Un viaje inesperado

Cuantos más sean mejor, para poder conseguir su gran objetivo.
Mas personajes que podré matar luego! 😂😂😂 IMG_3597.webp
 
Capítulo 20 - La furia del mar contra la Víbora Roja: El ‘Nivis Cor’ aguarda

Grace despertó de golpe. No hubieron palabras, ni deseos de buenos días, ni tan solo el té dulzón y especiado de Bhagirath recoriendo la garganta. Tan solo gritos y desesperación. Salió corriendo a cubierta, como alma que lleva al diablo. Al abrir la puerta lo sintió, el aire era eléctrico, el viento rugía con fuerza, el cielo era oscuro como la noche.
  • ¡TORMENTAAAAAAA A ESTRIBOOOOOR! - el grito desgarrado de Halcón desde la cofa retumbó como un presagio funesto. Su único ojo parecía encendido por el terror, fijo en el horizonte donde el cielo mismo se partía en dos.
Grace giró sobre sus talones y lo vio: un muro negro avanzando hacia ellos, una bestia descomunal de viento y agua. Los glaciares crujían, rompiéndose como juguetes de sal bajo la fuerza del océano desatado. El viento rugía con un bramido ancestral, y las olas se alzaban como si quisieran tragarse el mundo entero.
  • Maldita sea! - rugió Grace, los cabellos pegados a su rostro por la lluvia incipiente.
Muy arriba, encaramado al palo mayor como un loco furioso, Macfarlane reía con la furia de un condenado. El agua le azotaba el rostro, el viento quería arrancarlo del mástil, pero él levantó el puño contra la oscuridad.
  • ¡¿ES ESTO LO ÚNICO QUE PUEDES HACER, PADREEEE?! - bramó con una voz que apenas podía imponerse al estruendo del mar - ¡VEEEEN, AQUÍ TE ESPEROOOO, BASTARDOOO!
Su puño alzado mientras su cuerpo era azotado por el vendaval. Su risa era la de un hombre que había dejado atrás el miedo hacía mucho tiempo, y la tripulación lo miraba con un respeto tembloroso, como si el escocés estuviera desafiando a la misma muerte. En ese instante, una sombra ligera descendió por el poste como una ráfaga. Akuma, casi etérea en medio del caos, pasó junto a Macfarlane y aterrizó al lado de Grace con la suavidad de un susurro.
  • Hay que ir más rápido, capitana - dijo con esa voz fría, inmutable, que no se agitaba ni con la furia del mar - El tuerto no miente. Esa tormenta devorará el navío como el fuego devora el papel.
  • No podemos fantasma! El agua está llena de glaciares, el Red Viper no lo resistiría!
  • ¡Yo bajar, reforzar casco! - gritó Yrsa, adelantándose con los ojos encendidos como brasas.
Grace le agarró la muñeca con violencia.
  • ¡Ni hablar! - vociferó, hundiendo la mirada en los ojos de la vikinga - ¡Es un suicidio! No lo permitiré.
  • ¡Casco no fuerte aún, no terminar trabajo! - gruñó Yrsa, tensando el brazo como una bestia que se resiste.
  • ¡No me importa! - tronó Grace - ¡No vas a bajar, Yrsa! ¿¡Entendido!?
La vikinga apretó los dientes, furiosa, pero el rugido del mar le arrebató cualquier respuesta.
Grace corrió hacía el timón, aferrándolo con toda la fuerza de sus brazos mientras el viento intentaba arrancárselo. Su voz se alzó sobre el caos, vibrante, imposible de ignorar.
  • ¡HOMBRES, MUJERES! - rugió, su garganta deshaciéndose contra el vendaval - ¡DADME TODA LA VELOCIDAD QUE GUARDA ESTE NAVÍO! ¡QUE VUESTRO SUDOR Y SANGRE SEAN EL VIENTO DE ESTAS VELAS! ¡HOY NO SEREMOS QUEBRADOS, HOY NO DOBLAREMOS LA RODILLA ANTE LA NATURALEZA!
El Red Viper gritó, vivo, como si entendiera el desafío. La tripulación corrió a sus puestos, tensando cabos, desplegando velas, maldiciendo y rezando a la vez. El barco se puso en movimiento rugiendo contra la furia del mar, y en el timón, Grace se erguía como un fuego indomable, gritando su desafío al mismo cielo que intentaba aplastarlos.

El mar, enfurecido, respondió, rugiendo como una bestia enloquecida y el Red Viper se sacudió de un costado al otro, chirriando con un sonido agónico, como si el casco mismo estuviera a punto de partirse en dos. Una ola gigantesca, más alta que el mástil principal, se levantó frente a ellos y cayó sobre la cubierta como una montaña de agua helada.

Los gritos se mezclaron con el bramido del viento. Hombres y mujeres rodaron por el suelo, golpeando contra los tablones, agarrándose a lo primero que encontraban para no ser arrastrados por la furia del mar. El frío era tan brutal que cada gota que tocaba la piel ardía como fuego helado. Los glaciares a su alrededor estallaban al chocar entre sí, levantando fragmentos afilados como cuchillas que el mar lanzaba contra el casco. Cada impacto era un recordatorio de lo frágil que era la nave frente al poder de aquel mundo salvaje.
  • ¡A LAS VELAS, VALIENTES! - tronó Grace desde el timón, con las manos ensangrentadas de tanto aferrarse a la helada rueda - ¡NO OS RINDÁIS, LEVANTAD ESA TELA O ESTAREMOS MUERTOS!
Vihaan y Bhagirath corrían entre cabos y mástiles, sus cuerpos empapados, las manos agarrotadas por el frío, pero aún así tiraban con toda la fuerza que les quedaba. Los dos, hombro con hombro, arrastraban las sogas como si fueran cadenas de acero, mientras el viento les arrancaba trozos de piel de las palmas de sus agrietadas manos.

Macfarlane seguía riendo como un poseso, trepando por el mástil mayor para ajustar una vela desgarrada. El agua lo azotaba de un lado y el viento lo lanzaba contra la madera, pero el escocés respondía con carcajadas y maldiciones, como si la tormenta no fuera más que un duelo personal contra él.

Halcón, aún en la cofa, resistía el vendaval como una gárgola de hielo. Tenía las manos moradas, los labios partidos, y aun así gritaba órdenes hacia la cubierta, guiando a la capitana con el único ojo que la tormenta aún no había cegado.
Rodrigo Cortés se aferraba a un cañón, rezando a medio grito y a media borrachera, mientras intentaba sujetar con cadenas lo que el mar quería arrebatarles. El ron se mezclaba con la sal del agua en su barba, y su voz era un rosario desesperado entre los rugidos del océano.

En la proa, Yrsa se lanzó contra las planchas sueltas del refuerzo, sujetándolas con sus manos desnudas, rugiendo como una bestia mientras los clavos le partían la piel. Cada golpe de martillo que lograba asestar en medio de aquel infierno era un milagro arrancado a la tormenta.
Gláfur no se partaba de ella, una mole blanca enfrentándose al oleaje. Rugía con furia, interponiéndose contra bloques de hielo que amenazaban con destrozar el casco, chocando contra ellos como si fuera él mismo un rompehielos viviente.

Yara, empapada y temblando, sostenía a Mordisquitos que había resbalado, arrastrándolo de vuelta a cubierta. El africano movía los labios en silencio, invocando a sus dioses, mientras ella lo levantaba con una sonrisa obstinada, como si se negara a dejar que el miedo arrancara su calor.
En medio de todo, Akuma se movía como un espectro. Nadie podía seguirla con la mirada, ya que aparecía aquí o allá, asegurando cabos, salvando a un marinero que caía por la borda, clavando sus cuchillas en la madera para no ser arrastrada. Su rostro no mostraba emoción alguna, pero sus ojos brillaban con la intensidad de alguien que baila con la muerte y la conoce demasiado bien.

El mundo entero era ruido, agua, viento y hielo. Y en medio de aquella furia implacable, el Red Viper resistía, como una brasa diminuta que se negaba a ser apagada por el rugido del ártico.

La cubierta era un caos de agua, gritos y acero. Bum-Bum se esforzaba en levantar a dos españoles que rodaban por el suelo, sujetándolos de las ropas como muñecos empapados y ayudandolos a ponerse en pie. Pero de pronto, una ola monstruosa, alta como una muralla, cayó sobre ellos. El agua lo arrastró sin piedad, rompiendo cadenas y barandillas como si fueran ramas. Bum-Bum rugió con un bramido ahogado mientras su pequeño cuerpo desaparecía bajo la espuma helada, cayendo sin remedio en el profundo mar.
  • ¡Bum-Buuuuum! - gritó Yara, sintiendo que la sangre se le helaba.
En el último instante, un destello de acero relució rapidamente. La japonesa se lanzó hacia el vacío, de cabeza, sin pensarlo si quiera, su cuchillo clavado en la madera, la otra mano atrapando al niño antes de que el mar lo devorara. Con una fuerza inhumana para su pequeño cuerpo, resistió lo imposible, tensando cada músculo como si el mismo abismo tirara de ella.

Pero otra ola, aún más brutal que la anterior, cayó sobre la cubierta, y esta vez los arrancó a ambos del navío. La capitana vio cómo la sombra y el niño desaparecían en el mar embravecido.
  • ¡AL AGUA, MALDITOOOOS! - rugió Macfarlane, lanzando sogas y cabos con una furia desquiciada.
Vihaan y Bhagirath se lanzaron sobre los cabos, tensándolos entre sus cuerpos como si fueran anclas humanas. Yara, con el rostro empapado y los dientes castañeando, se sujetó de los mástiles y ayudó a tirar. Hasta Cortés, tambaleante y con su botella aún en la mano, dejó escapar un gruñido y se sumó al esfuerzo.

Todos tiraron. Todos rugieron. Nadie se quedó quieto. Y de entre las olas, primero la mano de Akuma emergió como un espectro, y tras ella el brazo quemado de Bum-Bum. Entre maldiciones, esfuerzo y lágrimas, los izaron de vuelta a cubierta, cayendo los dos sobre la madera empapada como cadáveres devueltos por el mar.

La tripulación estalló en vítores, golpeando el suelo con puños y botas, aullando como locos poseídos contra la tormenta como si hubieran derrotado a un demonio. La unidad del Red Viper ardía más que nunca, brillando contra la oscuridad que intentaba devorarlos.
Pero el infierno no daba tregua. Halcón, petrificado en la cofa, gritó con toda la fuerza que le quedaba:
  • ¡¡¡Capitanaaaaaa!!! ¡¡¡El mar se acaba, solo hielooooo en el horizonte!!!
Grace mordió sus labios hasta sangrar. El timón temblaba en sus manos, la tormenta desgarraba las velas y la nave estaba a punto de estrellarse contra bloques de hielo flotante. Y entonces lo vio: la llanura blanca, infinita, un desierto sólido que se levantaba como una muralla imposible de sortear. Con un rugido, apretó el timón y escupió al cielo:
  • ¡¡¡YRSAAAAA!!! - gritó, con la voz poseída por mil demonios - ¡¡¡Hoy te ganarás tu lugar en el salón de tus dioses!!! ¡¡¡EL RED VIPER CORTARÁ EL HIELOOOOO!!!
El casco de proa, armado con la cuchilla de la vikinga, impactó con una violencia indescriptible contra la muralla helada. El crujido fue tan brutal que todos volaron por los aires, como si un titán los hubiera sacudido de un manotazo. Y sin embargo… el barco siguió. Abriendo el hielo, desgarrándolo como un afilado cuchillo la carne de un enemigo. Yrsa, empapada y sangrando, alzó los brazos al cielo y gritó con un rugido salvaje que fue respondido por toda la tripulación.

Pero la voz de Halcón, de nuevo, cortó el rugido de victoria con un chillido de espanto:
  • ¡¡¡CAPITANAAAA!!! ¡¡¡La tormenta nos alcanza, la tenemos encimaaaaaa!!!
Grace giró la cabeza. A su espalda, la monstruosa furia del océano rugía a escasos metros de la popa, escupiendo espuma y oscuridad, deseosa de tragárselos. Volvió la vista al frente, asustada pero decidida, observó a su tripulación, a sus amigos, a sus hermanos. Decididos a luchar hasta el fin de sus fuerzas. Y al alzar más la vista, de frente... un atisbo de esperanza.

Una montaña de hielo colosal se alzaba en mitad del desierto blanco. A sus pies, una gruta oscura y enorme, como la boca misma del infierno, los esperaba. Grace no dudó. Ni un segundo. Apretó los dientes, giró el timón con violencia y el Red Viper obedeció, clavando su proa en dirección a aquella oscuridad.
  • ¡¡¡TODOS A SUS PUESTOS!!! - rugió con la voz rota y feroz - ¡¡¡HACIA EL INFIERNO, SIN MIEDO. NO DEJAREMOS QUE ESTE MALDITO MAR NOS DEVORE!!!
Y la nave, maltratada, herida, con hombres y mujeres aferrados a sus maderas, se lanzó hacia la gruta que emergía como la última esperanza en medio del caos. El Red Viper rugía y crujía como si estuviera vivo, como si gritara de dolor. La tormenta había caído sobre ellos con toda su furia: ráfagas de viento huracanado azotaban la popa y arrancaban tablas enteras de madera, que volaban por los aires como proyectiles. El timón vibraba bajo las manos de Grace, cada sacudida amenazaba con partirle los brazos.
  • ¡¡¡AGUANTAAAAAAD!!! - bramó, con la garganta desgarrada - QUE LOS DIOSES LO INTENTEN, TODO EL DIA SI QUIEREN, NOSOTROS RESISTIMOOOOS!
Los mástiles gimieron. Los hombres gritaron. El viento los empujaba con tanta furia que las velas se desgarraron como piel arrancada a un animal. Las jarcias se mecían violentas, golpeando a los marineros, que se aferraban donde podían mientras el mar, encolerizado, barría la cubierta como si quisiera reclamar cada alma para sí.

Una ola rugió por encima de la borda, arrastrando a dos hombres que gritaban desesperados hasta que Bhagirath y Cortés los sujetaron de las piernas, clavando uñas y dientes contra la madera mojada. El agua se lo llevaba todo: barriles, armas, sogas… cada segundo era un infierno de espuma y gritos.

Y entonces, todos la vieron. La boca negra de la gruta. La entrada a la montaña de hielo, como una garganta abierta que los llamaba.
  • ¡¡¡VIREEE A ESTRIBOOOOR CAPITANAAA, ESTAMOS CERCAAAA!!! - gritó Halcón desde la cofa, aunque su voz apenas era un murmullo en medio del rugido de la tormenta.
Grace sujetó el timón, que temblava a punto de romperse, y lo giró con toda su fuerza. La nave se inclinó, chirriando como un animal herido, y la proa se clavó en la entrada. La oscuridad los engulló justo en el último instante.

La diferencia fue brutal. Como si hubiesen atravesado una frontera invisible, el rugido del viento se quebró de golpe. La tormenta, con toda su furia, quedó afuera. El silencio los recibió con un eco sepulcral, apenas roto por el goteo helado que descendía de las paredes invisibles.
Grace se giró, jadeante, y vio a través de la boca de la gruta cómo la destrucción continuaba allá afuera: el mar arrancaba jirones de hielo, las olas se estrellaban contra las paredes con furia asesina, y el viento desgarraba el mundo. Un abismo blanco que quería devorarlos… y ellos, apenas a salvo, adentrándose en la negrura.

El Red Viper avanzó una decena de metros más… y entonces, sin previo aviso, el mar desapareció bajo sus pies. Un estremecimiento recorrió la nave. De pronto, no había agua. No había nada. Los cuerpos se alzaron en el aire, flotando por un instante como hojas arrastradas por el viento. Grace casi soltando el timón gritó con toda la fuerza de su pecho:
  • ¡¡¡AGARRAOOOOOOS!!!
El eco de su voz rebotó en la caverna negra, amplificado como un trueno. Y después… la caída.
El barco entero se precipitó hacia un abismo invisible. El vacío los tragaba, una oscuridad absoluta que parecía no tener fin. El estómago de todos se encogió, los gritos se mezclaron con el rechinar de la madera, y el Red Viper, con toda su tripulación, descendió hacia el desconocido corazón de la tierra helada.

El mundo se quebró bajo ellos. El bergantín ya no navegaba, caía. La madera crujía, los clavos chillaban como almas condenadas arrancándose de las tablas. Los hombres gritaban, algunos rezaban, otros maldecían. Las antorchas se apagaron en un suspiro, y la oscuridad los devoró.
  • ¡¡¿Estáis vivos?!! - gritó Cortés, con la voz rota por el pánico.
  • ¡Aquí! ¡Aquí estoy! - respondió Bhagirath, mientras trataba de sujetar a un marinero que flotaba en el aire como un muñeco.
  • ¡Yo también! - chilló Yara, su risa nerviosa estallando pese a todo - ¡Aunque me estoy cagando viva!
La gravedad los arrojaba hacia el vacío y, sin embargo, por instantes parecían flotar, suspendidos como si el tiempo mismo se hubiera vuelto loco. La sensación de caída se mezclaba con la irrealidad de estar colgando en un sueño sin final. Y entonces, la voz de Macfarlane. El loco escocés, agarrado de una cuerda que se sacudía como una serpiente, comenzó a cantar a pleno pulmón una canción marinera, animada, fuera de contexto, desquiciada:
  • ¡Levanten velas, muchachos, que el mar nos lleve al infierno…!
Su canto resonaba en la oscuridad, rebotando contra paredes invisibles, como si cien voces lo acompañaran. Algunos estallaron en carcajadas nerviosas, otros lloraban mientras lo escuchaban. Era absurdo, grotesco, pero los mantenía vivos en medio de lo imposible.
Grace, aferrada al timón con una mano y a Akuma con la otra, gritaba con toda la fuerza de sus pulmones:
  • ¡¡Aguantad, agarraos a lo que podáis!! ¡¡¡No os soltéis!!!
El Red Viper caía hacía el corazón del Ártico, allí donde ningún hombre había llegado, o de haberlo hecho, jamás había vuelto para contarlo.
La oscuridad era total. No había horizonte, ni mar, ni cielo. Solo el rugido del aire en sus oídos, la madera gimiendo al borde de la fractura, los gritos de los hombres y las risas de un loco que cantaba a la muerte como si bailara con ella.

Caían hacia un destino que no comprendían, hacia un abismo prohibido que olía a hielo antiguo, a muerte y a secretos olvidados por los dioses. Aunque toda caída tiene un final. Y el impacto fue como el rugido de un gigante.

El Red Viper se estrelló contra lo desconocido con un estruendo que desgarró la oscuridad eterna. La madera se arqueó, crujió, gritó como un animal herido. El barco entero tembló, y por un instante todos creyeron que se partiría en dos.

Grace voló por los aires, su cuerpo azotado con violencia contra la cubierta. El golpe la dejó sin aire, los ojos abiertos un segundo antes de que la negrura la envolviera. La capitana cayó en el reino de los sueños.

