, pero otros resistían con feroz determinación.

Un grupo de mujeres y hombres que habían decidido apoyar a la fugitiva tripulación gritaban y animaban la huida, conscientes de que estaban presenciando algo más que un simple escape: el despertar de un atisbo de esperanza en sus maltrechos corazones.
Los caballos, libres ya de sus ataduras, relinchaban nerviosos mientras Vihaan tiraba de las riendas para calmarlos. Yara, firme en la popa, descargaba fuego sobre los atacantes que osaban acercarse, cada disparo una promesa de protección.

En el Red Viper, las velas comenzaron a desplegarse, izadas con rapidez y precisión gracias a la ayuda del viejo brahmán y la agilidad de Gipsy, que desde la cofa señalaba la retirada de los enemigos.

El viento, como aliado invisible, empujaba suavemente el bergantín fuera del muelle, hacia aguas abiertas. La madera vibraba bajo el oleaje, y la proa cortaba el mar con voracidad, dejando atrás el bullicio, el peligro y la tierra que poco a poco se hacía pequeña en el horizonte.

Grace, desde el timón, lanzó un último vistazo hacia el puerto en llamas, sintiendo una mezcla de triunfo y melancolía. El Red Viper, con su nombre lleno de promesas y viejas heridas, navegaba hacia un destino incierto, bajo la sombra del pasado y la promesa de la libertad.

La jóven capitana murmuró un nombre con una sonrissa en su rostro. Por fin, había cumplido su promesa.

La noche cayó lenta y plácidamente sobre el vasto océano. El mar estaba calmado y el viento soplaba a favor. Los rizos rojizos y ondulados de Grace se balanceaban al compás de la brisa, mientras en sus labios asomaba ese aroma a sal que tanto tiempo había anhelado volver a sentir.

- ¿De qué estarán hablando? - le susurró Yara desde atrás, ofreciéndole un trago de una botella de ron medio vacía.