La bruma la rodeaba. Una bruma cálida, dorada, imposible en el frío que la había devorado. Un olor a salitre y madera vieja la recibió, y allí estaba él: De la Vega, erguido junto al timón, con aquella sonrisa serena y esa voz grave que podía calmar cualquier tormenta.
  • Ven aquí, pequeña - le dijo, abriendo un brazo.
Grace, diminuta, con apenas unos años y los ojos brillantes de emoción, corrió hasta él. Subió sobre una caja para alcanzar el timón y estiró las manos con decisión.
  • ¿Así, señor? - preguntó, sus deditos apenas alcanzando la madera.
De la Vega rió suavemente, apoyando su gran mano sobre la suya.
  • Nada de “señor”, niña. Solo Diego. Y sí… así mismo. Pero recuerda: un barco no se lleva con fuerza, sino con respeto. ¿Lo entiendes?
Grace apretó los labios, seria, concentrada.
  • ¡Lo entiendo! ¡Lo entiendo! ¡Como si fuera un amigo!
  • Eso es - asintió él, con ternura en la mirada - El mar también es así. No se domina a golpes ni a gritos. Hay que escucharlo… hablarle bajito, como a un caballo salvaje.
La niña ladeó la cabeza, pensativa.
  • ¿Y si no me escucha?
De la Vega se agachó, quedando a su altura. Le colocó un mechón de pelo rebelde detrás de la oreja y sonrió.
  • Entonces tú gritas más fuerte que él, pequeña Grace. Y no dejes que te tiemble el pulso. Porque el mar solo respeta a quienes no se rinden.
Los ojitos de Grace brillaban como dos estrellas, y apretó el timón con toda la fuerza que tenía.
  • ¡Lo haré, Diego! ¡Seré la mejor capitana del mundo!
Él rió de nuevo, con un orgullo que no intentaba ocultar.
  • De eso no me cabe duda, niña… de eso no me cabe duda.
  • ¡Grace, vamos, responde! - gritó Yara, arrodillada junto a la capitana.
  • ¡Vihaan, rápido! ¡Trae un paño caliente, está perdiendo mucha sangre!
  • ¡Voy! - gritó saliendo disparado, corriendo entre la tripulación.
  • ¡Vamos, Red! ¡Despierta, joder! ¡No me dejes ahora! - su voz se quebró entre lágrimas.
La tripulación, congelada en el tiempo, observaba con el corazón encogido. El rostro de Grace estaba cubierto de sangre, los ojos cerrados, y el silencio de la cueva se mezclaba con el eco lejano de la tormenta.

Un tosido rasgó el aire. Grace se movió, intentó incorporarse, pero un mareo brutal la golpeó, y las náuseas la hicieron vacilar.
  • ¡Eh! ¡Ahí estás! Despacio, despacio - susurró Yara, con lágrimas que resbalaban por sus mejillas.
  • ¿Qué… qué ha pasado? ¿Dón… dónde estamos? - dijo Grace, tambaleándose mientras trataba de enfocar la vista.
Los hombres se apartaron y, poco a poco, Grace pudo ver lo que la rodeaba. El sueño de un loco parecía concentrarse allí mismo, y sin embargo… todo parecía perfecto.

El Red Viper flotaba sobre aguas tranquilas, sin rastro de oleaje. La cueva que los envolvía era gigantesca, colosal, tan vasta que parecía sostener el cielo mismo. La mortecina luz filtrada a través del hielo teñía todo de un azul etéreo, casi mágico.
Yara y Yrsa la ayudaron a ponerse en pie, mientras Vihaan secaba la sangre de su frente con manos firmes y cuidadosas. Grace se apoyó en la barandilla, parpadeando varias veces, intentando asimilar la escena.
  • ¿Alguien me puede explicar qué es esto? - preguntó, con la voz cargada de incredulidad.
Delante de ellos se desplegaba un mar subterráneo, sereno y silencioso. Pequeñas islas emergían del agua cristalina, coronadas por árboles desconocidos que se mecían suavemente, con extraños colores luminosos que parecían alumbrarlo todo. Pájaros nunca antes vistos sobrevolaban el cielo de la cueva, como centinelas de un mundo que parecía no tener reglas.

Cada detalle parecía desafiar la razón, cada sombra sugería un misterio que no podía comprenderse, y aun así, la calma reinaba. Grace sintió cómo el asombro y la incredulidad se mezclaban con un cosquilleo de miedo: estaban en un lugar que ningún hombre había visto antes, un corazón secreto del Ártico, donde lo imposible parecía realidad. El Red Viper, silencioso y maltrecho, flotaba a duras penas, como si descansara en un sueño de opio.
  • ¡Lo conseguimos, capitana! - masculló Macfarlane, acercándose a ella con el cuerpo magullado, lleno de sangre y moratones.
  • ¿Dónde estamos, escocés? - preguntó Grace, sin poder dejar de contemplar aquel extraño paisaje que se extendía ante sus ojos.
  • Donde nadie estuvo antes - respondió él, con un brillo de emoción mezclado con miedo - Ahora solo queda sobrevivir… para poder contarlo.
Grace giró la vista hacia su tripulación, y una muesca de dolor le cruzó el rostro.
  • Faltan hombres… ¿dónde están los demás? O’Neal, Hrafnkel… Bjorn, Callum, Jensen… - susurró, la voz quebrada.
  • Callum y Jensen… abandonaron capitana… - dijo Bhagirath preocupado por ella.
  • Ah! Es verdad! Cierto! - Grace se tocó la frente, el dolor visible en su rostro.
  • A los demás… desgraciadamente el mar los reclamó - dijo Bhagirath, bajando la mirada - No pudimos salvarlos.
El silencio se extendió por la cubierta como un manto solemne. La tripulación bajó la cabeza en señal de duelo, respetando a los que habían caído.
  • Luchasteis como fieros piratas, bigotes - gruñó Macfarlane, apretando los dientes - Todos y cada uno de vosotros. Así que bebamos… por los vivos y por los muertos.
Grace casi se desplomó; solo Yara y Yrsa la sostuvieron, evitando que cayera sobre el suelo.
  • Capitana, será mejor que descanse - le dijo el contramaestre con autoridad y cuidado - Yo me ocupo de los destrozos.
Antes de bajar hacia su camarote, Grace giró una última vez la mirada, tomando todo en cuenta. El Red Viper estaba destrozado, los mástiles torcidos, el casco dañado por las embestidas del hielo y las olas. Era un naufragio en miniatura, un barco que apenas respiraba. Parecía imposible que volviera a surcar los mares. Y, sin embargo, más allá del desastre, el horizonte se abría ante ellos como un mundo secreto y oculto, un lugar desconocido que esperaba ser explorado. La promesa de nuevas aventuras flotaba en el aire, un nuevo comienzo que solo los valientes podrían enfrentar.

Yara se inclinó sobre la capitana, limpiándole con delicadeza las heridas mientras sus dedos temblorosos pero seguros acariciaban la piel enrojecida. Entre sus manos, Grace parecía más pequeña, más frágil, y aun así con una fuerza que intimidaba al mundo entero.
La cubana canturreaba una vieja canción caribeña, ligera y melódica, que se filtraba entre los gritos de la tripulación y los martillazos que resonaban desde cubierta. La música parecía contener la furia de aquel lugar, transformando la tormenta de afuera en algo soportable.
  • Se puede saber a qué viene esa cara de gatito abandonado - rió Yara, apartando un mechón de pelo rojo de la frente de Grace.
  • ¿Cuántos hemos perdido? - susurró Grace, con la voz quebrada.
  • Pocos, capitana. Realmente pocos, teniendo en cuenta a lo que nos acabamos de enfrentar - respondió la cubana, con calma, con convicción.
  • Los he llevado a la muerte… Ese traidor, Callum, tenía razón. Venir aquí ha sido un suicidio - musitó Grace, bajando la mirada.
Yara le acarició la mejilla pecosa, con ternura, sonriendo suavemente.
  • Todos los que te seguimos no estamos aquí por casualidad, amiga. Ansiamos lo mismo que tú: la aventura, la gloria y la libertad. No has llevado a nadie a la muerte, los has liberado de las cadenas que oprimían sus vidas.
  • Cuéntale eso a los que reposan en el fondo del mar… - murmuró Grace, con un hilo de voz.
  • Mejor morir rápido y libre, que vivir eternamente bajo el yugo de una vida anodina - respondió Yara con firmeza.
Grace comenzó a reír, aunque un acceso de tos y mareo la sacudió de inmediato.
  • Bum-bum… - preguntó entre toses.
  • Está bien, ese pequeño diablo es resistente como la piedra - le aseguró Yara.
  • ¿Y Mordisquitos? - preguntó Grace, con voz más calmada.
  • Herido… pero se recuperará. Es duro también - dijo, rozando con cariño la cabeza de su amiga.
  • Me alegro por ti, amiga… - susurró Grace, con una sonrisa.
  • ¿Por qué dices eso? —preguntó Yara, sorprendida.
  • Eres feliz junto a ellos. Y te lo mereces más que nadie en el mundo, creeme. Verte con ellos, ver tu sonrisa al abrazar al pequeño… Eso me hace feliz - respondió Grace, mientras las lágrimas empezaban a deslizarse por sus mejillas.
  • ¡Oooh! ¡Cállate! - exclamó Yara, tratando de ocultar sus propias lágrimas con una carcajada sofocada.
  • ¿Estás llorando? - preguntó Grace, con una sonrisa entre triste y divertida.
  • No, es que… es que se me ha metido algo en el ojo - mintió Yara, girando la cara.
  • Ya!… anda, ven aquí, vamos - dijo Grace, abrazándola con fuerza.
Las dos amigas se fundieron en un abrazo largo y sincero, sus corazones latiendo al unísono, cercanos y reconfortados. Afuera, la tripulación trabajaba sin descanso, devolviendo la vida a un Red Viper maltrecho y maltratado por el destino, mientras adentro, entre lágrimas y risas contenidas, la fuerza de la amistad y el cariño mantenía a su capitana en pie.

En cubierta, el Red Viper se había convertido en un hormiguero. La inmensa cueva que los rodeaba, parecía haber olvidado el frio amenazante del Ártico. Ahora, en la barriga del mundo, los atrapaba el calor tropical que emanaba del mar subterráneo, y el aire pesado y húmedo envolvía a los marineros mientras trabajaban sin descanso. Cada golpe de martillo, cada sierra que mordía la madera, cada clavo que era clavado con precisión, parecía insuficiente para domar los daños que habían sufrido.

Macfarlane recorría la cubierta como un general canallesco, gritando órdenes y corrigiendo movimientos.
  • ¡Vamos, perros del mar! ¡Que nadie se relaje! ¡Cada minuto cuenta, cada golpe importa!
Los hombres y mujeres respondían con disciplina y energía. Rodrigo Cortés trabajaba codo a codo con Bhagirath, cargando planchas y ajustando refuerzos del casco. Hablaban entre ellos, mientras el calor les pegaba la ropa a la piel.
  • Nunca pensé que vería un lugar así, hermano - comentó Rodrigo, apoyando una barra de metal sobre la cubierta.
  • Ni yo, señor - asintió Bhagirath, martilleando - Pero si algo nos enseñó este viaje, es que donde hay voluntad, hay camino.
Más cerca de la proa, Yrsa trabajaba con Vihaan, ambos coordinando las planchas que reforzaban el casco bajo la superficie del agua, mientras la vikinga se zambullía y emergía con fuerza sobrehumana, el astronómo le lanzaba más clavos.
  • No dejes que la corriente te arrastre - decía Vihaan, sujetando la cuerda con firmeza.
  • Tu tranquilo - respondío Yrsa, emergiendo del agua - No haber corriente. Mar estar quieto como niño en brazos de madre.
Halcón, asegurando cabos y velas, vigilaba el horizonte mientras guiaba a Bum-Bum para que se asegurara de que ningún aparejo se desmoronara:
  • ¡No sueltes la cuerda, pequeño! - gritaba, el viento cálido empapando su cara.
  • ¡Bum-Bum! - respondía el tuareg, esforzándose por mantener el equilibrio mientras el casco se tambaleaba bajo sus pies.
En un momento, Macfarlane se acercó a Akuma, señalándole un conjunto de cuerdas que necesitaban ajustarse en la cubierta más alta. La japonesa, que hasta entonces estaba atenta a los movimientos de los marineros y vigilando los materiales, se giró hacia él con la mirada desafiante y fría, como retándolo a insistir.
  • Akuma - repitió Macfarlane, esta vez con un tono más firme pero respetuoso - Necesitamos que te encargues de esas cuerdas ahora… por favor.
Akuma asintió, girando el cuerpo con fluidez, y desapareciendo entre la cubierta y los mástiles, trabajando con precisión silenciosa y eficiente.
Macfarlane murmuró para sí mismo, observando cómo se movía:
  • Maldita sea… me encanta esa mujer.
El trabajo continuó sin descanso. Los marineros se movían con una sincronía casi instintiva, sus músculos tensos y sus respiraciones pesadas, mientras de vez en cuando sus ojos se alzaban hacia el horizonte. Más allá del calor tropical de la cueva, la oscuridad del mar subterráneo y la luz azul filtrada del hielo ofrecían un misterio que ninguno podía ignorar. Deseaban partir, descubrir qué secretos escondía aquel mundo olvidado, qué peligros y maravillas aguardaban más allá del horizonte silencioso.

Cada golpe de martillo, cada maniobra de cuerda, cada plancha ajustada era un recordatorio: estaban vivos, estaban juntos, y su destino aguardaba más allá del silencio azul del mar subterráneo.

Mientras el Red Viper seguía retumbando bajo el calor de la cueva y el esfuerzo incansable de los marineros, Rodrigo Cortés se apoyó un instante sobre uno de los tablones que transportaba, soltando un leve suspiro. Bhagirath subía otro paquete con la ayuda de Vihaan, su frente perlada de sudor, los músculos tensos pero controlados.
Rodrigo lo miró con curiosidad y preguntó:
  • Y dime, ¿qué te trajo a este barco, hindú?
Bhagirath, sin perder la concentración ni la postura firme, respondió con calma:
  • Sirvo a mi señor Vihaan. Mi deber y mi lealtad están con él. Y con la capitana O’Malley, por supuesto.

Rodrigo dejó caer los tablones que llevaba y se rió, sacudiendo la cabeza:
  • Te vi pelear en las mazmorras… extraño sirviente eres. ¿Acaso en Oriente todos los criados empuñan las armas con tal destreza y fiereza?
Bhagirath esbozó una sonrisa tranquila, casi filosófica:
  • No, señor Cortés. Yo soy el único.
El español se echó a reír con fuerza, mirando a su compañero con admiración y respeto:
  • Pues doy gracias a Dios porque aquí estés, hoy me salvaste la vida amigo. Y yo jamás olvido algo así.
Se hizo un momento de pausa en su trabajo, los dos compartiendo un breve instante de camaradería mientras retomaban sus esfuerzos. El calor de la cueva, el ruido de la cubierta y los martillazos continuaban a su alrededor, pero por un instante, entre bromas y risas, la dureza del trabajo parecía un poco más soportable.

Vihaan, se sentó un momento a recuperar el aliento. El calor era sofocante. Yrsa saltó a cubierta y la observó salir del agua calmada, cada movimiento irradiando fuerza y determinación. Con un tono ligero, intentó bromear mientras evaluaba la situación:
  • ¿Mejor así, agua templada y relajada, no? - preguntó, secándose la frente con el dorso de la mano.
Yrsa bufó, sudando por todo su cuerpo mientras continuaba martilleando el casco con fuerza sobrehumana.
  • ¡Odiar calor! - exclamó entre martillazo y martillazo - Cuerpo pegajoso, siempre tener sed…
Bum-Bum, al escucharla, se acercó corriendo con un odre lleno de agua.
  • Gracias pequeño - dijo Yrsa, frotándole el turbante con una sonrisa y zarandeándolo con fuerza - ¡Eres diablillo fuerte como roble!
Vihaan sonrió al ver la interacción, observando cómo la tripulación, hombres, mujeres, niños y animales por igual, se coordinaban en perfecta armonía, cada uno aportando lo suyo para que el Red Viper siguiera su camino en aquel mundo oculto.
Macfarlane bajó del puesto de mando y se acercó al vigía que miraba preocupado el velamen.
  • ¿Qué te preocupa, tuerto? - preguntó, con esa sonrisa canalla que no dejaba de retar al mundo - Las velas están muy estropeadas, ¿verdad?
  • Nada que no se pueda arreglar, loco - respondió Halcón, sin apartar la mirada del horizonte - No es eso…
  • ¿Entonces? - insistió Macfarlane, apoyándose en el mástil con brazos cruzados.
  • El viento… - musitó el vigía, torciendo el rostro.
  • ¿Qué viento? - replicó el escocés, divertido.
  • Eso mismo es lo que digo. No lo hay - dijo Halcón, encogiéndose de hombros - ¿Cómo vamos a movernos si no sopla el viento?
Macfarlane suspiró, dejando que la sonrisa se ensanchara mientras seguía observando las velas arrugadas y rasgadas por la tormenta pasada.
  • Ya pensaremos en eso más tarde - dijo finalmente, dándole una palmada al hombro del vigía - Ahora a trabajar, vamos. Si luego hay que soplar, pues soplaremos todos juntos.
El tuerto le lanzó una mirada divertida y resignada mientras retomaba su puesto, sabiendo que con Macfarlane al mando, la audacia y el ingenio serían las únicas armas para mover aquel navío en el corazón del Ártico.

Toc-toc-toc.
Yara se giró hacia la puerta y gritó:
  • ¡Pasa!
Bishnu asomó la cabeza por la puerta entreabierta, con su típica sonrisa tranquila y la mirada penetrante.
  • Hola anciano, pasa, pasa, por favor - dijo Grace, tumbada en la cama.
Bishnu entró en silencio, acompañando la puerta con cuidado para que hiciera el mínimo ruido posible. Lentamente se acercó a la cama de la capitana.
  • Yara… hazme un favor - dijo Grace incorporándose dolorida - Abre el primer cajón y acércale la botella, antes de que este viejo empiece a romperme la cabeza con sus metáforas indescifrables…
La cubana sonrió y cogió la botella de arrack, ofreciéndosela a Bishnu, que permanecía quieto enfrente de la cama, sin dejar de sonreír.
  • No hace falta, capitana - dijo el viejo - Ya vine preparado.
De debajo de su túnica sacó una botella de ron medio vacía y la sostuvo con calma, el aroma fuerte del alcohol llenando el camarote.
  • Ya veo… y dime… ¿a qué debo tu presencia? ¿Qué quieres contarme?
Bishnu se sentó a los pies de la cama y empezó a hablar, con voz sosegada y calmada, mientras giraba la botella entre sus manos como si cada trago ordenara sus pensamientos. El único hombre sobre la faz de la tierra que el alcohol lo hacía más locuaz.
  • ¿Sabéis dónde estamos?
Yara y Grace negaron al mismo tiempo.
  • Bien… porque yo tampoco.
  • Pues ahora sí que estamos jodidas - exclamó Grace divertida - Eres nuestra única brújula a partir de ahora.
  • Erratica brújula, si me permitís la corrección - dijo Bishnu con su habitual calma - He oído hablar de este lugar, pero jamás llegué a conocerlo.
  • ¿Y qué oíste? - preguntó Yara, sentándose frente a la cama con curiosidad.
  • Historias y leyendas - respondió Bishnu - cuentos imprecisos contados a la luz de una hoguera. Algunos lo llaman el Nivis Cor.
  • ¿Qué significa eso? - preguntó Grace, arqueando una ceja.
  • En latín antiguo - explicó el viejo, tomando un sorbo de ron - significa Corazón de Hielo. Es el nombre que dieron quienes intentaron atravesarlo y nunca regresaron.
Yara frunció el ceño, fascinada y un poco temerosa al mismo tiempo.
  • ¿Y qué hay allí? - preguntó - ¿Por qué dicen que nadie ha regresado?
Bishnu sonrió levemente, como si contemplara algo lejano, y sus ojos brillaron bajo la luz tenue del camarote.
  • Porque allí, en el Corazón de Hielo, el tiempo y el espacio no se comportan como en nuestro mundo. Algunos dicen que lo que entra jamás vuelve igual. Que la nieve, la oscuridad y los hielos guardan secretos que ni los hombres más valientes pueden soportar.
Grace se incorporó un poco más, apoyándose en la almohada.
  • Perfecto… justo lo que necesitábamos, ¿verdad, Yara? Una cueva gigante, un mar peligroso y un viejo que nos habla de secretos imposibles.
  • Así es, capitana - respondió Yara sonriendo - Mientras estemos juntas y los nuestros a salvo, no hay nada que no podamos enfrentar.
Bishnu asintió, apoyando la botella entre sus rodillas, y sus ojos centellearon un instante.
  • Así es, mis valientes y jóvenes compañeras. Solo recordad una cosa… los que buscan el Corazón de Hielo no hallan lo que esperan, sino lo que merecen.
  • ¿Es aquí donde encontraremos la siguiente pista? - preguntó Grace, apoyándose con cuidado en la pared del camarote
  • ¿Cómo que siguiente pista? - respondió Yara nerviosa - Dirás el Sundra-Kalash, ¿verdad?
Grace puso la mano sobre la de la cubana, calmando un poco su agitación.
  • Ya te contaré… - dijo con una mueca de dolor, tocándose las costillas - Dime, Bishnu, ¿vamos en buen camino o no?
El viejo dio otro trago de ron y permaneció en silencio un largo rato, observando el interior del camarote con sus ojos profundos y cansados.
  • No estoy seguro - dijo finalmente - Pero, de algún modo, si estamos aquí y seguimos vivos, es que vamos en el buen camino… no obstante, no he venido para eso…
  • Entonces… ¿para qué? - preguntó Grace, entrecerrando los ojos.
  • Para advertirla, capitana - la sonrisa desapareció de su rostro un instante - Que no le engañe el clima cálido ni el mar calmado de este mundo subterráneo. En estas aguas aguardan tesoros, cierto. Pero también peligros que los protegen. Peligros que escapan al entendimiento humano, pesadillas hechas realidad.
  • Tal y como lo cuentas, no apetece demasiado adentrarse en esta cueva, huesitos - exclamó Yara, apoyando una mano sobre el hombro de Grace.
  • Apetezca o no, debemos hacerlo - replicó Bishnu, con esa calma que imponía respeto - Pues la única salida está en el horizonte, alegre mujer.
La advertencia del sabio pesaba en la habitación como un manto denso, apagando por un instante los murmullos del camarote. Grace se acercó, dolorida y despacio, al ventanal, apoyando la frente sobre el cristal. La inmensidad de la cueva la hacía sentirse diminuta, un punto insignificante frente a la vastedad que se extendía ante sus ojos.

A lo lejos, islotes e islas surgían del agua calmada, con una vegetación que parecía desafiar toda lógica: árboles de troncos retorcidos, hojas iridiscentes y flores que emitían un leve resplandor, como si respiraran con vida propia. El sol, filtrándose a través del hielo que cubría la cúpula de la cueva, teñía todo de un azul profundo, creando reflejos que bailaban sobre el mar subterráneo.

El fuego que ardía en su interior se encendió de repente, despertando su energía, su deseo de recuperarse y salir pronto a explorar aquel mundo que parecía existir fuera del tiempo y de la realidad que conocía.

Nivis Cor se extendía hasta donde alcanzaba la vista, un territorio de maravillas y peligros que ningún hombre había explorado. Las aguas se movían suaves con un ritmo hipnótico, reflejando el brillo del hielo y las luces de la vegetación extraña. Cada isla, cada recodo, prometía secretos antiguos, ruinas escondidas o criaturas que no tenían nombre en ningún mapa conocido. Todo allí parecía irrepetible, un universo paralelo debajo del mundo que ella creía conocer.

Y, mientras la contemplaba, un estremecimiento recorrió su espalda. Algo se movió en la penumbra del techo de la cueva. Fué solo un instante, un pestañeo, pero se movió. No se podía distinguir, no había forma, ni nombre que lo definiera. Solo se intuyó su tamaño descomunal, su presencia imposible: un par de ojos que brillaban como brasas en la oscuridad y una boca sedienta que parecía devorar la luz misma. Grace contuvo la respiración, consciente de que aquel mundo no solo estaba lleno de belleza y misterio… también de un peligro que podía devorarlos a todos.

El Red Viper flotaba en silencio sobre las aguas calmas, mientras la capitana, temblando por la emoción y el miedo, comprendía que aquel lugar escondía secretos demasiado antiguos, demasiado vivos, como para dejarlos escapar sin advertencia.
Muy lejos de la caverna donde los valientes resistían a su destino, a millas y millas de distancia, un silencio solemne dominaba el despacho de Sir Reginald Hargrave.

El salón era una obra de ostentación británica: paredes revestidas en madera oscura, alfombras persas que amortiguaban cada paso, y cortinas de terciopelo rojo que caían pesadas hasta el suelo. Estantes repletos de volúmenes encuadernados en cuero rodeaban la estancia, junto a mapas desplegados en marcos dorados que mostraban rutas comerciales, océanos aún desconocidos y territorios marcados con el sello de la Compañía de las Indias Orientales. Sobre la mesa de roble macizo reposaban plumas de ave, tinteros de plata y un candelabro de siete brazos que arrojaba destellos dorados sobre los papeles.

Sir Reginald escribía con precisión, la pluma deslizándose firme sobre el pergamino. Frente a él, en un sillón menor, el hombre de mayor rango justo por debajo suyo esperaba en silencio, moviéndose nervioso, sin atreverse a interrumpir. Sus manos jugaban con el borde de su sombrero, mientras gotas de sudor le nacían en la frente.

Al fin, Sir Reginald dejó la pluma, secó la tinta y selló la carta con el emblema de la Compañía. La levantó con gesto solemne y la entregó sin levantar la voz.
  • Esta es la última. Hazlas llegar a cada uno de nuestros puertos. Quiero que todos los hombres sepan la urgencia de encontrar al Red Viper.
El subordinado tragó saliva antes de responder.
  • Mi señor… ¿que sucederá si desviamos tantos recursos? Los puertos quedarán descubiertos, el comercio se verá afectado… la Compañía no puede descuidar sus obligaciones…
No hubo respuesta. Solo la mirada de Sir Reginald, penetrante, helada. Dos segundos bastaron para quebrar cualquier resistencia. El hombre se encogió, balbuceó una disculpa torpe, se levantó apresurado y salió de la habitación sin osar mirar atrás.

Sir Reginald permaneció inmóvil un instante, y luego se incorporó de su enorme silla de respaldo tallado. Lo siguió con la mirada llena de desprecio hasta que la puerta se cerró. Entonces caminó lentamente hacia el ventanal, apartó las pesadas cortinas y se detuvo frente al río Támesis.

La ciudad de Londres se extendía más allá de la ventana. Era un hervidero de actividad: los mástiles de los barcos asomaban como un bosque de madera en los muelles, las chimeneas lanzaban columnas de humo gris al cielo plomizo, y las campanas de las iglesias se mezclaban con el bullicio de mercaderes y pregoneros. Carretas cargadas de especias, sedas y té recorrían las calles embarradas, mientras nobles con pelucas empolvadas compartían acera con mendigos que extendían las manos. Una ciudad rica y miserable a la vez, orgullosa de sus conquistas y hambrienta de más.
  • ¿Tenemos noticias de la ciudad flotante? - preguntó sin apartar los ojos del río.
  • Aún no, mi señor - respondió una voz desde las sombras de la estancia - Suponiendo que los hayan interceptado, aún es muy pronto para que lleguen noticias.
Sir Reginald se giró despacio, midiendo cada segundo, y lo miró con severidad.
  • ¿Estás seguro… de que se dirigen al Ártico? - preguntó Sir Reginald, severo, clavando la mirada en la penumbra.
  • Sí, mi señor - respondió la voz con calma, y una sonrisa apenas visible - Allí me dirigía yo antes de toparme con Hong Long.
Hubo un silencio, denso como el plomo, hasta que la voz añadió, con un matiz de orgullo en su tono.
  • Conozco a esa mujer… yo mismo le enseñé todo lo que sabe. Su corazón es intrépido, jamás se rinde. Seguirá navegando hasta encontrarlo, os lo prometo.
Sir Reginald entrecerró los ojos y, por primera vez en toda la velada, dejó que una sonrisa maliciosa se dibujara en su rostro.
  • Parece que la admiráis - dijo con un deje burlón.
De entre las sombras emergió la figura del hombre que hablaba: un joven de mirada astuta y sonrisa fácil, cuyos grilletes en muñecas y tobillos no alcanzaban a borrar su aire de libertad innata. La natural alegría en sus facciones desentonaba con el hierro que lo encadenaba.
  • Si hay alguien que pueda encontrarlo, es ella - afirmó con firmeza - Podéis estar seguro de mis palabras.
Sir Reginald lo observó un instante, como un depredador que mide la fuerza de su presa antes de decidir si devorarla o no. Se giró lentamente hacia el ventanal, el río Támesis aún palpitando bajo la bruma.
  • Espero que así sea, De la Vega - murmuró con voz gélida - Por tu propio bien. Porque los dos sabemos perfectamente lo que te ocurrirá… si no vuelves a pisar pronto el mar.
El tintineo metálico de los grilletes resonó en la estancia, como un presagio oscuro.
La sonrisa seguiá, pero el misterioso hombre que se ocultaba detrás de ella, se estremeció. Tan solo podía desearle suerte a su jóven amiga, a su alumna, a la que había llegado a considerar su propia hija.

Continuará…
 
Magnifico capitulo. Sir Reginald es un HP redomado que merece morir de forma cruel a manos de los que oprime, creo que será De la Vega marcándole una Z en el pecho y la capitana cortándole su hombría y tirándosela a los perros.
Mereció la pena la espera 👏👏👏👏👏👏
 
Capítulo 21 - Barados en el corazón helado: El anciano y el ‘niño’

Grace se secó el sudor de la frente con el dorso de la mano. El sol brillaba alto, y las gaviotas volaban libres, trazando círculos en el cielo azul. Tomó el cucharón de metal con ambas manos pequeñas y bebió con ansia varios tragos de agua fresca.
  • ¡Buen trabajo, Grace! - rió Will ‘el Hacha’, despeinando sus rizos rojizos - Si sigues así, pronto podrás navegar tu propio navío.
  • ¡Gracias, Will! - respondió la niña con una sonrisa orgullosa, devolviéndole el cucharón y plantándose con los brazos en jarra.
Alzó la vista hacia las velas que ondeaban al viento y cerró los ojos un instante, llenando sus pulmones del olor salado del mar. Al abrirlos, lo vio: Diego, tumbado en la proa, recostado en la sombra. Un sombrero ladeado le cubría el rostro, y sobre su pecho descansaba un libro viejo, con las páginas onduladas por la humedad. Dormía como si nada en el mundo pudiera perturbar su calma.

Grace se acercó con pasos curiosos y se sentó a su lado.
  • Hola, Grace - dijo él sin abrir los ojos - Dime, ¿ya terminaste la faena que te pedí?
  • ¡Sí, capitán!
  • ¿Y te aseguraste de enjuagar bien los cubos, y no dejar restos de salitre?
  • ¡Sí capitán! - contestó ella con prisa - Los limpié con arena y agua de mar, como me enseñaste.
Diego sonrió sin moverse.
  • Bien hecho, pequeña.
Grace lo miraba fijamente, inquieta, mordiéndose el labio. Sus ojos infantiles brillaban con un torrente de preguntas que no se atrevía a soltar.
  • Desde aquí puedo oír tu cabecita dar vueltas, Grace - dijo él, aún con el sombrero echado - Anda, pregunta.
  • ¿Tienes esposa? ¿Hijos?
Diego soltó una carcajada que retumbó en la cubierta.
  • Directa y al grano… Eres lo que no hay, niña. - Se levantó un poco el sombrero y dejó que sus ojos se cruzaran con los de ella - No, Grace. Ni mujer, ni niños.
  • ¿Por qué?
Él guardó silencio unos segundos, la miró sin pestañear. Luego, la sonrisa volvió a asomar en su rostro bronceado.
  • Porque no es para mí. Mi único compromiso es con el mar… y con la libertad.
Grace abrió los ojos con asombro, como si esas palabras fueran un secreto sagrado.
  • ¿Pero no te gustaría amar a una mujer? ¿Casarte, y tener hijos?
Diego desvió la mirada hacia el horizonte.
  • ¿Y qué vida podría darles yo? ¿Una vida de tormentas, de huidas, de espadas desenvainadas? No… no es para mí. El mar no comparte. Él lo reclama todo: tu cuerpo, tu alma, tu destino. Y en su abrazo duro y eterno está la verdadera libertad. Libre como el viento que no obedece a nadie, libre como las olas que nunca se detienen.
El silencio que siguió pesó en la niña, clavando una semilla invisible en su interior. Ella misma giró la cabeza y contempló el horizonte como si lo viera por primera vez.
  • ¿Y tú, Grace? - preguntó Diego al cabo de un rato - ¿Quieres marido? ¿Hijos?
  • Soy muy pequeña todavía… - murmuró ella.
Diego rió suavemente.
  • No ahora, chiquitina. Me refiero a cuando seas mayor.
Grace guardó silencio, y con los ojos fijos en el mar respondió con voz baja pero firme:
  • No lo sé… Creo que tampoco es para mí. Yo quiero lo mismo que tú, capitán. Quiero surcar los mares, vivir aventuras, descubrir todo el mundo.
Diego se incorporó apenas lo justo para posar su mano sobre la de ella. La apretó con ternura, con esa mezcla de complicidad y destino compartido.
  • Lo conseguirás, Grace, lo sé. Tengo el presentimiento de que tu nombre se recordará por siempre, pero recuerda…
  • ¿Capitana? ¿Hola? ¿Está ahí?
  • Sí… perdona, Halcón - respondió Grace volviendo en sí, como arrancada de un ensueño.
  • ¿Seguro que se encuentra bien?
  • Sí, tranquilo. No es nada…
Grace forzó una sonrisa, pero el único ojo del vigía la atravesaba con escepticismo.

Se encontraban en el camarino de la capitana, frente al escritorio, dos candiles ardiendo con luz trémula. Grace se recuperaba aún del golpe, con la cabeza vendada en lienzos blancos, teñidos aquí y allá por el rojo de la herida. A su lado, Vihaan permanecía atento, sus ojos oscuros siguiendo cada uno de sus gestos. Él sabía que no estaba bien; desde aquel golpe, la capitana parecía perderse en sus propios pensamientos, absorta, como si el mundo real la reclamara a medias.
  • Como le decía - continuó Halcón, rascándose la barba áspera - los hombres están trabajando duro. Ya hemos reparado casi todos los daños del casco y los mástiles…
  • ¡Eso es una noticia estupenda, vigía! - interrumpió Grace, intentando sonar animada.
  • No cante victoria tan rápido - gruñó el tuerto, frunciendo el ceño - Tenemos un problema.
Grace se irguió con dificultad.
  • ¿Cuál?
  • No hay viento.
  • ¿Cómo dices?
  • ¡Que no hay viento, capitana! - repitió Halcón con voz más alta, como si así lograra despertar su atención del todo - Ayer los españoles salieron con un bote a reconocer el terreno. Al volver, confirmaron lo que todos ya temíamos. Estamos en una cueva. Una enorme, sin duda… pero bajo tierra.
El silencio pesó un instante. Vihaan dio un paso hacia ella y habló con calma, casi como un maestro con un alumno.
  • Grace, piensa en ello… Aquí no tenemos sol que caliente el aire, ni luna que mueva las aguas. Sin el calor del día no hay corrientes de aire que soplen en las velas. Sin la fuerza de la luna, el mar no sube ni baja con las mareas. Aquí todo está muerto, detenido.
Grace apretó la mandíbula, mascando la impotencia.
  • Y si no hay viento… - añadió Halcón con tono grave.
Grace cerró los puños sobre la manta y completó la frase con rabia contenida:
  • …no podemos navegar.
  • Sé que aún no está lista para seguir… - dijo el vigía, bajando la voz, como temiendo molestarla - Pero es preciso empezar a pensar en una solución.
Grace lo miró cansada, pero asintió.

  • ¿Tú qué dices, Vihaan?
El joven astrónomo se inclinó hacia delante, con los dedos entrelazados.
  • Podríamos intentar remar, Grace. Usar los botes para tirar del barco con cabos y movernos poco a poco hasta encontrar alguna corriente subterránea.
Halcón resopló, golpeando el suelo con su bota.
  • ¡Eso no servirá! Este navío no es una chalupa de pescadores. Ni con diez veces la tripulación conseguiríamos arrastrar semejante monstruo a pulso. Nos quedaríamos sin fuerzas antes de avanzar una milla.
Vihaan frunció el ceño, pero no se rindió.
  • Otra opción sería improvisar un sistema de palas en los flancos del casco, movidas por poleas y fuerza de los hombres. Como un molino, pero invertido.
Grace negó con la cabeza de inmediato.
  • Ingenioso, Vihaan, pero tardaríamos semanas en construir algo así. Y para entonces… - hizo una pausa, con la mirada perdida en la nada - puede que ya no quede tripulación para manejarlo.
El silencio pesó. Hasta que Halcón, incapaz de contener la frustración, estalló:
  • ¡Maldita sea! ¡Ojalá volviera aquel vendaval de la superficie que casi nos destroza! Al menos así no estaríamos barados en mitad de la nada.
La mente de la capitana divagaba entre dos mundos, pero de repente sus ojos se abrieron de par en par.
  • …Repite eso.
  • ¿El qué, capitana?
  • Lo que has dicho de la superficie.
  • Que… ojalá volviera aquel vendaval…
  • ¡Exacto! ¡Eso es! - gritó Grace, incorporándose de golpe de la silla.
Vihaan y Halcón se miraron incrédulos, pensando que el golpe en la cabeza había acabado por nublarle la razón.
  • ¡Bishnu! ¿Es que no lo entendéis?
Los dos hombres se cruzaron una mirada, encogiéndose de hombros sin comprender.
Grace bufó, exasperada.
  • Para ser yo la que se golpeó la cabeza, parece que os falla más la memoria a vosotros. ¿No os acordáis? ¡Lo que ocurrió en el bosque de Svalbard!
  • ¡Es verdad! - exclamó Halcón, con la chispa de la ilusión volviendo a su ojo solitario - ¡El viento! ¡Lo recuerdo! Cuando tiró al suelo a esos asaltantes.
  • ¡Vamos a hablar con él! ¡Rápido! - Grace echó a andar con determinación.
Pero apenas dio tres pasos, sus piernas cedieron. Vihaan y Halcón corrieron a sujetarla antes de que cayera de bruces contra el suelo.
  • Grace, escucha - dijo Vihaan con dulzura, ayudándola a recostarse - Será mejor que descanses… Nosotros nos ocupamos.
  • Pero… si estoy bien, de verdad…
  • ¡Capitana! - la interrumpió Halcón con voz grave, implacable - La necesitamos fiera y dura como siempre. Así que descanse. Cuando salga a cubierta, la queremos con todas sus fuerzas recuperadas. ¿Entendido?
Grace cerró los ojos, rindiéndose a regañadientes, y asintió. Dejó que la tumbaran en su catre, mientras ellos abandonaban el camarote, la puerta cerrándose tras de sí con un chirrido pesado.