Grace observó a Vihaan discutir con su sirviente en la proa del barco. Hablaban en voz baja, casi en susurros, y de vez en cuando dirigían miradas hacia las dos mujeres situadas al otro extremo de la cubierta, frente al timón.
  • Habrá que averiguarlo - sonrió Red, dejando que su amiga tomara el mando del timón.
Mientras cruzaba la cubierta mojada para acercarse, no pudo evitar escuchar las últimas palabras de Bhagirath, antes de que la conversación terminara abruptamente al notar su presencia.
  • Por eso, señor, no podemos confiar en esas mujeres...
  • Buenas noches, caballeros. ¿Todo bien? - preguntó la capitana con firmeza y una sonrisa que ocultaba sus verdaderas intenciones.
  • Ah, hola, Grace... sí, todo bien, no te preocupes -respondió Vihaan, esforzándose por sonar amable.
Su sirviente, sin embargo, no parecía compartir esa calma. Aunque guardaba silencio por respeto, su rostro delataba claramente su desconfianza.
  • Señor Bhagirath, veo que usted no opina lo mismo.
  • Deberíamos volver - masculló molesto, mirando en dirección contraria.
  • ¿A Bristol? ¿Volver al puerto? - Grace soltó una carcajada - ¿Ha perdido la cabeza? Un bergantín contra toda la flota de las Indias Orientales… no duraríamos ni dos minutos vivos. Sería como soltar una oveja en una guarida de lobos.
De repente, el bigotudo shudra se giró y la miró directamente a los ojos.
  • Mi señor tiene todas sus pertenencias ahí, junto a las mías, por si no lo recuerda. Y entre ellas están todos sus estudios y apuntes sobre el Sundra-Kalash… años de investigación tirados a la basura porque usted no sabe contenerse - dijo señalando con la mirada al viejo sabio.
  • ¿Cómo dice? Pasó lo que pasó por salvar al viejo saco de huesos y lo hize porque su señor - acentuó esa palabra con tono irónico y burlesco - me lo pidió.
  • ¡Ja! - respondió Bhagirath cruzándose de brazos - Curiosa forma de entender eso de salvar a alguien. Pone en riesgo la vida de cuatro personas por una sola.
Gipsy saltó al hombro de la capitana mostrando los dientes de forma amenazante.
  • Bueno, sí… disculpa, peludo amigo, tienes razón. De cuatro personas y un mono capuchino - murmuró el bigotudo sirviente.
  • ¿Y qué quería que hiciera? ¿Bajar amablemente, hacerle una reverencia a Sir Reginald y pedirle que me entregara a su rehén?
  • No diga estupideces - replicó Bhagirath negando con la cabeza en señal de desaprobación - Podría haber probado otras opciones y no arreglarlo todo sembrando el caos y la destrucción como si fuera el mismísimo Shiva. Debería pensar antes de actuar, su vida sería menos desastrosa.
Grace se puso roja como los mechones de su pelo y alzó el dedo señalándolo con desprecio.
  • ¡No se atreva a juzgarme, señor! ¿Usted sabe algo de mi vida, acaso? No todo el mundo puede permitirse el lujo de ser refinado y educado. Algunas no hemos tenido el privilegio de nacer en una cuna de oro, donde todo nos viene servido.
El sirviente rompió la calma que siempre presidía sus actos y se encaró a la capitana.
  • Si no quiere ser juzgada, no juzgue. Porque usted tampoco tiene la más mínima idea de por lo que he pasado, ¿entendido?
  • ¡Ehh! ¡Basta! Haya paz, por favor - dijo Vihaan separándolos - Los manuscritos no importan, viejo amigo - añadió con una sonrisa tranquila, golpeándose suavemente la sien con un dedo - Tengo esas palabras grabadas en el cerebro como si fueran un tatuaje invisible. Además, los únicos documentos que realmente necesitábamos ya los robamos de la biblioteca. Y el viejo… - miró al brahmán, que contemplaba el oscuro horizonte sin perder esa sonrisa de sabiduría eterna - creo que es la clave para descifrarlos.
Bhagirath, con el ceño fruncido y la mandíbula tensa, negaba con la cabeza, cada vez más molesto. Su voz sonaba áspera y sin contemplaciones mientras descargaba todo lo que pensaba de aquellas dos mujeres.
  • No se ofenda, señor, pero creo que deberíamos bajarnos en el siguiente puerto que encontremos y separarnos de esas dos ‘señoritas’ - imitó el mismo tono burlesco de Grace - Solo ansían vaciarle los bolsillos para gastárselo en alcohol en una sucia taberna de mala muerte.
  • ¡Maldito bastardo! - gritó Grace, desenfundando su arma con una rapidez feroz, sus ojos chispeando como brasas al rojo vivo.
Pero antes de que el acero pudiera chocar, un fuerte estruendo rompió la calma del silencioso mar, sacudiendo la noche y el corazón de todos.
  • ¿Qué ha sido eso? - preguntó Vihaan, buscando respuestas en los ojos de la capitana.
Bhagirath, con la mano firme sobre la empuñadura de su talwar - una espada curva con la hoja bruñida y gastada por años de batallas - giraba la cabeza de babor a estribor, intentando avistar por dónde podían venir los navíos enemigos.
  • ¡Cálmese! - dijo Grace, rodeándole la muñeca con una mano firme - El ruido viene de la bodega.
Sin perder un segundo, los tres cruzaron la cubierta resbaladiza, zigzagueando entre cabos y barriles, hasta llegar a la puerta situada bajo el puesto de mando, la que conducía a las entrañas del Red Viper. Vihaan, antes de entrar, alzó la vista hacia Yara en el timón: lo sujetaba con ambas manos, su cuerpo balanceándose con el vaivén del mar, mientras tarareaba una melodía espiritual dedicada a algún dios de nombre impronunciable.
  • Yara! - dijo Vihaan, señalando el firmamento - ¿ves aquella luz fija, alta sobre la proa?
  • ¿La que no parpadea tanto como las otras?
  • Sí exacto, es la Estrella Polar. Mantenla siempre un poco a tu izquierda, lo justo para que su reflejo caiga fuera de la línea del bauprés. Así navegaremos directo al oeste.
  • ¿Y si las nubes la esconden?
Vihaan sonrió.
  • Entonces busca a Vega, la que brilla como una joya azulada, y a Altair, que parece querer alcanzarla. Ellas te recordarán dónde está el oeste, aunque el cielo se tape.
Yara apretó los dientes y giró el timón con la precisión de una costurera guiando la aguja. El mar, negro y profundo, parecía abrirse para dejarles pasar. Vihaan asintió con un gesto breve, y sin más palabras empujó la puerta hacia la oscuridad que olía a sal, madera húmeda… y algo más.
El Red Viper por dentro era como una serpiente dispuesta para la guerra: pasillos estrechos, paredes de madera reforzada con hierro, el aroma denso de brea y sal clavándose en la nariz. Entre las vigas, colgaban redes con barriles de pólvora y balas, listos para alimentar los cañones que reposaban en la cubierta baja: ocho piezas de bronce a cada lado, bruñidas y amenazantes, que parecían relamerse ante la idea de escupir fuego.