Lentamente, comenzó a deslizarse de nuevo hacia el mundo de los sueños. La fatiga pesaba sobre sus párpados, el dolor en su cabeza aún latía con cada respiración. Pero antes de entregarse del todo al descanso, una voz, afilada y cortante como el filo de una daga, emergió desde la oscuridad.
  • ¿Cómo se encuentra, capitana?
Grace dio un respingo, incorporándose de golpe en el catre. Su mirada recorrió las sombras hasta que la vio. Había surgido del rincón más oscuro de la estancia, sin gesto alguno, sin sonrisa, sin emoción. Silenciosa e imperturbable, como un espectro.
  • ¡Por todos los diablos Akuma! - exhaló Grace, llevándose la mano al pecho - Tienes que dejar de hacer eso, ¿me oyes?
Trató de relajarse, el corazón aún le golpeaba en las costillas. Aunque con el fantasma cerca, nunca se lograba del todo. Aquella mujer provocaba el mismo efecto en todos los tripulantes: desasosiego. Sí, había demostrado ser una de ellos, jugándose la vida por Bum-Bum sin dudarlo, pero incluso así… nadie se sentía cómodo en presencia de ella. Nadie salvo, quizá, el loco escocés, que parecía fascinado por aquella belleza fría y letal.
  • Lo lamento… - dijo Akuma con voz plana, inclinando apenas la cabeza - No es mi intención molestar.
  • No molestas, Akuma - respondió Grace, recuperando algo de aplomo - Solo digo que… podrías usar la puerta, como todos los demás.
La japonesa ladeó la cabeza, y sus ojos se desviaron hacia la puerta, como si intentara descifrar la lógica de esa idea. Usar la entrada, anunciar su presencia… ¿para qué? Su silencio lo decía todo: revelar su presencia le parecía un sinsentido.

Sin responder, avanzó hasta ponerse de rodillas junto al catre. Sus movimientos eran tan fluidos que parecían irreales.
  • Los hombres están preocupados, capitana - dijo en voz baja - Su tripulación es fuerte y aguerrida, trabajan sin descanso. Pero… - la miró a los ojos, con una frialdad que parecía atravesar la piel - está claro que necesitan el empuje de la Víbora Roja.
Grace bajó la mirada, frustrada.
  • Créeme, fantasma… - susurró - si pudiera, saldría a cubierta ahora mismo. Pero no soy capaz ni de dar dos pasos sin caerme.
Entonces, sin previo aviso, Akuma extendió una mano y la posó sobre la frente de Grace. Su piel era helada, como si la misma muerte la acariciara. La otra mano descendió suavemente hasta el pecho de la capitana, buscando el ritmo de su corazón.

Grace sintió cómo su pulso se aceleraba de inmediato, traicionándola. Aquella asesina podía matarla en un instante… y, sin embargo, estaba allí, tocándola con una calma inquietante.
  • ¿Se fía de mí? - preguntó Akuma al fin, abriendo sus ojos rasgados y clavándolos en los suyos.
Grace vaciló. ¿Cómo fiarse de alguien cuyo propio nombre significaba “muerte”? Su instinto gritaba que no, pero sus labios pronunciaron otra cosa.
  • …Sí. Me fío. - La voz le tembló.
Akuma asintió apenas, y murmuró:
  • Ahora vuelvo.
Grace parpadeó. Y, al abrir los ojos, Akuma ya no estaba. Había desaparecido, como si nunca hubiera estado allí.
De pronto la puerta del camarote se abrió de par en par, de un golpe que casi la arranca de sus goznes. Una voz estruendosa, alegre, llenó el espacio como un trueno tropical.
  • ¡Capitanaaaaa! ¡¿Dónde está mi víbora favoritaaaaa?! - canturreó Yara, entrando como una tormenta de risas y colores. Llevaba un pañuelo rojo en la cabeza y traía los brazos cargados de cuencos y frascos que desprendían olores intensos: hierbas secas, ungüentos espesos, aceites que recordaban tanto a la selva como al humo de un fuego ritual.
Caminaba moviendo las caderas al ritmo de una canción caribeña que iba improvisando con su propia voz grave y musical:
  • La roja no muere, la roja resiste, aunque caiga al suelo siempre persiste…
Con un gesto exagerado, dejó los cuencos en la mesa, y sin pedir permiso se dejó caer de golpe sobre la cama de Grace, haciendo que el colchón chirriara.
  • ¿Cómo vamos, hermana? - preguntó con una sonrisa amplia, mostrándole todos sus dientes blancos. Se inclinó hacia ella con picardía - Bueno… mejor cara sí que tienes. ¡Y eso ya es mucho decir, porque la tuya nunca ha sido gran cosa!
Grace soltó una carcajada ahogada y, sin pensarlo, la empujó hacia un lado.
  • ¡Serás idiota, Yara! ¡Yo estoy hecha una diosa! - replicó con fingida ofensa.
  • ¿Una diosa? ¡Ja! - rió Yara, revolviéndose y empujándola de vuelta - ¡Será la diosa de los sapos!
Se enzarzaron en un juego de manotazos y empujones, más caricias que peleas, hasta que ambas acabaron riendo a carcajadas, la capitana olvidando por un instante su debilidad.
  • Ya, ya… - dijo Yara al fin, apartándose con una sonrisa y palmeándole la pierna - Si te agitas tanto, me vas a echar a perder el trabajo.
Se levantó y comenzó a preparar sus remedios sobre la mesa. Machacó unas raíces en un cuenco de barro, mezclándolas con un aceite espeso que olía fuerte a alcanfor y resina.
  • Mira, Grace - explicaba mientras molía con energía - los hombres están trabajando duro allá arriba. El casco está casi reparado, las velas ya remendadas… hasta Halcón anda trabajando con ojo de buitre, y eso que le gusta más dormitar que vigilar.
A continuación, tomó un puñado de hierbas secas, las frotó entre sus manos y las arrojó sobre la mezcla, que comenzó a soltar un aroma penetrante.
  • El mástil mayor lo reforzaron con maderos de la bodega, y Macfarlane ha tenido la cabeza fría para organizar a todos. Hasta el saco de huesos de Bishnu ha estado útil, ¿te lo imaginas? - rió, removiendo la pasta con un palo de hueso hasta que tomó una consistencia pastosa.
Se giró hacia Grace con una sonrisa cómplice. Luego volvió a centrarse en su trabajo.
  • No te preocupes, hermana, que tu tripulación está cumpliendo. Tú preocúpate de sanar… y de aguantarme este mejunje en la frente sin chillar como una niña.
Sonrió, levantando el cuenco humeante como si fuera un trofeo. Al volver a girarse triunfante con el cuenco humeante en alto, soltó un grito desgarrado:
  • ¡¡Ay, mi madre!!
El cuenco se le resbaló de las manos, cayendo al suelo y desparramando el ungüento en una mancha espesa que llenó el camarote de un olor aún más fuerte. Al lado de Grace, silenciosa como una sombra, estaba Akuma. Arrodillada, inmóvil, con la mirada vacía fija en ella. No se sabía desde cuándo estaba ahí.
  • ¿Pero de dónde… de dónde demonios has salido? - preguntó Yara, llevándose la mano al pecho, el corazón aún desbocado.
Akuma ladeó apenas la cabeza, como si estuviera meditando la respuesta.
  • Por la puerta… como todos los demás.
Lo dijo con la voz tan neutra y seria que, aunque pretendía ser una broma, el ambiente se volvió aún más gélido. Las dos amigas se miraron entre sí, esperando que alguna soltara la carcajada. Pero nadie rió. El silencio se espesó en el camarote, hasta que Akuma, sin inmutarse, extendió un trozo de tela negra sobre el suelo.

Con un movimiento pausado desplegó sobre él un pequeño estuche de madera barnizada. En su interior, perfectamente ordenados, había instrumentos largos y finos de metal, envueltos con tiras de papel aceitado; también pequeños sobres de hierbas secas, fragmentos de hueso pulido y un cuenco esmaltado con símbolos trazados a pincel.

Yara, que no podía contener su curiosidad, se agachó junto a ella, poniéndose de rodillas.
  • ¿Y todo esto qué es, fantasma? - preguntó, señalando con un dedo atrevido, como si fueran juguetes extraños.
Akuma apartó su mano y empezó a pasar los dedos por los objetos con un cuidado reverencial, respondiendo con calma.
  • Agujas de sanación… hierbas amargas para equilibrar el cuerpo… y piedras que devuelven el calor a la sangre. - Alzó una de las finas varillas metálicas que brilló con un destello frío - Con esto se mueve la energía que habita en la carne. Lo que vosotros llamáis dolor, nosotros lo llamamos bloqueo. Se clava aquí… - apuntó al cuello de Grace con precisión quirúrgica - y la sangre vuelve a fluir como el río que encuentra el mar.
La capitana tragó saliva con fuerza al escuchar la palabra clavar.
  • No se preocupe, capitana - añadió Akuma, alzando por primera vez un leve atisbo de sonrisa que no llegó a sus ojos - El dolor dura solo un instante… la vida entera, en cambio, se alivia.
Por primera vez desde que Akuma desplegó sus misteriosos utensilios, tanto Grace como Yara guardaron silencio. Se miraron entre sí, intercambiando una chispa de miedo y, sin embargo, de fascinación. Era casi absurdo pensarlo: darle un voto de confianza a una mujer cuya mera presencia significaba el fin. Y, peor aún, aceptar que su manera de sanar consistiera en clavar agujas en la carne. La ironía era tan clara como la luz del sol en alta mar:

Yara, con sus ungüentos espesos, sus manos tibias y caricias impregnadas de olor a hierbas, sanaba cantando dulces melodías yoruba que parecían arrullar al cuerpo hasta que este curaba por sí mismo. Akuma, en cambio, trabajaba fría y callada, sin canto ni caricia. Sus dedos se movían como cuchillas, precisos, certeros, punzando la piel con varillas de acero. Un método que parecía más propio de una asesina que de una curandera. Y sin embargo, había en ello algo hipnótico.

Grace apretó los dientes cuando la primera aguja penetró la piel de su cuello.
  • ¡Aaah, maldita sea, eso duele!
Akuma no se inmutó.
  • Relájese - dijo con voz baja, casi como una orden que no admitía réplica.
Sin apartar la mirada de su trabajo, añadió en un murmullo sereno:
  • El dolor es el más sabio de los maestros, capitana. Enseña lo que la comodidad oculta. Para avanzar, primero hay que sufrir… y cada punzada que sienta ahora es el muro que su cuerpo derriba para volver a ser libre.
Mientras hablaba, sus manos seguían un ritmo casi ritual. Insertaba las agujas con una precisión asombrosa, girándolas apenas, como si dibujara invisibles caminos en la carne. El rostro de Grace se contraía de dolor, pero una extraña sensación de calor comenzaba a recorrerle las extremidades, como si una corriente olvidada hubiera despertado.

Yara observaba de cerca, inclinada, con la boca entreabierta. Sus ojos brillaban con una mezcla de incredulidad y curiosidad. Acostumbrada a sanar con abrazos, rezos y aromas dulces, ver a Akuma pinchar a su amiga como si fuera un muñeco de tela le parecía una crueldad refinada… y al mismo tiempo, un arte oscuro del que no podía apartar la vista.
  • Esto es… una locura - susurró al fin, como si confesara un pecado - Pretendes sanarla haciendole heridas…
Akuma levantó apenas un ojo hacia ella, y sin dejar de clavar la siguiente aguja, respondió con su calma impenetrable:
  • Así es. A veces hay que sangrar para vivir.
Grace, que había empezado la sesión entre quejidos y muecas, notó de repente que el calor extraño que recorría su cuerpo se iba transformando en algo distinto. La presión en la sien comenzó a ceder, su respiración se volvió más profunda, y hasta la punzada en las costillas - ese dolor persistente desde la caída - se sentía como amortiguada.

Abrió los ojos, sorprendida.
  • Es… increíble… - dijo con voz entrecortada, casi incrédula - Me siento más ligera… como si mi cuerpo se estuviera despertando de un letargo.
Akuma, impasible, giró con suavidad otra de las agujas, observando cómo la piel reaccionaba al instante.
  • Funciona porque el cuerpo es un río, capitana - explicó con calma - Y a veces ese río se bloquea, se estanca. Cada aguja abre un cauce invisible, libera la corriente que corre bajo la carne. No es magia. Es la ciencia del equilibrio.
Grace cerró los ojos, dejándose llevar por aquella sensación, mientras su respiración se acompasaba. Yara, fascinada, no pudo contenerse.
  • ¡Quiero aprender! - exclamó con entusiasmo - Quiero saber cómo se hace, fantasma. ¡Imagina combinar tus agujas con mis cantos y mis hierbas! Seríamos imparables.
Se inclinó hacia ella, sonriendo, y con un gesto espontáneo pasó una mano por encima del hombro de Akuma, en señal de cercanía. Pero antes de que sus dedos hicieran contacto, la asesina levantó la vista. Sus ojos, negros y profundos como un abismo sin fondo, se clavaron en los de la caribeña. Y, con voz gélida, serena e inmutable, dijo:

  • No me gusta que me toquen.
El aire se volvió denso. Yara retiró la mano con un respingo, entre divertida y ofendida, aunque más intrigada que molesta. Sus labios esbozaron una sonrisa nerviosa, como quien recibe una advertencia que en realidad es un desafío.

Grace, en cambio, soltó una carcajada suave y aliviada. Se notaba mucho mejor, el dolor había cedido, y la claridad regresaba a su mente como si una niebla se hubiera disipado. Y pensó, con cierto asombro, en lo irónico de todo aquello: estar en manos de una asesina fría como la muerte… y sin embargo sentirse más viva que nunca.

Mientras tanto, Akuma volvió a su trabajo sin añadir palabra, silenciosa como siempre, sus manos rápidas y precisas, moviéndose como una sombra. El contraste no podía ser mayor.

Yara, pura vida y calor, todavía tarareando un canto alegre a media voz; Grace, tumbada con una sonrisa renovada en los labios; y Akuma, silenciosa y letal, curando con agujas como si blandiera armas invisibles.

Un trío improbable, pero en ese camarote, en ese instante, parecían unidas por un mismo pulso.
Grace lo supo en ese momento, con certeza absoluta: eran distintas como la noche y el día, pero juntas iban a formar un equipo formidable.

Justo arriba de ellas tres, el murmullo del trabajo llenaba la cubierta como una sinfonía organizada de caos: golpes de martillo contra madera, el crujir de cabos tensados, el roce de los cepos al lijar tablas húmedas y las voces graves de marineros mezcladas con risas nerviosas.

Yrsa, enorme como un roble, sostenía un mástil casi ella sola, mientras Mordisquitos empujaba por el otro extremo con la fuerza bruta que le daba su corpulencia salvaje. Entre ambos, Gláfur obedecía las órdenes de la mujer nórdica con movimientos torpes pero poderosos, arrastrando cuerdas y tirando de los herrajes como si fueran hilos de lana.

Un poco más allá, Bum-Bum iba detrás de Macfarlane como un perrito faldero, cargando clavos y herramientas demasiado grandes para sus manos infantiles. Gipsy se las ofrecía mientras le robaba piezas del cinturón al escocés para trepar con ellas a los obenques, lanzando chillidos burlones. Macfarlane los perseguía a ambos entre insultos, pero sin perder nunca la sonrisa de loco que le iluminaba la cara.

Los españoles y los nórdicos trabajaban codo a codo; Cortés y Bhagirath habían entablado una amistad basada en el respeto mutuo y la admiración por la destreza del otro, intercambiando sonrisas y bromas mientras movían tablones y aseguraban velas. Todos juntos se movían como un enjambre, maderas y manos cruzándose, hombres de tierras distintas unidos por la necesidad.

Halcón vigilaba desde la pasarela con su ojo único, mientras Vihaan se inclinaba hacia el anciano, que permanecía sentado sobre una caja de vino vacía. No olía a ron. No temblaba la botella en su mano. La maldición seguía activa. Hablaba, sí, pero sus palabras eran un río de acertijos.
  • Querer no abre donde el poder no camina. Pides sombra de viento, y yo no engendro brisas, solo giro lo que no respira. ¿Qué se inclina si el vacío me mira?
Vihaan frunció el ceño, intentando comprender, mientras el tuerto resoplaba impaciente:
  • Otro de esos malditos acertijos, Vihaan… Ten dale de beber esto!
  • No podemos enborracharlo cada vez que necesitemos hablar con él! No es sano!
  • Está bien! Más para mí entonces - sonrió el vigía abriendo la botella.
  • Además, creo que puedo entenderlo…
  • ¿De verdad? Genial! Que acaba de decir, a ver…
  • Creo que… creo que no puede crear viento, solo transformarlo. “No engendro brisas, solo giro…”
  • Si tú lo dices…
Bishnu continuó, más para sí que para los demás:
  • Quien anhela la huida no sigue los labios del cielo… rastread donde la penumbra se estremece y la roca suspira. Allí el aliento del vacío aún corre entre los huesos del mundo.
Vihaan abrió los ojos, intrigado.
  • Penumbra y roca…
Halcón escupió al suelo, molesto.
  • Por todos los diablos, ¿qué demonios significa eso?
Bishnu alzó su bastón hacia la caverna inmensa que se abría sobre ellos más allá de los mástiles, oscura y silenciosa:
  • El fin no susurra, descendientes del polvo. El seno de lo hondo exhala como dama adormecida. Oíd su hálito en la muerte. El corazón de la tierra que sopla.
Halcón se encogió de hombros, dandolo por imposible. Vihaan, en cambio, se quedó pensativo, como si las palabras del viejo hubieran plantado una semilla en su mente.
  • Entonces… ¿quieres decir que debemos buscar corrientes ocultas de aire dentro de la cueva para mover las velas?
Halcón bufó y sacudió la cabeza, escéptico y frustrado.
  • Yo digo que mejor soplar entre todos y nos ahorramos este sinsentido. Acabaremos antes amigo, anda… dale de beber!
Vihaan sonrió levemente, negando con la cabeza, mientras observaba la inmensidad de la cueva y a los hombres y mujeres que trabajaban sin descanso, deseando pronto navegar por esos misterios escondidos. Luego se frotó la barbilla, miró hacia el oscuro techo de hielo que cubría la cueva, donde la luz azulada del cielo apenas se filtraba.
  • “la penumbra que se estremece… rocas que suspiran… el aliento del vacío aún corre entre los huesos del mundo” - murmuró - Quizá… quizá no habla de aire como tal, sino de algo que se mueve allí arriba.
Halcón alzó una ceja, cruzado de brazos, impaciente.
  • ¿Algo que se mueve? ¿Qué demonios? Si algo se moviera ya lo habría visto. Eso de lo que hablas no es viento, es solamente tu imaginación, Vihaan. Vamos! Dale de beber y acabemos con esto de una vez!
  • No, escucha - insistió Vihaan - Bishnu dijo “el corazón de la tierra sopla”. Si el aire no existe, la corriente debe venir de algo… algo vivo. Algo enorme… - sus ojos se clavaron en el techo - Como lo que Grace creyó ver…
Macfarlane, que pasaba llevando un tablón gigante sobre el hombro, se detuvo y se inclinó, entre divertido y asustado:
  • ¿La capitana vio un monstruo, dices? ¡Bah! Seguro que era un estalactita gigante cayéndose.
Pero Vihaan continuaba, señalando con cuidado hacia las sombras abismales sobre la cúpula de hielo.
  • No… no era un trozo de hielo. Grace dijo que ‘eso’ se movía con intención.
  • Vihaan! La capitana se ha golpeado muy fuerte la cabeza - dijo Halcón - es lo más normal que vea cosas raras…
Pero el astrónomo ya no escuchaba.
  • La “penumbra que se estremece” podría ser él, oculto en la oscuridad. “La roca que suspira”… tal vez el techo mismo se deforma con sus movimientos.
Bishnu permaneció en silencio, observando, y finalmente dijo con su voz críptica:
  • Aquel que decida agitarse entre roca y penumbra ni yacerá ni dormirá. Atiende al suspiro del hueco, acompasa tu pulso, y haya tu andar.
Vihaan frunció el ceño, creyendo entender.
  • El techo… la criatura se mueve entre la piedra, siguiendo el latido de la cueva. Su respiración crea corrientes que podrían… podrían empujar las velas si usamos esa fuerza.
Halcón soltó un bufido y sacudió la cabeza, incredulo.
  • ¡Vamos, Vihaan! Estás inventando monstruos ahora.
  • No invento nada - respondió Vihaan, serio - Hay algo allí arriba, si Grace dijo que lo vió, yo la creo. Hay que encontrarlo. Debemos estudiar su patrón de movimiento. Si usamos esas corrientes, aunque la superficie esté en calma, el Red Viper podría navegar de nuevo.
Macfarlane lanzó una carcajada nerviosa, frotándose la frente.
  • Así que nuestro viento viene de un monstruo invisible que respira entre las piedras… ¡Fantástico! Solo faltaba esto para acabar de arreglar el día.
Pero Vihaan no se inmutó. Señaló hacia la oscuridad, hablando entre murmullos para sí mismo. Halcón bufó de nuevo, pero algo en la expresión del astrónomo, en la manera en que sus ojos seguían los movimientos imaginarios del techo de hielo, hizo que un silencio respetuoso cayera sobre la cubierta. MacFarlane siguió trabajando, pero ahora no solo reparando el navío, sino atento a cada susurro, a cada sombra, esperando sentir el aliento de la caverna y del monstruo que decía habitarla.

La duda seguía presente en todos, pero de nada servía preocuparse. Antes de pensar en el viento había algo más urgente en lo que gastar tiempo y fuerzas: reparar el navío. Así que continuaron trabajando en equipo, animándose unos a otros, sin descanso y luchando contra el agotamiento. El extraño paisaje que se extendía hasta el infinito no era lo único antinatural en el corazón del hielo. Tampoco lo era el calor sofocante que les hacía sudar, pegando la ropa a sus cuerpos y asfixiando la piel. El tiempo, dentro de aquella inmensa caverna, parecía detenido. La noche no sucedía al día; no había ciclos ni relojes naturales. Todo permanecía inmóvil, siempre bajo aquella luz mortecina y azulada que teñía el mundo de irrealidad.

Bishnu, aunque guardara en su interior un poder sobrenatural que nadie alcanzaba a comprender del todo, a la vista no era más que un viejo huesudo y frágil. Por eso le confiaron una tarea sencilla: vigilar el reloj de arena, la única referencia posible para seguir midiendo el tiempo en aquel mundo que parecía nacido de un sueño febril.

Entonces, la puerta bajo el puesto de mando - la que conducía a las entrañas del Red Viper - se abrió de par en par. La tripulación entera se detuvo al verla. La capitana volvía de entre los muertos: fatigada y aturdida aún, pero con la sonrisa de nuevo en su rostro pecoso… y, sobre todo, de nuevo en pie.
  • ¡Grace! - exclamó Vihaan, dejando caer los tablones que cargaba y echando a correr hacia ella - ¡Cómo me alegro! ¡Bienvenida!
La capitana casi pierde el equilibrio cuando el astrónomo se lanzó sobre ella. Yara, a su izquierda, la sostuvo con una mano en el hombro y sonrió con calidez. Akuma, a la derecha, la sostuvo también, pero apartándose al instante, evitando cualquier contacto físico innecesario.
  • ¡Cuidado! ¡Que me vas a tirar, Vihaan! - rió ella, recibiendo el abrazo.
  • ¡Capitana! - se acercó Bhagirath, con los dientes brillando bajo aquel bigote enorme - ¡Me alegra volverla a ver! ¿Cómo se encuentra?
  • No estoy en mi mejor momento, señor… - contestó entre risas - pero al menos puedo mantenerme en pie.
Yara y Akuma la acompañaron unos pasos hasta que pudo apoyarse contra el mástil menor. Entonces la tripulación se abalanzó sobre ella con sonrisas y preguntas, todos deseando darle la bienvenida y asegurarse de su mejor estado.
  • ¡Hola, Bum-Bum! - sonrió Grace al sentir al niño abrazarse a su pierna - ¡Qué alegría verte, pequeño pirata!
  • ¡Capitana! Veo que ha recuperado la fuerza - dijo Cortés, inclinándose en una leve reverencia - Me alegra verla en cubierta de nuevo.
  • Gracias, Rodrigo… Yo también me alegro de verte. De veros a todos.
En ese momento Yrsa apareció saltando la barandilla de proa, empapada y con su inseparable martillo en la mano. Tras ella subió Gláfur, que al sacudir su pelaje dejó la cubierta sembrada de diminutas gotas de agua.
  • ¡Capitaaaana! - rugió la vikinga al verla. Y echó a correr como un gigante torpe y feliz.
Varios hombres se apartaron del camino y otros intentaron detenerla, temiendo que aquel abrazo pudiera resultar incluso más peligroso que el golpe en la cabeza que había dejado a Grace postrada.
  • ¡Más suave, Yrsa! - masculló la capitana entre risas, atrapada en los brazos de la mujer - Que no puedo respirar…
  • Yo saber que tú recuperar - dijo la giganta al soltarla, con una sonrisa radiante - Tú ser fuerte, dura como hierro. Yo saber que pronto volver.
  • Gracias, amiga - rió Grace, acariciando uno de aquellos brazos musculosos como troncos - Veo que vosotros tampoco habéis perdido el tiempo.
La capitana recorrió con la mirada los avances en la nave. Aún quedaba trabajo por delante, pero el Red Viper empezaba a sentirse otra vez duro y resistente, como si la madera misma hubiera decidido sobrevivir.
  • No hemos parado ni un segundo, capitana - sonrió Macfarlane, con su voz grave y serena - Puede estar orgullosa de su tripulación: trabajan duro y se quejan poco.
  • Lo estoy, escocés… lo estoy - asintió Grace - Desde mi catre no he dejado de escuchar ni un momento los martillazos y las voces incansables. Os agradezco el esfuerzo, de corazón.
  • Capitana… - dijo entonces el vigía.
  • Dime, Halcón.
  • Primero, me alegro de que se encuentre mejor.
  • Se lo agradezco…
  • Segundo, seguimos sin viento.
  • ¡Venga ya! - interrumpió Vihaan, visiblemente molesto - Ya te dije que lo había solucionado. Bishnu nos dio la respuesta.
  • ¿Solución? ¿Qué solución? - replicó el vigía, encarando al astrónomo y alzando la voz - ¡No hay monstruos colgados en la oscuridad, Vihaan! Deja de decir sandeces y sé realista.
  • ¿Monstruos? - preguntó Grace, arqueando una ceja - ¿De qué demonios estáis hablando?
Vihaan se acercó a ella. La miró unos instantes, sabiendo que lo que iba a decir sonaba a pura locura, pero se lo dijo igualmente.
  • Aquella sombra que me dijiste que habías visto moverse en el techo de la caverna… El anciano asegura que…
  • Vihaan, espera, espera un segundo… - lo interrumpió Grace, divertida - No sé ni lo que vi. Quizás fueran imaginaciones mías. Estaba medio inconsciente.
  • Ya, pero… Bishnu dijo que…
  • No quiso darle de beber - saltó Halcón, cortándole - El viejo solo balbuceó incoherencias. Nadie puede entenderlo.
  • ¡Te he dicho que sí lo entendí, tuerto, basta ya! - replicó Vihaan, perdiendo la paciencia - Si en vez de arrimarte tanto a esa botella prestaras un poco más de atención, quizás tu también entenderías algo.
  • Atrévete a decirme eso a la cara, medio hombre!
La capitana levantó las manos, pidiendo calma. En el fondo, aquella vieja escena de gritos y discusiones le devolvía la vida. Necesitaba ese caos como un sediento el agua.
  • Vihaan, relájate… No dudo que hayas podido captar algo de lo que suelta esa boca enigmática del anciano. Eres inteligente y perspicaz. Pero Halcón tiene razón: ¿por qué no dejaste que bebiera? Habrías salido de dudas al instante.
Vihaan alzó la cabeza y miró a Bishnu, que sonreía con aire beatífico mientras observaba la arena deslizarse en el reloj, como si el tiempo no significara nada para él.
  • Me sabe mal… - murmuró el astrónomo - Emborracharlo cada vez que necesitamos respuestas…
  • Estúpido santurrón de los cojones! - murmuró el vigía entre dientes.
Grace siguió con la mirada al anciano. Tan frágil y delgado, parecía un soplo que podía romperse en cualquier instante. Pero ella sabía que aquello era solo un disfraz: un cuerpo envejecido ocultando la fuerza de un semidiós.

  • ¿Te acuerdas de lo que te dije? - le sonrió Grace, sujetándole la muñeca.
  • ¿A qué te refieres?
  • A cómo hacer que un hombre hable.
  • Sí… me acuerdo - sonrió él, ladeando la cabeza.
  • Pues si no quieres que Yrsa le reviente de una patada las pelotas, dale de beber hasta que cante como un ruiseñor al alba.
La tripulación estalló en carcajadas. Vihaan, con una sonrisa resignada, asintió y echó a andar hacia el viejo. Bishnu, sin apartar la vista del reloj de arena, ladeó apenas la cabeza y murmuró con voz ronca, como si hablara más para sí que para el resto:
  • El caminante del aire no habla por el sol, sino por la felicidad que moja su alma. Bañadme en el río, para que el eco despierte.
Todos en cubierta observaron como Vihaan abrió la botella de ron y se la ofreció al anciano. Lo hizo a desgana, como si supiera que aquello no estaba bien. Pero, al contrario, el sabio la agarró animado, contento y agradecido. Sabiendo que, para él, emborracharse no era un pecado, sino la única manera de hacerse entender.

La tripulación al completo rió al verlo beber. Empinó el codo y dio varios tragos seguidos, casi con desesperación. Era un viejo sí, pero bebía como un joven que prueba sus primeros licores: sin saborearlos, solo ansioso por dejarse caer en el calor feliz del alcohol. Al terminar, miró a Vihaan y le dio unas palmaditas en la espalda, murmurando unas palabras que parecieron animar al astrónomo. Sin perder tiempo, dio un salto ágil y empezó a caminar hacia la capitana y sus hombres. El bastón en una mano y, en la otra, la botella.
  • ¡Buenos días, o tardes, o noches, capitana! ¿Quién sabe…?
  • Hola, anciano. Me alegra volver a verlo.
  • El sentimiento es mutuo - respondió Bishnu, dando un nuevo trago - Y bien, ¿qué quería preguntar esta vez?
  • ¿Puedes mover las velas con tu magia?
  • Ya se lo dije al joven astrónomo - rió el sabio - Puedo domar el viento, sí. Pero no crearlo. Nadie puede ser más fuerte que la naturaleza. Esas son las reglas…
Grace sonrió con ironía. ¿Qué reglas? ¿Quién las había escrito? Aquella respuesta solo abría más dudas en su mente, un laberinto de preguntas que nunca encontraba salida. Aunque el viejo hablara alto y claro, seguía sembrando más dudas en vez de solventarlas.
  • ¿Y entonces qué hacemos? Tenemos que movernos de algún modo…
  • Como ya le conté al joven…
No llegó a terminar la frase. Un sonido sordo, húmedo y grave sacudió el aire. El eco retumbó por toda la bóveda de hielo como un trueno subterráneo. Grace alzó la vista, instintivamente, y lo vio. Una sombra colosal que se desprendía del techo helado, justo detrás de Bishnu.

Antes de que pudiera gritar, la masa cayó al mar. El impacto fue brutal: una ola inmensa barrió la cubierta, empapando a todos y haciendo crujir al Red Viper como si se partiera en dos.
  • ¿Qué ha sido eso? - gritó alguien.
  • Una roca! - respondió otro.
Varios marineros corrieron a la borda para comprobarlo. Pero al asomarse, los gritos se congelaron en sus gargantas. Uno retrocedió tambaleante, otro cayó de espaldas sobre la madera empapada, y un tercero chilló como si hubiera visto al mismo diablo.

Grace se quedó inmóvil. Sus ojos fueron los primeros en captar la verdad. Algo surgía de entre las aguas agitadas. Primero una cabeza descomunal, húmeda y de cabellos pálidos, seguidos de unas cejas pobladas sobre dos ojos enormes que no parpadeaban. Luego una nariz, gigante y blanquecina como un acantilado. Una boca entreabierta de la que escapaban burbujas, como suspiros de un sueño milenario.
El mar explotó de nuevo cuando dos manos colosales, con dedos tan largos como mástiles, se aferraron a los costados del Red Viper. El navío entero se inclinó, temblando como un barquito de juguete atrapado en la palma de un niño cruel.

La cubierta quedó muda. Aquellos hombres y mujeres, curtidos en cien batallas, se vieron despojados de toda bravura. Nadie buscó su espada. Nadie gritó órdenes. Solo respiraciones entrecortadas y miradas paralizadas por el terror. La cabeza del monstruo los observaba. Sus pupilas inmensas iban de rostro en rostro con un brillo extraño… no de hambre, sino de curiosidad. Como si aquella bestia, nacida de la oscuridad, temiera a los humanos tanto como ellos a él.

Hombres y monstruo se quedaron mirando mutuamente sin decir absolutamente nada. Grace se dio cuenta rápidamente de que algo no estaba bien ahí. Y no era el hecho de que un gigante los estuviera observando, sino cómo lo hacía. Su rostro, enorme y sucio, era joven, casi infantil. Sus ojos grandiosos no expresaban maldad, sino pura curiosidad. Su expresión era la de un niño que se acerca, fascinado, a algo desconocido. Un niño del tamaño de una montaña, capaz de sostener un galeón entero en la palma de la mano… pero un niño al fin y al cabo.

Sus ojos se desplazaron hacia Gipsy, que montaba sobre el lomo de Gláfur. El oso avanzaba despacio, pero sin miedo, hacia el monstruoso ser. Tanto él como el capuchino olfateaban con cautela uno de aquellos dedos inmensos, como si fueran perros curiosos ante un visitante. La capitana lo supo al instante: aquel gigante caído del techo no era un peligro.

¡PUM!

El estampido de un mosquete rompió el silencio de golpe, retumbando con un eco profundo en la inmensa caverna. Todos se giraron hacia el ruido. Macfarlane sostenía el fusil aún humeante, la estela gris serpenteando por su cicatriz. Grace volvió la vista hacia la bestia. Pero ya no estaba. Sus manos aún se aferraban al barco, aunque el resto de su cuerpo se había hundido, agazapado, asustado por el estruendo.
  • ¡Basta! - gritó - ¡No dispares!
  • ¡Capitana! - rió Macfarlane, apresurándose a recargar el mosquete - No sé si sigue aturdida, pero supongo que está viendo lo mismo que yo… ¿no es así?
La cabeza del gigante volvió a asomar, esta vez solo los ojos. Todos lo vieron. Aquel monstruo con la fuerza de mil tormentas estaba temblando. Tenía miedo. Pero al loco escocés le daba igual: volvió a alzar el cañón, dispuesto a matar a aquel engendro del diablo.

El bastón de Bishnu golpeó seco sus dedos. Macfarlane gritó de dolor y el arma se le escapó de las manos, desviando el disparo. El monstruo volvió a esconderse bajo las aguas, sin enfadarse, sin defenderse, solo huyendo del ruido.
  • ¿¡Pero qué demonios haces, saco de huesos!? - bramó Macfarlane, fulminando al anciano con la mirada.
Bishnu no dijo nada. Retiró el bastón de la punta del mosquete y lo apoyó de nuevo sobre su hombro. Ningún gesto, ninguna palabra: solo aquella mirada grave, inusualmente seria, que pocas veces asomaba en su rostro normalmente alegre y distraído. Con pasos ágiles y seguros, el viejo sabio avanzó hacia la borda. El gigante, poco a poco, volvió a dejar ver sus enormes ojos sobre la superficie, fijos en Bishnu.

Yara, al lado de su amiga, sostenía a Bum-Bum en brazos como una madre que protege a su hijo ante el peligro. Grace, sin embargo, vio que el pequeño tuareg no tenía miedo. Sus ojos oscuros y brillantes eran los mismos que los de aquel gigante; solo el tamaño los separaba.
  • Tranquilo, pequeño -susurró Bishnu, acariciando con la palma de su mano uno de los enormes nudillos del gigante - Puedes salir… no te vamos a hacer daño.
El monstruo arqueó las cejas. Sus pupilas, cada una tan grande como un hombre en pie, se clavaron en aquel saco de huesos que lo miraba sin miedo. Poco a poco, la gran cabeza volvió a emerger de las aguas.
  • ¿Cómo te llamas, hijo? - preguntó Bishnu con una sonrisa amable.
El gigante abrió la boca. Sus dientes, enormes y descuidados, relucieron húmedos en la penumbra. Entonces su voz estalló.
  • Fruuuuur… friiiiiiir… frooooor…
El sonido arrastró consigo el aire de la caverna. Los cabellos de la tripulación se agitaron como si una ráfaga gélida hubiese cruzado la cubierta. El aliento del coloso olía a pescado podrido, a algas muertas y agua estancada. Aquella voz, profunda, prolongada, retumbaba como un glaciar partiéndose, como la roca derrumbándose en lo profundo de la tierra. Era fría, inmensa, aterradora… y, sin embargo, su rostro seguía siendo el de un niño asustadizo, curioso y frágil.

La tripulación tembló. Algunos retrocedieron, otros palidecieron. Incluso Akuma, cuya mirada jamás había mostrado un atisbo de debilidad, tenía los ojos muy abiertos, como si acabara de verse a sí misma por primera vez. Entonces Bishnu habló. Y lo hizo en aquella lengua imposible, gutural y antigua, devolviéndole las mismas notas cavernosas al gigante.
  • Frrrru… fffrrru friiiiarrrr… frrriiiriiiooor… - dijo con calma, rodando las erres y modulando la voz como si arrancara los sonidos de lo más profundo de su pecho.
El gigante inclinó la cabeza, sorprendido, y respondió con un rugido suave, que hizo vibrar la madera del Red Viper.
  • Frrruuuuiiiir… fffrrrraaaaooorrr…
Los hombres no entendían nada. Solo escuchaban aquel intercambio de truenos, de ecos que parecían partir la caverna en dos. Bishnu, sin embargo, sonreía con serenidad, como un abuelo hablando con un niño. Grace, clavada al mastil, no podía apartar la mirada de la escena. Aquello no tenía ningún sentido… y, sin embargo, estaba sucediendo ante sus ojos.