La bodega principal estaba iluminada por una lámpara de aceite que oscilaba con cada vaivén del barco. El olor golpeó primero: un perfume cálido y profundo, mezcla de roble viejo, turba y un leve toque de miel. Allí, apilados como un tesoro líquido, descansaban decenas de barriles marcados con fuego: "Mac Tíre’s Finest, Single Malt, Aged 18 Years". La madera estaba oscurecida por los viajes y por pequeñas filtraciones del whisky que, como sangre dorada, se deslizaban por las vetas.
  • Esto… - dijo Vihaan con un silbido - debe valer una fortuna.
Bhagirath, aún con gesto incrédulo, se inclinó sobre uno de los barriles que habían caído sobre el suelo, provocando el ruido, como si esperara que le contestara.
  • La pregunta es: ¿a dónde demonios pensaban llevarlo? - murmuró mientras los ponía de pie y los ataba junto al resto de la carga.
Grace ya no escuchaba. Había encontrado un fajo de documentos entre dos barriles, sujetos con un cordel. El albarán estaba escrito en una caligrafía apretada, manchada por salitre. En el apartado de “Remitente” leyó un nombre que le heló un instante la sangre para luego acelerársela: Seamus O’Driscoll, lo conocía de oídas… un irlandés con más delitos que dientes y fama de vender su propia madre si el precio era bueno. En la parte inferior, el destino: Cape Clear Island.

El sonido del dinero, del buen dinero, retumbó en su cabeza como un tambor de guerra.
Vihaan se acercó, curioso, inclinándose para leer el papel.
  • ¿Has descubierto algo?
Grace solo asintió, con una media sonrisa que olía a planes peligrosos. Y sin decir más, subió a cubierta como una ráfaga.
  • ¡Yara! - gritó - ¿Hacia qué rumbo navegamos? ¿Qué estrella sigues?
La joven timonel se encogió de hombros, con Gipsy amarrado sobre el timón, y contestó:
  • No me acuerdo de los nombres de las estrellas que me dijo Vihaan… pero seguimos derechos.
En ese momento salieron Vihaan y Bhagirath de la bodega. El sirviente indio llevaba en la mano una botella recién abierta; el corcho colgaba de sus dedos. Se atrevió a probar un sorbo del elixir dorado, que olía a turba, humo y un toque de manzana asada.
  • Mmm… quema como un demonio, pero calienta el alma - gruñó con aprobación.
Vihaan miró a Grace con calma.
  • Si quieres ir al oeste, vas en buena dirección… aunque no sé si es el destino que tienes en mente.
Grace le respondió con una sonrisa enigmática, tan ambigua que el joven astrónomo no supo si era una promesa, una amenaza… o ambas cosas. Subió con paso firme al puesto de mando y tomó el timón como si fuera el cetro de un trono robado.