Intentó dar un paso hacia adelante, pero el temblor de sus piernas se lo impidió. El corazón le latía con fuerza, no de miedo, sino de la convicción de que debía acercarse. Akuma, que la observaba en silencio, la tomó con firmeza por el brazo y la sostuvo antes de que cayese.
  • Despacio… - murmuró la mujer de las sombras, colocándose a su lado - Si vas a hacerlo, no lo harás sola.
Juntas, con pasos lentos y medidos, avanzaron hacia Bishnu, que seguía conversando con aquel coloso como si hablara con un niño cualquiera.
  • ¿Qué dice, anciano? - preguntó Grace, aún aferrada al brazo de Akuma.
Bishnu sonrió de medio lado.
  • Se ha perdido. Dice que viajaba con sus padres hacia su aldea… pero una tormenta lo arrastró. Cayó por un agujero y acabó en esta cueva. Intentaba trepar por el techo… - dijo mirando hacía arriba - pero resbaló. El pobrecito no sabe cómo volver.
Grace alzó la vista. Los dos soles oscuros del gigante se clavaron en los suyos, y un escalofrío le recorrió la espalda. Tragó saliva antes de atreverse a preguntar:
  • ¿Padres? ¿Aldea? ¿Es qué acaso… Hay más como él?
Bishnu tradujo en su lengua gutural, llena de erres y sonidos profundos. El gigante respondió con un rugido largo, que hizo vibrar las tablas de la cubierta.
  • Dice que sí… cientos - interpretó el anciano.
  • Maldita sea… - escapó de los labios de Akuma, incapaz de mantener la calma - ¿Y cómo de grandes son?
Bishnu sonrió con ironía.
  • Pues… siendo él solo un niño, puedes hacerte una idea.
El gigante volvió a hablar, sus palabras arrastrando un aire frío, como un soplo de invierno. Bishnu asintió, traduciendo.
  • Dice que volvían de otra aldea. Su padre es algo así como un doctor…
  • ¿Más aldeas, dices? ¿Pero cuántos de ellos hay? - preguntó Grace, sin apartar la mirada de aquella boca colosal que podía engullir el Red Viper en dos mordiscos.
El gigante habló de nuevo, y al final pareció hacer una pregunta. Bishnu le contestó en la misma lengua imposible, sin dejar de sonreir. Entonces sucedió algo que detuvo los corazones de todos: el niño gigante le devolvió la sonrisa. Una sonrisa amplia, sincera y casi dulce, pero aterradora al mismo tiempo. Aquella boca descomunal, capaz de devorar hombres y barcos, se curvó como lo haría la de un niño agradecido. Poco a poco, apoyando sus manos enormes en la cubierta, el coloso se puso en pie. El Red Viper se estremeció, oscilando peligrosamente como un juguete atrapado en la mano de un titán. La tripulación se agarró a lo que pudo mientras la cubierta crujía con un lamento de madera.

Grace alzó la vista, sobrecogida. De cintura para abajo, el gigante seguía sumergido en el agua oscura de la caverna. De cintura para arriba, emergía como una montaña viva. Su cuerpo estaba cubierto de pieles burdas, cosidas con tendones y trozos de cuero mal curtido. Eran restos de muchos animales: osos, lobos, focas, incluso criaturas marinas desconocidas. Los jirones colgaban como capas improvisadas, húmedas y pesadas, pero suficientes para cubrir su torso joven y descomunal. El aire se llenó con el olor salado de su piel mojada, mezclado con el hedor agrio de las pieles húmedas. El gigante miraba al anciano con la misma curiosidad con la que un niño mira a su maestro.
  • ¿Qué sucede, anciano? ¿Qué le has dicho? - preguntó Grace, alzando la voz para hacerse oír bajo la sombra del coloso.
Bishnu apoyó el bastón en el suelo, miró a Grace y respondió con calma:
  • Le he dicho que le vamos a ayudar a encontrar a sus padres.
Continuará…
 
Capítulo 22 - En busca de provisones: Los misterios de la isla púrpura


Macfarlane sujetaba el timón con firmeza. Sus nudillos se marcaban blancos, y por primera vez en mucho tiempo, no gritaba órdenes ni maldecía en su lengua áspera e insultante. La tripulación descansaba en cubierta, tomándose un respiro bien merecido tras el trabajo agotador de las reparaciones. Pero incluso así, surcaban el mar. El contramaestre, sin embargo, no parecía compartir aquella calma. Sus ojos no miraban al frente, sino hacia atrás, fijos, abiertos de par en par, mascullando entre dientes y negando con la cabeza.
  • ¿Qué sucede, escocés? - preguntó Grace, sentada sobre un barril, con una sonrisa débil en los labios - ¿Es que no te fías acaso? Te veo preocupado.
Aunque el extraño ritual de Akuma había surtido efecto, la capitana aún no se sentía con fuerzas para permanecer mucho tiempo en pie.
  • Esto es un error - gruñó Macfarlane entre dientes - Un navío debería moverse con el viento o con la fuerza de los brazos de sus hombres… ¡no con las manos de una bestia, capitana!
Grace giró la cabeza y, aunque intentó no perder la sonrisa por el simple hecho de volver a surcar las aguas, un escalofrío le recorrió la espalda. Detrás del Red Viper, las manos colosales del niño gigante lo empujaban suavemente por la popa. Cada brazada era lenta pero poderosa, y hacía avanzar la nave como si fuese una cáscara de nuez. Bishnu, apoyado en la barandilla, sonreía tranquilo, dándole palmaditas en uno de los dedos enormes, como si aquel coloso fuese una simple criatura domesticada.
  • Si quisiera comernos, ya lo habría hecho - dijo el anciano, mirando la inmensa cabeza que los seguía desde el agua - Compartimos destino con este… con este…
  • Con ese monstruo, dilo claro! - escupió Macfarlane - No me preocupa que nos ataque, capitana. Tanto él como nosotros deseamos salir de esta cueva, en eso tiene razón el saco de huesos.
  • Entonces, ¿qué es lo que te preocupa?
  • Me preocupa cuando llegue la hora de cenar y le entre el hambre, capitana.
Un silencio incómodo cayó sobre el puesto de mando. Aunque avanzaban hacia el horizonte, gracias a la fuerza descomunal de aquel ser, la mera presencia del gigante seguía siendo una amenaza latente.

Mientras, abajo en la bodega, Bhagirath con la ayuda de Cortés y los españoles hacían inventario de las provisiones, mientras achicaban agua. La tormenta la había inundado parcialmente. El lugar olía a humedad, a madera podrida y sal, y cada vez que los cubos arrojaban fuera un poco del agua acumulada, esta volvía a filtrarse por las junturas como si el barco sudara.
Bhagirath, con la camisa pegada al cuerpo, lanzó un saco vacío al montón y soltó un gruñido.
  • Maldita sea… la mitad del grano está perdido. Y la carne seca tampoco servirá para mucho más que atraer a las ratas.
Cortés, inclinado sobre una tinaja abierta, la olió y frunció la nariz, pero luego sonrió con su aire tranquilo.
  • Bueno, al menos el vino ha sobrevivido. Y las barricas de ron están intactas. Si no podemos llenar el estómago, al menos podremos llenar el alma.
Bhagirath lo miró con el ceño fruncido, como si aquel positivismo fuera un insulto.
  • El vino no alimenta, Cortés. El ron tampoco. La tripulación necesita fuerza, no alegrías momentáneas. Un hombre puede pelear con hambre, pero no con el estómago vacío durante semanas.
El español se encogió de hombros y se pasó la manga por la frente, limpiándose el sudor.
  • Y sin embargo, hermano, un trago puede mantener la esperanza cuando la barriga gruñe. Mira el lado bueno: aún tenemos pescado salado suficiente para algunos días, y si el gigante sigue empujando el barco, pronto estaremos fuera de esta tumba de hielo. Allá afuera habrá mar abierto, y con mar abierto siempre hay pesca.
Bhagirath apretó los labios, serio, y volvió a lanzar un cubo de agua hacia la escalera.
  • Rezaremos entonces para que el mar sea generoso… y que ese monstruo no decida probar carne humana antes de tiempo.
Cortés soltó una carcajada breve, golpeó el hombro de su compañero y siguió achicando con energía.
  • No te preocupes tanto, amigo. La suerte está de nuestro lado, lo presiento.
Bhagirath suspiró, sin dejar de trabajar, mientras el eco del agua golpeando los tablones llenaba la bodega. El olor a humedad, sal y grano podrido se mezclaba con el sudor de los hombres. Cada cubo lanzado fuera arrancaba un suspiro, pero la sensación era la misma: luchaban contra un barco que parecía desangrarse lentamente. Bhagirath abrió otro barril y al ver su interior lanzó un bufido de frustración.
  • Inservible… como los otros. Todo lo que se mojó con agua salada está perdido.
Cortés, a su lado, intentó suavizar la tensión. Tomó una jarra medio vacía, la olió y sonrió con resignación. Bhagirath se lo quedó mirando, serio, mientras apartaba con el pie un saco de grano deshecho convertido en papilla pestilente.
  • La esperanza no llena barrigas, Cortés. Tú quieres ver el vaso medio lleno… pero yo veo que no hay vaso. Apenas nos queda pescado salado para unos días, y este mar extraño no nos da peces. Si a eso sumas que tenemos que alimentar no solo a la tripulación, sino también al gigante… - chasqueó la lengua, negando con la cabeza - los cálculos no salen.
Cortés trató de mantener el tono positivo, aunque la realidad que pintaba su compañero era innegable.
  • Quizás ese coloso no necesite tanto como piensas. Es un niño, después de todo.
Bhagirath se giró hacia él, con una mueca amarga.
  • Un niño, sí… del tamaño de una montaña. Si come lo mismo que Gláfur en un solo día, estamos acabados.
Los hombres que achicaban agua alrededor se quedaron en silencio, conscientes de la gravedad de aquellas palabras. Cortés bajó la vista, sin réplica inmediata. Bhagirath dejó el cubo a un lado y se incorporó, respirando hondo.
  • Es necesario hacer una parada, Cortés. Encontrar comida, a cualquier precio. Si seguimos así, no llegaremos lejos. Subiré a cubierta, debo hablar con la capitana.
El español asintió, resignado, y volvió a sumergir el cubo en el agua.
  • Haz lo que debas, hermano… pero procura que no cunda el pánico. Si la tripulación pierde la calma, nos hundiremos antes que el barco.
Bhagirath apretó los labios, sin responder, y comenzó a subir por la escalera, dejando tras de sí el eco de su paso firme. Salió de la bodega con las manos aún húmedas y los registros del inventario apretados contra el pecho. Revisaba las anotaciones con el ceño fruncido, repasando una y otra vez los números que no encajaban. Iba tan absorto en los cálculos que apenas reparó en la voz que surgió a unos pasos más allá, ronca, áspera, cargada de dolor y fastidio.
  • ¡Por Freyaaa, que alguien sacar maldito clavo de una vez! - gruñía Yrsa, sentada sobre un barril.
Bhagirath levantó la vista. Allí, en un rincón de la cubierta baja, se había improvisado una especie de sala de hospital. Mordisquitos, Bum-Bum y varios marineros más aguardaban su turno, con vendas en brazos, cortes mal cerrados o quemaduras que olían a sal y a sangre.

Yara, con un paño empapado en ron y un cuchillo de cocina en la mano, se inclinaba sobre la herida del hombro de Yrsa.
  • Déjame a mí, fantasma - decía la cubana con una mezcla de cariño y firmeza - Yo sé de estas cosas, en mi tierra las mujeres paren solas y a filo de machete. Esto no es nada.
  • No con ese cuchillo oxidado - replicó Akuma, arrodillada al otro lado, con sus finas agujas ya preparadas - Tus manos tiemblan. Mi arte es más limpio, más rápido. Puedo cerrar la herida sin necesidad de cortar más.
  • ¿Arte? - bufó Yara, echándole un vistazo despectivo - Eso no es arte, son pinchazos de ratón.
  • Mejor ratón que carnicera - respondió Akuma con frialdad.
Las dos se enzarzaban en su disputa mientras Yrsa, con el rostro sudoroso y los dientes apretados, giró la cabeza al notar a Bhagirath. Lo observó con sus ojos claros, cansados pero penetrantes.
  • ¿Todo ir bien abajo, Bhagi? - preguntó, intentando disimular el dolor tras una sonrisa irónica.
Bhagirath se quedó quieto un instante, mirándola. Su cara debía de reflejar la gravedad de lo que había visto en la bodega. Recordó las palabras de Cortés: “procura que no cunda el pánico”.
  • Todo bajo control - mintió con suavidad, obligando a su rostro a relajarse - Descansa, Yrsa, ya casi sales de esta.
La mujer soltó una carcajada amarga, que se transformó en un quejido cuando Yara y Akuma intentaron atenderla a la vez. Bhagirath no dijo nada más. Guardó sus papeles bajo el brazo, apartó a un par de marineros con una leve inclinación de cabeza y siguió su camino hacia la escalera. Cada paso lo alejaba del improvisado hospital y lo acercaba al calor de la cubierta, donde esperaba la capitana.

El sirviente emergió a cubierta, agradeciendo en silencio la brisa que corría ahora que el Red Viper avanzaba. El calor húmedo de la cueva lo había calado hasta los huesos, y aquel aire leve, aunque extraño, lo reconfortaba. Subió los peldaños hasta el puesto de mando, con las hojas del inventario aún apretadas contra el pecho y la mirada hundida en los números que no cuadraban.

Pero al levantar la vista, sus pies se detuvieron en seco. El mundo desapareció de golpe. Allí, justo detrás de la popa, el niño gigante empujaba con ambas manos la nave. Su cuerpo emergía en la penumbra como un coloso nacido del agua. Cada movimiento de sus brazos hacía crujir la madera y estremecía el mar subterráneo. Bhagirath se quedó paralizado, con la boca entreabierta, incapaz de articular palabra.
  • Impresionante, ¿verdad? - dijo Grace desde un barril cercano, sonriendo. La capitana parecía más viva que nunca, aunque todavía débil. A su lado, Macfarlane sujetaba el timón con firmeza, negando una y otra vez con la cabeza, como si aquello fuera una blasfemia.
Bhagirath dio un paso al frente, tragó saliva y se inclinó hacia Grace, bajando la voz para que sólo ella lo oyera.
  • Capitana… tenemos un problema con las provisiones.
Grace lo miró de reojo, con la sonrisa desvaneciéndose.

  • ¿Qué ha sucedido?
  • Se ha filtrado agua en la bodega. La tormenta arruinó casi todo… la mayor parte de la comida ya no sirve.
Macfarlane refunfuñó con furia, apretando los dientes.
  • ¡Maldita sea! ¿Es que los dioses no van a darnos ni un maldito respiro?
Bhagirath mantuvo la calma, aunque su tono era grave.
  • Capitana, necesitamos hacer una parada para abastecernos. Agua potable, víveres… sin ellos, no resistiremos mucho más.
Grace asintió despacio. Sus ojos, sin embargo, se alzaron hacia adelante, hacia el horizonte interior de aquella caverna interminable. Entre la negrura húmeda y el reflejo de las aguas, aparecían pequeños islotes dispersos, como perlas verdes flotando en la penumbra. De ellos brotaba flora luminosa, extrañas plantas fluorescentes que brillaban en tonos azules y violetas, tiñendo las rocas y proyectando destellos en las olas.

Pero más allá, apenas visible entre sombras, Grace divisó una silueta mayor. Una isla algo más grande, con una elevación central que recordaba la joroba de una bestia dormida. Su costa parecía cubierta de árboles retorcidos, cuya luz verdosa pulsaba débilmente, como si respiraran al compás de la caverna.
  • Bishnu - gritó la capitana sin apartar los ojos de aquella visión - ¡Dile a nuestro enorme amigo que ponga rumbo hacia esa isla!
El anciano se enderezó junto a la barandilla, alzó el bastón y empezó a vocalizar aquel lenguaje gutural y remoto, lleno de erres largas y fricativos. El eco se extendió por la bóveda como un murmullo ancestral. El gigante inclinó la cabeza, escuchando. Luego, con un simple asentimiento infantil, hundió los hombros en el agua y comenzó a empujar el Red Viper hacia el este, donde aguardaba la isla brillante en la oscuridad.

El bergantín encalló suavemente en una playa estrecha, donde la arena brillaba con destellos azulados bajo la luz mortecina de la caverna. El gigante permanecía en el agua, observando con los ojos enormes y brillantes, mientras la tripulación descendía por las lanchas y tablones improvisados. Los hombres y mujeres del barco actuaban con la mezcla de disciplina y alivio de quienes por fin pisan tierra firme. Algunos corrían descalzos por la arena, riendo como niños; otros se arrodillaban para sentir el suelo bajo sus manos. Vihaan, con una sonrisa amplia, abrió la improvisada corraleta de abordo y liberó a los tres caballos. Los animales relincharon con fuerza y galoparon por la playa, alzando columnas de arena luminosa con cada pisada.

El campamento tomó forma con rapidez. Un grupo recogió ramas secas y raíces incandescentes de la flora extraña de la isla, mientras otros alzaban un pequeño fuego que chisporroteaba con tonos verdes y violetas, como si ardiera con la propia magia del lugar. Sobre él, pusieron ollas y peroles, preparando una comida sencilla que al menos llenara los estómagos vacíos.

Más allá, Cortés y Bhagirath organizaban a los marineros para fabricar improvisadas vasijas y odres con pieles y barriles, listos para almacenar agua potable y alimentos que pudieran recolectar. La voz del indio, grave y precisa, se mezclaba con las risas de los españoles que bromeaban mientras trabajaban.

Grace observaba todo aquello con el corazón apretado de orgullo. La nave había sufrido, ellos habían sufrido… pero allí estaban, todavía en pie, todavía juntos. Aún débil pero ansiosa por nuevas aventuras, la capitana se acercó a Yara, que estaba atando firmemente un haz de ramas para el fuego.
  • Quiero salir a explorar la isla - dijo Grace, bajando la voz pero con determinación.
Yara levantó la vista, clavando sus ojos oscuros en los de su amiga.
  • No, Grace. Todavía estás débil. Apenas te mantienes en pie sin apoyo.
Grace sonrió con picardía, cruzando los brazos bajo la manta.
  • Soy la capitana. Y como capitana, es una orden.
La cubana suspiró, ladeando la cabeza con gesto resignado.
  • Está bien, capitana cabezota… - dijo, esbozando una sonrisa de cariño - Pero si te desmayas en medio de la selva, te cargo de vuelta yo misma.
Grace soltó una risa breve y sincera.
  • Trato hecho. Pero me niego a que me cargues como a un saco de patatas.
  • Pues camina recta y no te esfuerces demasiado - respondió Yara, atándole la manta con un nudo más firme - Porque si caes, no tendrás más opción.
Las dos amigas se miraron en silencio unos segundos, cómplices entre el fuego que ardía con luces imposibles y el rumor del mar subterráneo. La tripulación seguía ocupada en su labor, ajena a la breve batalla de voluntades. Y, aunque Grace sabía que Yara tenía razón, no pensaba ceder.

Decidieron que los heridos se quedarían en el campamento, descansando y recuperando fuerzas, mientras la expedición más ligera avanzaba hacia el interior de la isla. Grace, Yara, Akuma, Macfarlane y Vihaan se prepararon para adentrarse en la jungla, montando los caballos y revisando que todo estuviera listo. Con la ayuda de Yrsa, Grace subió a uno de los animales. El suyo llevaba un alforje con utensilios básicos, raciones de comida y un odre de agua; otro cargaba barriles y pequeñas provisiones de repuesto; el tercero transportaba cuerdas, herramientas y utensilios improvisados para abrir camino. Cada carga estaba bien equilibrada para que los caballos pudieran avanzar sin dificultad por la arena y, más adelante, entre la vegetación densa de la isla.