Se chupó el dedo índice y lo alzó al aire, ofreciéndolo a la noche cerrada como si negociara con la propia oscuridad.
  • Sopla el Poniente - anunció con voz segura - Si ‘el viejo del mar’ nos sonríe, y nos favorece, mañana al atardecer estaremos viendo las costas de Irlanda.
Desde cubierta, Bhagirath frunció el ceño.
  • ¿Irlanda? - rugió - ¿Qué demonios vamos a hacer ahí?
Grace lo miró de reojo, con una chispa de resentimiento por la discusión anterior, pero también con un brillo voraz en la mirada.
  • Nadar entre montañas de soberanos de oro, bigotes.
Bhagirath soltó una carcajada corta y amarga antes de darle otro trago al elixir dorado. Luego, inclinándose hacia su señor, murmuró en su lengua:
  • ¿Lo ve? A esa mujer solo la mueve el ansia de oro.
Vihaan no respondió. El viento agitaba el cabello rojizo de Grace, y él no podía dejar de verla allí arriba, altiva y luminosa como una reina de los mares, repartiendo órdenes y organizando los turnos para timonear el navío.
Entre Grace, Yara, Vihaan y Bhagirath se turnaban el mando del Red Viper, asegurando que todos pudieran descansar. Al mediodía del segundo día de trayecto, Grace salió a cubierta, bostezando y con un leve cansancio reflejado en sus hombros. El sol alto acariciaba la madera del navío y la brisa salada le revolvía el cabello. Durante un instante, se quedó mirando a Vihaan al timón, con su sonrisa amplia, recibiendo el viento como quien recibe una bendición.

De pronto, un gruñido ronco se escuchó desde la cofa. Gipsy, inquieto, agitaba las garras y lanzaba chillidos cortos. Grace levantó la vista, y el pequeño vigía le hizo señas con los dedos. Sin pensarlo, corrió hacia proa, moviéndose entre cabos y barriles con la agilidad de quien lleva el mar en la sangre.

Apoyó las manos sobre la borda y entornó los ojos para protegerse del sol. Allí, tras un velo de bruma, la isla fue revelándose poco a poco. Acantilados cubiertos de un verde profundo caían a pico sobre un mar que rompía en espuma blanca. Más arriba, manchas de brezo púrpura moteaban el paisaje, y en la cima de todo, orgulloso, un faro blanco se alzaba como un guardián. Gaviotas y alcatraces giraban en círculos sobre la costa, y al fondo, un puñado de casas de piedra con techos de paja parecían encogerse ante la inmensidad del Atlántico.
  • ¿Has visto algo, capitana? - gritó Vihaan desde popa.
  • ¡Tierra a la vista! - contestó ella, sin apartar la mirada - En breves, llegaremos a Irlanda.
Volvió a cruzar la cubierta y tomó los mandos del timón.
  • Puedes descansar, marinero. El último turno lo haré yo.
Vihaan asintió, pero antes de bajar a la cabina, se quedó mirándola en silencio.
  • ¿Sucede algo? - preguntó ella, girándose apenas.
  • ¿Qué tienes previsto hacer cuando lleguemos a tierra?
Grace guardó silencio unos segundos, contemplando el horizonte con media sonrisa.
Dos caminos se abrían ante ella, tan distintos como el día y la noche. Uno le ofrecía la posibilidad de vender la carga y llenarse los bolsillos de oro. El otro, embarcarse junto a aquel extranjero medio loco hacia lo desconocido.

Aquella sensación era nueva para ella: por primera vez en su vida, podía elegir. Hasta entonces, su destino siempre había estado escrito por otros, con un único interrogante: cómo llegaría su final. ¿Sería acuchillada en un callejón mugriento o moriría a golpes tras ser ultrajada?
Ahora, por primera vez, tenía algo que perder y algo que ganar. Y con ello, una pregunta que la quemaba por dentro:¿Qué hacer?, ¿Qué camino escoger?