Akuma empezó a andar, ligeramente separada del grupo, en cabeza, observando con atención la selva frente a ellos. Sus movimientos eran silenciosos, medidos, y parecía anticipar cada obstáculo que la jungla pudiera presentar. Yara y Grace intercambiaron una mirada rápida, mientras Macfarlane y Vihaan seguían detrás, los caballos relinchando suavemente y dejando pequeñas huellas luminosas en la arena fluorescente.

Dejaron atrás la playa, donde el Red Viper descansaba custodiado por el gigante, y avanzaron hacia la frontera de la jungla. La vegetación se volvió frondosa y casi impenetrable: lianas fluorescentes colgaban de árboles de troncos gruesos, hojas enormes que brillaban con tonalidades verdosas y violetas se entrelazaban formando un techo natural que apenas dejaba pasar la luz. Flores exóticas, algunas abiertas y otras aún cerradas, desprendían un aroma dulzón que mezclaba lo dulce con lo penetrante, y en el aire flotaba un constante zumbido de insectos desconocidos.
  • ¡Bien! - exclamó Vihaan, esbozando una sonrisa mientras ajustaba las riendas de su caballo - ¡Ahí vamos otra vez!
  • ¿Hacia dónde? - preguntó Macfarlane, frunciendo el ceño - Esa es la verdadera pregunta.
Grace alzó la vista y señaló hacia la inmensa montaña que se recortaba en la lejanía, cubierta de musgo brillante y con ríos que reflejaban la luz azulada de la cueva.

  • Vamos hacia allí - dijo con firmeza - Lo principal ahora es encontrar agua potable. Si conseguimos eso, podremos abastecer a la tripulación y planear nuestro siguiente movimiento.
Akuma asintió ligeramente, sin pronunciar palabra, y con movimientos precisos comenzó a abrir el camino. Su espada cortaba la vegetación fluorescente con un sonido limpio y seco, dejando un sendero claro por el que los caballos y los demás pudieron avanzar. Sus ojos rasgados observaban cada rama, cada hoja que podía obstaculizar la marcha, mientras su silueta avanzaba ligera y decidida entre la selva luminosa.

El grupo la siguió con cautela, atravesando la mezcla de luz y sombras, sonidos extraños y aromas intensos de la jungla. Aunque la vegetación era densa, el camino marcado por Akuma les daba confianza. Cada paso los acercaba a la montaña y, con ella, a la promesa de agua, alimento y un respiro en aquel mundo extraño bajo el hielo.

A medida que se internaban en la selva, la marcha se volvió cada vez más lenta y dificultosa. Las lianas colgaban bajas, los troncos caídos bloqueaban el paso, y la luz azulada que se filtraba entre la vegetación fluorescente apenas iluminaba el sendero. Los caballos avanzaban con cuidado, tanteando el terreno irregular y resbaladizo.

Grace, con la curiosidad que nunca la abandonaba, se acercó para tocar una flor extraña que se balanceaba suavemente sobre un tallo luminoso. Al posar sus dedos sobre los pétalos, la flor reaccionó: se iluminó intensamente, sus filamentos parecían vibrar como si respirara, y un leve zumbido recorrió el aire, como un murmullo irreal que se desvanecío enseguida. Grace se apartó un poco, sorprendida, mientras la flor volvía a su estado original, aparentemente tranquila, aunque la sensación de irrealidad persistía en el aire.
  • ¡Por Shangó y su poder! - exclamó Yara, junto a Akuma - ¡Grace, mira esto!
La capitana giró la cabeza hacia su amiga que señalaba un poco más adelante. Entre la vegetación, un tótem de piedra se alzaba sobre un pequeño montículo cubierto de musgo fluorescente. La figura tallada representaba un animal extraño, una mezcla imposible entre jaguar y serpiente, con las fauces abiertas en un rugido silencioso, colmillos afilados y ojos vacíos que parecían observarlos. Su postura era amenazante, como si protegiera algo invisible y antiguo.
  • ¿Qué demonios es eso? - preguntó Macfarlane, acercándose con curiosidad.
Vihaan se detuvo, observando la estructura con ojos atentos.
  • Abrir los ojos, amigos - dijo con voz grave - Esto no es casualidad. Está hecho por manos inteligentes… y muy antiguas.
Grace asintió, sintiendo un escalofrío recorrer su espalda.
  • Estad preparados - añadió - Pues es muy posible que no estamos solos.
El grupo continuó avanzando, aunque con pasos más lentos y cautelosos, moviéndose entre la vegetación luminosa y los troncos retorcidos. Cada crujido de ramas bajo los cascos de los caballos, cada sombra que se alargaba entre los árboles, hacía que sus sentidos se agudizaran. La selva, antes fascinante, comenzaba a mostrar su lado inquietante, y la promesa de agua y refugio se mezclaba con la advertencia silenciosa de que aquel lugar guardaba secretos que no iban a revelarse tan fácilmente.

Al cruzar la frondosa selva, el grupo llegó finalmente a un acantilado. A sus pies rugía un río de fuerte caudal, sus aguas chocando contra las rocas y enviando espuma hacia los lados. Un puente improvisado de tablones de madera colgaba precario sobre el vacío, uniendo el acantilado con la base de la montaña que se alzaba ante ellos, cubierta de vegetación fluorescente y nieblas que ascendían desde el río.

Vihaan se adelantó y se agachó frente al acceso del puente, examinando cada tablón, cada cuerda que lo sostenía.
  • ¿Qué ocurre, Vihaan? - preguntó Grace, bajando con dificultad del caballo - Dime que es estable y que podremos cruzarlo, por lo que más quieras.
  • ¿Estable? - replicó él, levantando la mirada y fijándola intensamente - Lo debe ser… pues lo han usado hace poco.
Macfarlane se acercó y se agachó junto al astrónomo, inspeccionando con cuidado los tablones y el terreno que daba aceso.
  • ¡Pisadas! - exclamó, levantando la vista hacia la montaña del otro lado del puente - ¡Maldita sea!
Grace avanzó un paso, intentando mirar de cerca, pero sus piernas aún estaban débiles. Yara y Akuma la sostuvieron, ayudándola a mantener el equilibrio mientras se acercaba.
  • ¿Qué sucede? ¿A qué viene tanta preocupación? - preguntó Grace, aún sin entender del todo.
Entonces lo vio. Las huellas estaban marcadas en la tierra húmeda del extremo del puente. Y no eran humanas. Cada pisada tenía cuatro dedos hacia adelante y un quinto, largo y robusto, posicionado detrás del talón, como una especie de pulgar retráctil. La forma y el tamaño indicaban un ser enorme y ágil, y la dirección de las huellas mostraba que se habían movido recientemente, cruzando el puente y adentrándose en la montaña.

Un escalofrío recorrió la espalda de Grace. La sospecha que había rondado su mente desde que divisaron el tótem se confirmaba ahora: aquel lugar no estaba deshabitado. Alguien, o algo, de inteligencia desconocida, habitaba la isla y parecía haber dejado sus señales para que ellos las encontraran.
  • Compañeros… - susurró, mientras la emoción y la tensión la hacían respirar más rápido - Definitivamente, no estamos solos aquí.
Vihaan asintió, con la mirada fija en las huellas, calculando cada posible movimiento. Macfarlane mascullaba entre dientes, frunciendo el ceño, mientras Yara y Akuma la ayudaban a recomponerse. El silencio que siguió estuvo cargado de anticipación; el aire de la jungla parecía más denso, y el murmullo del río resonaba como un recordatorio de que cualquier sonido podía ser escuchado más allá del puente.

Grace respiró hondo, apretando las riendas del caballo. Por fin, la certeza de que la isla estaba habitada estaba frente a ellos. Y ahora tocaba decidir cómo avanzar, con cuidado, hacia lo desconocido. El grupo se quedó unos instantes paralizado frente al puente, observando las huellas que confirmaban que no estaban solos. El silencio de la jungla se sentía pesado, cada ruido parecía amplificado. Finalmente, fue Akuma quien rompió la tensión:
  • ¿Qué hacemos? ¿Seguimos o volvemos? - preguntó, su voz fría y firme, cargada de autoridad pero con un matiz de preocupación.
  • Deberíamos volver - intervino Macfarlane, cruzando los brazos sobre el pecho - Traer más hombres. No sabemos a qué nos enfrentamos.
  • Grace… - dijo Vihaan, mirando a la capitana con evidente preocupación - No estás recuperada del todo. Si hay que luchar, será un problema.
  • Sí - añadió Yara, asintiendo mientras ajustaba las pistolas en sus manos - No es momento de arriesgarse.
Grace intentó romper la tensión con una broma, sonriendo con picardía:

  • Vamos, incluso estando a mitad de mis fuerzas, os ganaría a todos en un combate.
Pero nadie rió. Los cuatro frente a ella, con las manos sobre sus armas y los ojos muy abiertos, seguían mirando más allá, justo a su espalda.
  • Eh… - dijo Grace, bromeando un poco más - El chiste tampoco era tan malo, ¿verdad?
Yara levantó lentamente ambas pistolas, apuntando directamente a la capitana:
  • No te muevas.
Grace, confiada, giró la cabeza y entonces lo vio.

De la jungla a sus espaldas, entre la vegetación, un ser gigantesco se mostró. Una rana de tamaño monstruoso, de un lila intenso, la observaba. Su piel, húmeda y brillante, estaba cubierta de un pelo fino y erizado. En vez de dos ojos, tenía muchísimos, distribuidos irregularmente por la cabeza, todos fijos en ellos. La garganta se ampliaba y retrocedía, emitiendo un sonido profundo y vibrante que hacía temblar la madera del puente.

Antes de que nadie pudiera reaccionar, la rana extendió su lengua pegajosa, larga como una soga, y en un movimiento veloz, atrapó a Grace. La lengua se enrolló alrededor de ella y, con un chapoteo húmedo, la rana la tragó de un solo bocado.

El grupo quedó congelado, la incredulidad y el terror reflejados en sus rostros. Las armas de Yara permanecían listas, pero el monstruo ya se disponía a desaparecer entre la vegetación, con Grace dentro de su enorme garganta lilácea.
  • ¡Atacaaaaaad! - gritó Vihaan, mientras Yara disparaba al aire con furia y Macfarlane mascullaba palabras de rabia e incredulidad.
La rana monstruosa, herida y asustada, trató de escapar a saltos torpes, pero la tripulación no le dio tregua. Yara, con la puntería firme, disparó a sus patas traseras justo cuando la bestia flexionaba sus músculos para impulsarse. El disparo resonó en la selva como un trueno, y la criatura chilló con un croar desgarrador, tambaleándose.

Akuma, veloz como una sombra, se interpuso en su camino. Con un movimiento seco y calculado, hundió sus cuchillos en uno de sus muchos ojos. El líquido viscoso brotó con un chasquido nauseabundo, y el rugido de la rana retumbó en la garganta hinchada.
Vihaan, cubierto de barro hasta la cintura, se deslizó entre las patas del monstruo, con la flor de lis en alto. Clavó el arma en el blando vientre lila una y otra vez, su voz quebrada gritando el nombre de Grace como un conjuro de rabia y desesperación.
Macfarlane, en un arrebato de furia, trepó hasta el lomo peludo de la bestia. Sus dagas brillaban bajo la luz fluorescente de la jungla al hundirse una y otra vez en la carne viscosa. Pero de pronto se detuvo. Sus músculos parecían negarse a obedecer. La mirada se le quedó fija, perdida, y una sensación extraña lo recorrió como un escalofrío mortal.
  • ¡Escocééés! - le gritó Yara, ayudando a Vihaan a rasgar el vientre del monstruo mientras esquivaba los coletazos - ¿Qué demonios haces ahí parado? ¡Baja y ayúdanos a matar a este engendro!
Pero Macfarlane no reaccionó. Permaneció aferrado al mango de sus puñales clavados en la piel morada, como si la vida se le escapara por las manos. La bestia sacudió el lomo con violencia y lo lanzó al suelo. Cayó sobre el barro como un muñeco de trapo, el aire escapándosele en un gemido apagado.

Akuma, atenta, rodó para esquivar el pisotón de la rana y corrió hasta él. Lo giró sobre la espalda y lo entendió en el acto: el pecho desnudo del escocés estaba cubierto de sarpullidos oscuros, su boca espumaba, y sus pupilas dilatadas lo convertían en una máscara de agonía.
  • ¡Es venenosa! - gritó a sus compañeros mientras apretaba los dientes - ¡El vello que la protege es veneno, tened cuidado!
Yara y Vihaan salieron rodando desde debajo del vientre viscoso de la rana, cubiertos de barro y sangre morada. Se plantaron delante de Macfarlane, que se sacudía en espasmos violentos, mascullando palabras sin sentido, con la espuma chorreándole de la boca. Sus ojos se giraban en blanco mientras su cuerpo golpeaba el suelo como si fuera sacudido por relámpagos invisibles.

El monstruo, tambaleante y herido, giró su enorme cuerpo hacia ellos. Sus patas traseras se arrastraban con torpeza por las heridas de bala, pero aún tenía fuerzas. Su garganta hinchada retumbaba como un tambor, y cada resuello hacía vibrar el aire. Con un croar que parecía un trueno, empezó a arrastrarse hacia los marineros, abriendo sus fauces peludas, dispuesto a tragarlos a todos de un solo bocado.
  • ¡Maldita sea! ¿Qué hacemos ahora? - gritó Vihaan, poniéndose delante, espada en mano, aunque el miedo le devoraba el estómago.
  • ¡Yara, te necesito! - rugió Akuma, forcejeando para mantener al escocés quieto.
La cubana giró la cabeza. Vio el cuerpo de Macfarlane retorciéndose en la tierra, la vida escapándosele entre estertores de muerte.
  • ¡Sujétale la lengua, que no se la trague! - ordenó con firmeza.
Akuma hundió los dedos en la mandíbula del escocés y le encajó un trozo de rama entre los dientes, obligándolo a morder para que no se ahogara con su propia lengua. Mientras tanto, Yara abrió el zurrón con desesperación, sus manos rebuscando entre frascos y vendas, apartando ungüentos y frascos rotos hasta dar con uno que temblaba entre sus dedos.
  • ¡Chicaaaas! ¡Necesito ayuda aquí! - chilló Vihaan al ver cómo la rana volvía a hinchar la garganta, su piel morada brillando bajo la luz fluorescente de la selva. La bestia preparaba un nuevo ataque.
La lengua salió disparada hacia ellos, pegajosa y letal. Pero esta vez no alcanzó su destino. Un grito desgarrador resonó desde las entrañas del monstruo:
  • ¡¡¡AAAAAHHHHH!!!
La lengua quedó partida por la mitad, cayendo al barro con un chasquido viscoso. De entre la carne abierta, empapada en sangre y bilis, emergió Grace, cubierta de lodo, vómito y fluidos pútridos, como una guerrera renacida de las entrañas del infierno. Su cabello pegado al rostro, los ojos encendidos de furia y el cuerpo entero temblando de rabia y asco.

Con un movimiento rápido desenfundó la pistola y, aún jadeando, apretó el gatillo directo contra la cabeza de la rana.

¡BANG!

El proyectil atravesó uno de sus múltiples ojos, y la criatura soltó un último croar espantoso antes de desplomarse contra el suelo. El impacto sacudió la tierra y levantó hojas y barro por los aires. Sus múltiples ojos, uno tras otro, fueron apagándose, perdiendo el brillo de la vida hasta quedar inertes, como perlas muertas en un charco pútrido.

Grace cayó de rodillas, tosiendo y escupiendo trozos de bilis, intentando apartar con las manos los restos del estómago que aún la cubrían. Su respiración era entrecortada, y cada jadeo llevaba consigo un gruñido de fiereza. Su cabello estaba pegado al rostro, los ojos enrojecidos, y cada movimiento dejaba un rastro de fluidos pútridos sobre la hierba fluorescente.

Vihaan corrió hacia ella gritando su nombre, pero se frenó en seco al ver el estado en que había salido: cubierta de vísceras, empapada en sangre espesa y con el hedor de la muerte impregnado en su piel. Yara, en cambio, no dudó. Corrió hasta su lado, la abrazó como si no le importara mancharse y susurró con lágrimas en los ojos:
  • Por todos los orishas… pensé que te habíamos perdido...
Grace gruñó, escupiendo al suelo un último trozo de baba viscosa, y sonrió débilmente, todavía con la pistola humeante en la mano.
  • Tendré pesadillas con esto… pero sigo viva.
Akuma se acercó en silencio, sus cuchillos aún llenos de sangre. Se inclinó apenas, como mostrando respeto. Y mientras tanto, a unos metros, Macfarlane seguía convulsionando, la espuma en su boca aumentando cada vez más. La victoria sobre la rana había costado caro, y todos lo sabían.

Mientras, la playa era un hervidero de actividad. Parte de la tripulación descargaba cántaros de agua vacíos y los alineaba bajo improvisados toldos, otros limpiaban y afilaban armas, y algunos descansaban tendidos en la arena húmeda, agradeciendo el respiro después de jornadas tan tensas. El sol mortecino del corazón de la caverna iluminaba todo con tonos azulados y verdes, reflejándose en las plantas fluorescentes que bordeaban la costa.

Un poco más allá, apartados de los demás, Bishnu y el niño gigante parecían haber olvidado por completo las preocupaciones de los mortales. El anciano reía a carcajadas mientras el coloso jugaba con él como si fuera su nieto. Bishnu se subía sobre su mano como si fuese un banco, el gigante lo balanceaba suavemente y ambos lanzaban piedras al mar, compitiendo por ver cuál hacía más ondas en el agua. La diferencia de tamaños no parecía importarles; abuelo y nieto compartían un instante de inocente complicidad en medio de aquel mundo hostil.
  • ¡Pero dónde vas, Yrsa? - exclamó un marinero al ver a la vikinga prepararse con su martillo al hombro - ¡La capitana nos dijo que permaneciéramos aquí!
  • ¡Escuchar disparos! ¡Ellos peligro! ¡Yo ayudar! - gruñó la giganta, sus ojos encendidos de determinación.
  • ¡Pero si estás herida, mujer! - le replicó Bhagirath, alzando una mano para detenerla - ¡Deja que vaya yo! ¡Necesitas recuperarte!
Yrsa lo miró como si ni siquiera hubiera escuchado. Con un bufido, negó con la cabeza y echó a correr hacia la jungla, moviendo la arena a su paso como si fueran olas.
  • ¡Maldita sea! - masculló Bhagirath, dando un paso para seguirla.
Pero antes de que pudiera moverse más, Cortés pasó corriendo a su lado, con la espada en la mano y una sonrisa torcida en la cara.
  • ¡No te preocupes, amigo! - gritó mientras se internaba en la espesura tras Yrsa - ¡Yo me encargo de traerte a tu amor de vuelta!
Bhagirath se quedó rígido, con el ceño fruncido y el corazón encogido entre la preocupación y el fastidio. Mientras tanto, las risas de Bishnu y el gigante, al fondo, seguían sonando como una burla inocente al peligro que los aguardaba entre los árboles.