Su espíritu era bravo e impetuoso, curioso como un gato que nunca deja de explorar, vivaz como un mono jugueteando entre las ramas, y letal como el veneno de una víbora al acecho.
  • Necesitabas un barco y lo he conseguido, ¿verdad?
Vihaan asintió.
  • Pues entonces, también necesitarás una tripulación - añadió, clavando en él sus ojos brillantes - La capitana ya la tienes, loco amigo.
La chispa volvió a encenderse en la mirada del joven astrónomo. Vihaan comprendió entonces que, más allá del dinero y la abundancia, lo que a ella la movía era lo mismo que a él: el ansia de aventuras, de nuevos horizontes… el hambre insaciable de libertad.

El Red Viper se deslizó lentamente hacia el muelle de Cape Clear, un puerto envuelto en niebla y misterio, donde los negocios turbios y las puñaladas a traición se entrelazaban como cadenas oxidadas. Las casas de piedra estaban gastadas por el viento y el salitre, y las tabernas vomitaban humo y risas ásperas en la noche. Allí, la ley era un susurro que pocos respetaban y la moneda se cambiaba con miradas de desconfianza.

Yara, al ver el panorama, murmuró entre dientes palabras en yoruba, pidiendo protección a sus orishas. Sus ojos brillaban con una mezcla de temor y determinación mientras saltaba ágilmente al muelle para empezar a atar las amarras del barco.
Desde cubierta, Grace la silbó con una sonrisa ladeada, y le susurró:
  • ¿Lo has hecho?
  • Sí - respondió Yara, con una mirada llena de picardía que hablaba más que mil palabras.
Al desembarcar, un hombre delgado, con pocos pelos en la cabeza y unas enormes gafas redondas que reflejaban la luz del día, se acercó con papeles arrugados en la mano. Masculló con voz áspera, la boca tan sucia como la ropa que llevaba:
  • El Red Viper, por fin… - dijo, mirando a Grace de arriba abajo - ¿Dónde están los hermanos Cooper?
Grace tardó un instante en responder. Su mente trabajó rápido, buscando una excusa creíble. Ese barco no era suyo; lo había robado. Pero no podía dejar que ese hombre lo supiera.
  • Los hermanos están en el pueblo, arreglando algunos asuntos antes de recoger la nueva carga. Me dejaron al mando para entregar los documentos y asegurar que todo esté en orden para el desembarco.
Bhagirath, a unos metros de distancia, miraba extrañado a Vihaan:
  • ¿Por qué tenemos que ir vestidos así? - preguntó, señalando sus ropas ya gastadas y humildes, muy lejos de las lujosas prendas traídas de la India. El bigotudo no obstante, no había cedido a quitarse el turbante; sus dioses no se lo perdonarían jamás.
Vihaan sólo sonrió, aceptando la incertidumbre del destino con calma.
El hombre de las gafas frunció el ceño y, mirando con recelo a Grace, replicó:
  • Ya veo… Y dígame, ¿cómo está el viejo Cooper?
Grace contestó con naturalidad:
  • Bien, aunque un poco maltrecho. La gota, ya sabe.
  • La gota, ¿verdad? - el hombre dio una patada al suelo, molesto - ¡Halcón! - gritó, dirigiéndose a un tipo gordo y borracho que dormitaba junto a un montón de cuerdas y barriles - ¡Gordo pendenciero, despierta, vamos!
El tuerto se levantó de un salto, erguido y firme, como si el riguroso entrenamiento de la marina aún gobernara sus movimientos. Tenía un parche negro sobre el ojo izquierdo, y un halcón tatuado que asomaba por encima del cuello de su camisa.
  • Ve a buscar al jefe. ¡Rápido!
El gordo desapareció corriendo entre las sombras y los edificios, adentrándose en el pequeño pueblo que parecía latir con vida propia a lo lejos.
  • ¿Algún problema? - preguntó Grace con calma, mirando al hombre de las gafas.
Él sonrió, una sonrisa cruel, semejante a la de una hiena carroñera. El viejo Cooper llevaba años siendo pasto para los gusanos.
En ese instante, la capitana recordó las historias que había escuchado en Bristol sobre Seamus O’Driscoll, el hombre que apodaban “El Perro”. Un tipo conocido por perseguir a sus presas sin descanso, y una vez atrapadas, jamás soltarlas.

De entre las sombras del muelle emergió el temido contrabandista, un hombre que había trepado desde la pobreza con la tenacidad de un lobo hambriento, pero sin perder ese aire desgarbado y torpe que delataba su origen humilde. Alto y delgado, parecía una figura recortada contra la bruma, con una pierna amputada que apenas ocultaba bajo un pantalón remendado y sucio.

De la comisura de sus labios colgaba una pipa humeante que nunca parecía apagarse, como si el humo fuera parte de su sombra.
Su rostro severo estaba marcado por cicatrices del tiempo y la mala vida, con cejas tupidas que se fruncían en una expresión permanente de enfado y dureza. Sus ojos eran como dos brasas ardientes, siempre alertas, evaluando el mundo con la frialdad de un perro de ataque.
  • ¿Qué coño quiere Snatch? Maldito imbécil! - gruñó con voz áspera, dirigiéndose a la hiena, su subordinado, mientras señalaba con la mano el lugar donde se habían reunido - Siempre lo mismo, me llaman constantemente por tonterías cuando podría estar en otra cosa más provechosa.
La hiena se acercó y susurró algo al oído de Seamus. Al instante, el hombre clavó su mirada de hierro en Grace, la joven capitana, como si fuera una presa a punto de ser cazada.
  • ¿Cómo te llamas, muchacha? - le preguntó con tono áspero, casi ladrando.
Grace alzó la barbilla con orgullo y respondió clara y firme:
  • Grace O’Malley, un placer señor!
Los marineros que se habían agrupado alrededor de Seamus, semejantes a cachorros nerviosos alrededor de su madre perra, estallaron en risas burlescas al escuchar aquel nombre. Sin embargo, “El Perro” alzó una mano y lanzó un gruñido corto y seco, un ladrido que ordenó silencio absoluto. La risa se cortó de golpe y el muelle se sumió en un silencio pesado, casi sepulcral.

El Perro dio unos pasos hacia ella, su pata de palo golpeando el muelle con un ritmo seco y lúgubre, como campanas que anuncian la muerte. Su delgada mano sujetaba la pipa humeante, mientras sus ojos ardían con una mezcla de curiosidad y amenaza, escudriñando cada centímetro de Grace, buscando algo oculto tras su mirada.
  • Un nombre peligroso el que llevas, muchacha - musitó, casi susurrando - Feroz, sí… y con muchas historias a sus espaldas. Pero también muy peligroso… - una bocanada densa de humo se deslizó entre ambos, envolviéndolos en un instante de tensión - ¿Tienes lo que hay que tener para llevarlo con orgullo?
Sin dudar, Grace desenvainó su arma con un movimiento ágil y firme, presionándola contra su cuello.
  • Puedo demostrárselo ahora mismo si quieres, Perro! - masculló, dejando que esa llama en sus ojos brillara con toda su fuerza.
Seamus O’Driscoll contempló esa chispa indomable, y una sonrisa torcida se fue dibujando en su rostro desgarbado. Luego rompió a reír, una carcajada profunda y contagiosa que resonó en el muelle. Sus cachorros, sorprendidos y confundidos, comenzaron a guardar sus armas, imitando las carcajadas de su líder, con torpeza y respeto.
  • ¡Snatch! - ordenó - Llévalos a la cantina. Quiero hablar de negocios con esta preciosa mujer.
  • Pero señor… - titubeó el viejo de las gafas.
  • ¡A la cantina ya! - gritó El Perro mientras cojeaba y se alejaba por el muelle, dejando tras de sí un eco amenazante.
Todas las tabernas del mundo son iguales, pensó Grace mientras cruzaban el umbral. Podías estar en la otra punta del mundo y reconocer al instante el olor a sudor, alcohol barato y madera podrida. El estrépito de peleas que explotaban de vez en cuando, el griterío de los borrachos, la música discordante que salía de algún instrumento desafinado. Mujeres que se buscaban la vida ofreciendo sus cuerpos en rincones oscuros, susurros y miradas furtivas que se colaban en el humo espeso. Y en medio de todo eso, la promesa de que cualquier cosa podía pasar, desde una traición hasta una alianza, o una bala perdida.

Grace y O’Driscoll se sentaron en una mesa apartada, en un rincón donde el humo del tabaco se mezclaba con el aroma fuerte del whisky. A unos metros, Vihaan, Bhagirath, Yara, Gipsy y el viejo brahmán contemplaban la escena con la calma de quien sabe que poco pueden hacer y mucho podrían perder. El brahmán observaba su jarra de cerveza con una sonrisa imperturbable, como si el tiempo fuera un rumor lejano para él.
Seamus clavó sus ojos hundidos en la mesa y miró a Grace con su pipa colgando de los labios.
  • ¿Quiénes son esos? - preguntó, señalando hacia la mesa donde estaban sus compañeros.
Grace respondió con firmeza:
  • Son mi tripulación.
El Perro soltó una risa áspera entre bocanadas de humo.
  • Vaya! Veamos… Un moreno enclenque, un gordo con un lunar rojo en la frente y ese estrafalario turbante, una puta del Caribe, un mono famélico y un saco de huesos... - enumeró con desprecio - Ya veo… ¿acaso no encontraste nada mejor, muchacha?
Grace lo miró desafiante, levantó su jarra y en dos tragos la dejó vacía. Golpeó la mesa con fuerza y gritó:
  • ¡Más cerveza! - se limpió los labios con el dorso de la mano y añadió - Deseo comprar una tripulación. Necesito al menos veinte hombres para mi bergantín.
Seamus la estudió en silencio, mientras él se reclinaba en la silla y encendía de una vela su pipa tallada en madera oscura. El humo serpenteaba en el aire dibujando extrañas figuras.
  • ¿Quieres cambiar la carga por una tripulación? - musitó, sin apartar la vista - ¿Acaso… esas son las órdenes que te han dado los hermanos Cooper? Que por cierto… ¿Dónde estarán?
El Perro la observaba fijamente, como si pudiera leerle el alma y conocer cada mentira antes de que escapara de sus labios. Sabia lo que sucedia incluso antes de que sucediese.
  • No hay ningún Cooper, Perro - sonrió Grace, recostándose también en la silla y cruzando los brazos - Lo sabes de sobra... ¿Hay trato o no? No me gusta perder el tiempo, y detesto que me lo hagan perder.
El contrabandista sonrió, una mueca que mostró un atisbo de respeto.
Auqella hermosa chica pecosa, le recordaba a su segunda mujer, Fiona, testaruda y desafiante, sin un ápice de miedo en los ojos. Cuanto la echaba de menos, una terrible desgracia que muriera.
  • El trato es una tripulación… ya! Vamos a ver… diez hombres a cambio de la mitad de las ganancias que saques en alta mar, joven pirata - dijo, exhalando una densa nube de humo mientras se frotaba las manos con satisfacción - Y que no se te olvide ese whisky, es mucho más valioso que el oro en estos tiempos.
Grace negó con la cabeza sin dejar de sonreír, una sonrisa segura, casi desafiante.
  • Veinte hombres - dijo, con voz firme - Los mejores que puedas ofrecerme y, a cambio, el whisky y… tres caballos bien cuidadados - se inclinó un poco hacia Seamus, clavando la mirada en sus ojos.
  • Diez hombres - contraofertó el Perro cada vez más divertido - El whisky y un cuarto de lo que ganes en tus futuros saqueos - sacó una bocanada de humo y se la tiró sobre el rostro - Esa es mi útima oferta, joven pirata.
  • Veinte hombres - insistió la pelirroja cada vez más cerca de aquella pipa humeante - el whisky y la promesa de que no arrancaré esa cabeza huesuda de tu estrecho cuello, Perro!
Seamus estalló en carcajadas, golpeando la mesa con el puño, haciendo temblar la madera.
  • No recuerdo la última vez que alguien me habló así - dijo entre risas roncas - Eres… Eres una mujer fascinante Grace O’Malley, de eso no cabe duda. Está bien, pelirroja, está bien - terminó tendiéndole la mano - Acepto el trato. No quiero acabar decapitado, como si no iba a poder beberme ese magnífico whisky que me trajiste.
  • ¡Parece que hay trato! - exclamó Vihaan, sin apartar la mirada de la mesa donde se miraban Grace y Seamus como dos rivales midiendo fuerzas.
  • Eso parece… - añadió Yara, acariciando su collar bendito con un gesto casi reverente - Veamos las condiciones.
La cubana se movió para dejar que su amiga se sentara junto a ellos. Poco a poco, todos se acercaron al centro de la mesa, formando un corro expectante. Grace comenzó a contar el trato en susurros, midiendo cada palabra, mientras los demás escuchaban atentos.
  • ¿Entonces? ¿Os parece bien? - preguntó Grace, dirigiéndose a la tripulación con firmeza.
  • ¿En serio lo has amenazado, Grace? - dijo Vihaan, sorprendido, con los ojos abiertos de par en par.
Grace asintió sin inmutarse, y les explicó que en Inglaterra los acuerdos se sellaban de esa manera, que era tradición. Vihaan y Bhagirath se miraron con cierto escepticismo, pensando que aquella gente de tez pálida y piel húmeda por la constante lluvia eran, en el mejor de los casos, una panda de incivilizados.
  • ¡Adelante, Grace! Acepta! - sonrió Vihaan, alzando su vaso para iniciar un brindis colectivo.
  • ¡Bien! - la capitana se dio dos suaves golpecitos en el hombro - Gipsy, ¡arriba! - dijo, y el mono corrió a subirse, frotando su nariz contra la mejilla pálida y pecosa de la pelirroja con ternura.
Pero antes de volver con Seamus, la capitana se giró nuevamente. Miró a Bhagirath con una sonrisa pícara y, mientras ponía la palma abierta frente al capuchino, dijo:
  • Por cierto, Vihaan, te ruego que disculpes a mi peludo amigo - Gipsy puso cara triste, casi arrepentida - A veces no puede controlarse, ¿sabes? Está en su naturaleza y además… - el mono dejó caer con cuidado el anillo robado sobre la palma de ella - le vuelven loco los objetos dorados y brillantes. ¿A que sí, pequeño briboncillo?
Dueña y mascota se frotaron las narices con cariño, una pequeña confesión muda entre ellos. Vihaan tomó el anillo, sin haber notado siquiera que lo había perdido: era su anillo de compromiso con Nalini, a quien no había recordado ni por un instante desde que partieron de Calcuta.

Bhagirath clavó su mirada en los ojos de Grace, solemne y tranquilo como siempre. Ella le devolvió la mirada con igual calma. No hicieron falta palabras, pues en ese silencio compartido comprendieron todo lo que querían decirse.

La prometedora pirata y el viejo contrabandista cerraron el trato. Todo estaría listo para el día siguiente. Por lo cúal, debían pasar la noche en Cape Clear, también conocida como la Isla del Perro. El alcohol y las pocas horas de sueño que llevaban arrastrando hicieron mella en la mayoría de ellos, que se entregaron al descanso con sumo placer. Excepto dos: ambos nerviosos, ambos ilusionados, se encontraron en el balcón del piso superior de la taberna, bajo el amparo del cielo estrellado y el vasto mar que prometía aventuras y nuevos comienzos.

Continuará…
 
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