Yrsa avanzaba con pasos pesados pero firmes, apartando ramas y lianas con el mango de su martillo, como si la selva misma no se atreviera a desafiarla. Cortés iba a su lado, ligero, sonriente, esquivando raíces y troncos con la elegancia de un bailarín. El eco lejano de los disparos aún flotaba en el aire, empujándolos a avanzar con prisa.
  • Dime, giganta - empezó Cortés, con esa media sonrisa que siempre parecía burlarse de todo - ¿Qué demonios ves en ese hindú? Él tan serio, tan ordenado, tan recto… y tú tan… - la miró de arriba abajo, midiendo sus músculos y su andar torpe pero imparable - …tormenta de hierro. ¿Es amor o es que le tienes lástima?
Yrsa no apartó la mirada del sendero. Su respiración se oía fuerte, acompasada, como un martillo golpeando un yunque.
  • No hablar tanto, español. - respondió seca, apretando el paso - Yo buscar amigos, no perder tiempo en palabras.
  • Vaya, vaya - replicó Cortés con una risa suave - Ni un suspiro romántico, ni una sonrisa soñadora… Debo reconocerlo, sois la pareja más extraña que he visto. Quizás el amor es eso: cuando un volcán decide abrazar a una montaña nevada.
Yrsa masculló algo en su idioma, poco amable, y levantó el martillo para abrirse paso entre unas lianas fluorescentes. Cortés, satisfecho con su propia broma, estaba a punto de soltar otra cuando un destello cruzó el aire.

¡Clang!

El acero de su espada desvió por puro reflejo una estrella metálica que venía directa hacia el cuello de Yrsa. El proyectil rebotó contra un tronco y se perdió en la oscuridad de la selva. El español bajó la hoja lentamente, la sonrisa borrada, los ojos encendidos con alerta.

- Bueno… - susurró, mirando la dirección de donde había venido el ataque - Parece que nos estamos acercando.

Yrsa apretó los dientes, adelantándose con el martillo listo. El español apartó con gracia unas ramas y salió de la espesura con las manos levantadas, sonriendo de oreja a oreja.
  • ¡Amigos, amigos! - gritó divertido, como si no acabaran de intentar partirle el cuello.
Akuma, aún con los ojos encendidos, ni siquiera se giró a mirarlo. Sin disculparse, guardó su siguiente shuriken y volvió a clavar su atención en Macfarlane, que yacía tumbado sobre unas mantas improvisadas. Yara estaba arrodillada a su lado, con los brazos arremangados y la frente perlada de sudor, vertiendo sobre su piel un preparado de hierbas que mezclaba con aguardiente. Sujetaba la lengua del escocés con un trozo de madera para que no se la mordiera, mientras murmuraba palabras de calma entre dientes. El envenenamiento había dejado su piel moteada de manchas violáceas y el pecho se alzaba con espasmos cada vez menos violentos, aunque todavía peligrosos.

Yrsa se adelantó con gesto de preocupación, su martillo colgando flojo del hombro. Se arrodilló junto a él, sus ojos de acero suavizados por la inquietud. Mientras tanto, Cortés, ignorando los gruñidos del escocés, se acercó al cadáver de la rana monstruosa. Observó el cuerpo lila y velludo, la piel aún palpitante de veneno, con una mezcla de asco y curiosidad. Estaba a punto de palpar el lomo cuando una voz seca lo detuvo.
  • No lo toques - dijo Akuma, apareciendo a su lado sin hacer ruido, como un espectro - A menos que quieras acabar como él.
Cortés alzó las cejas, retirando la mano lentamente.
  • Veneno… - murmuró, examinando de cerca los sarpullidos en la piel morada de la criatura. Luego giró la cabeza hacia la japonesa, que se inclinaba sobre el cadáver, frotando con calma un cuchillo contra el vello púrpura y recogiendo el líquido en un pequeño frasco de cristal - ¿Se puede saber qué demonios haces?
Akuma, sin levantar la mirada, contestó con frialdad:
  • En las manos adecuadas… - selló el frasco con un tapón de corcho y lo guardó en su zurrón - …este veneno puede ser un aliado.
La luz fluorescente de la selva se reflejaba en sus ojos oscuros, y por un instante, Cortés no supo si aquella mujer era más peligrosa que la bestia que acababan de abatir. De repente, algo se movió en lo profundo de la jungla. Un roce húmedo entre hojas, un crujido de ramas, un silencio nuevo que parecía morder. Akuma ladeó la cabeza como un animal en acecho y, sin apartar la mano del puñal, susurró:
  • Hay que irse. Ya.
  • ¡Volvamos al barco, Grace! - saltó Vihaan - Buscaremos provisiones en otra isla; esta aguarda demasiados peligros.
  • ¡No podemos cruzar la selva ahora! - replicó Yara, aún inclinada sobre Macfarlane - Si nos atacan de nuevo, estamos perdidos.
Grace miró la espesura que acababan de atravesar y, luego, el lado opuesto del puente. La montaña dominaba el horizonte como un dios de piedra: solemne, callado, inevitable.
  • Ir hacía la playa es un suicidio, Yara tien razón - dictó - Cruzaremos el puente. Ahora.
Todos se movieron en un solo gesto, con la urgencia clavada en los talones.
  • ¡Cortés, Yrsa: con Yara, ayudadla a llevar al escocés! Vihaan, ata a los caballos entre sí y guíalos. Akuma conmigo, iremos delante. Rezad para que el puente resista nuestro peso!
Yrsa cargó a Macfarlane al hombro como si fuese un saco de harina; Cortés tomó parte del peso cuando la vikinga resbaló, murmuró «despacio, coloso, que el loco todavía nos sirve». Vihaan tiró de las riendas; los caballos bufaron y relincharon, los ojos muy abiertos ante el rugido del agua. Akuma abrió la marcha, corta y precisa, sin un ruido de más; Grace iba a su estela, una mano en la cuerda de sujeción, la otra en la culata de la pistola.

El primer tablón del puente crujió como un hueso viejo. El río, abajo, hervía blanco y mordía la roca con furia; el aire que subía del desfiladero era un soplo húmedo que olía a piedra viva. Cada paso hacía que la maroma gemidora vibrase; cada vibración devolvía al pecho el recuerdo de la rana y de la selva que respiraba de aberraciones antiguas.
  • No mireis abajo!- dijo Grace, más para sí que para los demás.
Cortés y Yrsa avanzaron a ritmo de colmena, Yara controlando la respiración del escocés y apretándole el pañuelo empapado en remedios a la comisura de los labios. Vihaan hizo saltar al primer caballo un hueco entre tablones; el segundo dudó, pero una caricia firme en el cuello lo empujó hacia delante. Un tablón se partió con un chasquido; el puente se hundió medio palmo y el grupo contuvo el aliento… hasta que la soga principal aguantó y la madera volvió a su sitio con un quejido.
  • Un paso más - murmuró Akuma, los ojos fijos en el extremo opuesto.
Llegaron al otro lado uno tras otro, el último salto casi al unísono con un resoplido del río. Al pisar tierra firme, la vibración del puente quedó atrás; delante, la montaña se alzaba aún más cerca, su falda cubierta de helechos fosforescentes, troncos retorcidos y una senda estrecha que trepaba en zigzag, como si la isla hubiera guardado un camino solo para quien se atreviera a buscarlo. Nadie habló. No hacía falta: todos sentían que habían dejado algo detrás… y que lo que aguardaba frente a ellos era más antiguo que el miedo o el hambre.

Mientras unos se adentraban hacia lo desconocido, un viejo lobo de mar parecía meditar tras el humo de su pipa en la sucia mesa de una taberna de Londres. Su pata de palo golpeaba el suelo siguiendo el ritmo de la música desafinada. Sus ojos, cansados y profundos, reflejaban la mirada de un hombre que había luchado contra viento y marea para forjarse una vida en libertad. Quien se atreviera a cruzarlos podía entrever algo que brillaba en su interior: un deseo oscuro de venganza, contenido pero implacable.

De repente, un hombre diminuto irrumpió en la taberna, cruzándola con rapidez y determinación hasta sentarse frente al viejo. Ajustó sus gafas con precisión, antes de empezad a hablar.
  • ¡Señor! Todo listo, como pedisteis - le informó, con la voz firme de quien no teme equivocarse.
  • Así me gusta, Snatch - respondió el viejo, dejando escapar una bocanada de humo - Ha llegado la hora de demostrarle a ese déspota engreído que con el ‘Perro’ no se juega.
Continuará…
 
Capítulo 23 - Arde Londres: La ira de los invisibles

¿Qué le queda a un hombre cuando le han arrebatado todo? Nada más que el vacío. Un abismo tan frío y tan profundo que tan solo susurra rendición. ¿Qué puede hacer, entonces, ante semejante aciago destino? Dos caminos se abren ante él. O bien inclinarse ante la derrota o bien alzar los puños y desafiar al mundo.

Para muchos en Londres, la respuesta estaba escrita en la resignación, marcada en sus miserables vidas antes incluso de abrir los ojos al mundo: sobrevivir como sombras, doblegados por un orden injusto, aplastados por un poder que no perdona, sin hogar, sin refugio, sin esperanza.

Pero el Perro no era uno de ellos. ¡No! Él era un huracán de terquedad, un relámpago de audacia y fuerza indomable. Valiente, despiadado, incansable. Cuando Sir Reginald le robó todo, dejándole solo cenizas y muerte, el Perro comprendió la verdad más esencial: podían arrebatarle la riqueza, la tierra, la sangre de sus seres queridos, incluso sus sueños, pero jamás podrían tocar lo que lo hacía invencible: su orgullo.

Y cuando solo queda el orgullo… un hombre se yergue. Frente al mundo, desafiante, con los puños desnudos y la mirada de acero, dispuesto a romper cadenas, a quemar el miedo, a reclamar la libertad que le pertenece por derecho. Porque mientras su corazón late, mientras el fuego de la ira y la justicia arda en sus venas… ningún poder podrá doblegarlo.

¡El Perro no se rinde! ¡El Perro pelea! ¡Y mientras viva, habrá quienes se levanten con él, dispuestos a desafiar la oscuridad y combatir al opresor con cada golpe, con cada grito, con cada latido de su corazón indomable!

¿Y de dónde puede un hombre así sacar ayuda, un hombre con un orgullo que no conoce cadenas, con la mirada encendida por el fuego y el desafío? La respuesta estaba en las putrefactas y miserables calles del corazón del Imperio Britanico, donde la vida se desangraba en silencio y el olvido era la única ley.

Allí, entre el humo negro de las fábricas y los canales donde flotaban cadáveres de ratas y desperdicios, hombres y mujeres caminaban como fantasmas. Sus manos agrietadas sostenían los restos de profesiones que alguna vez fueron dignas: hombres duros y trabajadores convertidos en mendigos y holgazanes, mujeres habiles y mañosas que ahora vendían su cuerpo por un par de miserables peniques, niños analfabetos que cargaban carbón mientras soñaban con volar lejos de aquella podredumbre. La ruina era su paisaje, la miseria su compañera, y los desechos del mundo el escenario donde luchaban por sobrevivir. Un mundo de oscuridad, sin esperanza, donde cada aliento era un sacrificio y cada comida un triunfo. Muchos morían en el abandono mientras unos pocos vivían como reyes y duques, ignorando el barro y la sangre que sostenían su opulencia.

El Perro, movido por la sed de venganza, había encontrado a estos hombres y mujeres olvidados por todos, y como un joyero que pule un diamante en bruto, de la basura de Londres había forjado un ejército. No eran soldados pulcros ni caballeros nobles: eran la escoria de la ciudad, los invisibles que habían visto la muerte de cerca tantas veces que su miedo se había evaporado, reemplazado por una determinación fría. Vidas que no temían a perecer porque, para ellos, la muerte era una puerta abierta, un alivio a sus miserias, y la única salida que podían imaginar.

Entre ellos, el Perro brillaba como un faro. Les enseñó que a los poderosos solo se les combate golpeando con furia, resistiendo cuando no queda esperanza. Les mostró un camino, a unir sus brazos, su dolor y su rabia en un solo puño que golpease al mundo que los había dejado atrás. Cada ladrido suyo era un llamado a la libertad, cada mirada un recordatorio: no importa cuánto te hayan quitado, mientras respires, mientras tus manos puedan sostener algo, todavía puedes luchar.

Así, en las calles sucias, bajo el humo, entre las ratas y el barro, la semilla de la rebelión nació. El Perro no solo era un hombre: era la chispa que encendería a los invisibles, los olvidados, los condenados… un ejército de los que no temen morir, porque han comprendido que, a veces, la vida más digna se forja con la sangre y la rabia de quienes nadie recuerda.

Seamus O’Driscoll se alzaba frente al Támesis, el agua oscura reflejando la luz mortecina del amanecer, mientras la bruma abrazaba los muelles y el humo de las chimeneas se mezclaba con el frío de la ciudad. Su pata de palo golpeaba las piedras húmedas, resonando como tambores de guerra. El viento levantaba su abrigo desgastado y la barba enmarañada le caía sobre el rostro curtido por años de lucha, dibujando sombras feroces en sus facciones endurecidas. Cada músculo de su cuerpo hablaba de supervivencia, de combates, de noches sin dormir y días gastados en la resistencia contra un mundo injusto.

Se giró lentamente hacia la multitud que lo rodeaba: allí estaban los pocos supervivientes de su isla, junto a los miserables que habían encontrado en él un líder, un símbolo de resistencia. Sus ojos brillaban con la furia y la pasión de quien ha perdido todo y, aun así, se mantiene de pie.
  • Muchos de vosotros no habréis oído hablar de mí - dijo, alzando la voz para que se oyera sobre el rugido del río - pues la historia la escriben los vencedores y nosotros nacimos condenados a perder. Los pocos que sí hayais oido hablar de mí… os habrán contado mentiras. Pues no soy un ladrón, ni un asesino, no soy ese ser despreciable que intentan hacer de mí. Soy la escoria de este mundo, como cada uno de vosotros. Un miserable, nacido en los suburbios, hijo de la suciedad, del humo y del hambre. Condenado a vivir como una rata, mientras unos pocos viven como reyes.
Sus manos se abrieron, mostrando las cicatrices de años de lucha y privaciones, en su mirada ardía el fuego de la venganza.
  • ¡Pero dije basta! - rugió, y la bruma pareció temblar a su alrededor - Basta de opresión, basta de desigualdad, basta del poder que nos ahoga y nos empuja a la miseria. Así que me armé de valor y entregué mi vida entera por construir un lugar mejor, una tierra donde cada hombre y mujer pudiera ser libre de forjar su propio destino. Sin importar su apellido, ni su pasado, ni su riqueza… tan solo su voluntad. Trabajé duro a su lado, juntos, sin descanso ¡y lo conseguimos!
Señaló con un brazo tembloroso, pero firme, hacia el enorme edificio de las Indias Orientales, que se alzaba como un gigante sobre la ciudad.
  • ¡Hasta que esos cerdos sin honor decidieron arrebatármelo todo! - gritó, su voz vibrando con rabia, haciendo que los adoquines bajo sus pies parecieran temblar - Llegaron a mi hogar, altivos e imponentes, con exigencias y desprecio, como si ellos fueran dueños de todo lo que vive y respira en este maldito mundo. Lo arrasaron todo, lo destruyeron. Sin mostrar ni el mínimo atisbo de piedad… En pocos minutos, destruyeron años de duro y tenaz trabajo… - Seamus encendió su pipa. Tras el humo contempló a los que permanecían escuchando, gente sin nombre, sin futuro, vidas arraigadas a un mundo oscuro y cruel. - Pero no me doblegaré… ¡no nos doblegaremos! Hoy, tomaremos lo que es nuestro, lo que nos robaron y la libertad volverá a nacer en estas calles. Haremos que tiemble todo el imperio ante nuestra ira. Que sepan todos los que oprimen, que no hay fuerza capaz de aplastar a quien se niega a doblegarse. Que los reyes, los señores y los mercaderes se preparen… porque los invisibles de Londres han despertado, y con nosotros, la justicia renacerá entre el humo, la suciedad y la rabia de los suburbios. Hoy empieza la rebelión, y no habrá calle, ni callejón, ni fortaleza lo suficientemente grande que pueda detenernos.
Los puños estaban apretados, los dientes castañeaban de rabia, los ojos ardían con la furia contenida de años de humillación. El Perro lideraba a su ejército improvisado, un torrente de hombres y mujeres que la sociedad había querido olvidar. Cada paso retumbaba sobre las calles, como si la misma tierra celebrara su rebelión. A medida que avanzaban, las sombras de los suburbios se llenaban de vida: de las tabernas y casas emergían vecinos, algunos animando, otros uniéndose a la marea de indignación y rebeldía. Las calles sucias y angostas se transformaban poco a poco en un río de furia, incontrolable y magnético.

Avanzaron firmes, la mirada al frente. Todos bajo la bandera del odío, bajo el juramento de la venganza. Y cuando la marea llegó a los barrios ricos, al igual que la porcelana, valiosa pero frágil, la opulencia se quebró ante ellos. Los señores y mercaderes, acostumbrados a la comodidad de sus ventanas y portones dorados, no supieron que hacer. Se paralizaron primero, luego huyeron con desesperación, apartándose del rugido de los olvidados. Los ojos de quienes jamás habían conocido la necesidad se llenaron de terror; pues los cimientos del poder temblaban ahora ante la fuerza de los invisibles.

No había piedad. No la necesitaban. La rabia era su lenguaje, su derecho, su escudo y su arma. Destruyeron lo que los ricos protegían, rompieron cerraduras, arrebataron dinero y objetos de lujo, lanzando al aire maldiciones y ahullidos, recuperando lo que les había sido negado por generaciones. Cada golpe era un acto de justicia, cada grito un himno de libertad, cada moneda robada un peso más que se depositiva sobre la balanza desequilibrada. El Perro avanzaba al frente, su mirada firme, su boca curva en una sonrisa de fuego: hoy no pedían nada, hoy lo exigían todo.

Las barricadas de la opulencia cayeron ante su paso. Cada salón y cada callejón era testigo de la revolución que se gestaba, de los años de humillación que explotaban como un volcán de ira y esperanza. Y mientras los ricos huían, los olvidados avanzaban, con los corazones encendidos, sabiendo que por primera vez, la ciudad escuchaba su rugido. Por primera vez eran visibles y serían recordados hasta el fin de los días.

Tras las murallas del edificio de la Compañia de las Indias Orientales. Unos ojos brillaban desde la oscuridad, reflejando en sus pupilas las llamas danzantes de las antorchas que iluminaban la marea de la rebelión que se acercaba inparable. Sus manos se aferraban con fuerza a los barrotes de la celda donde llevaba demasiado tiempo pudriéndose, pero la sonrisa renacía al ver cómo aquella multitud se acercaba a la fortaleza.
  • ¡¿Qué ocurre, mi capitán?! ¿Qué sucede ahí fuera? - preguntó un marinero, con la voz cargada de ansiedad.
El capitán, con movimientos firmes y seguros, le dio unos golpes al hombre que lo había elevado para mirar a través de la pequeña apertura en la roca. Luego bajó de sus hombros y, sin perder la sonrisa, se giró hacia su tripulación.
  • ¡Una oportunidad, mis viejos y leales amigos! - exclamó, con la voz cargada de determinación - ¡Animad esos corazones y juntad las pocas fuerzas que os queden! ¡Hoy, lucharemos!
Los hombres se pusieron en pie, firmes frente a su capitán, herguidos y decididos. La tensión de no volver a navegar oprimía sus pechos, pero en sus ojos ardía la chispa de la esperanza.
  • ¡Por el Español Errante! - gritó uno, la voz reverberando contra las paredes de piedra.
  • ¡Por Diego de la Vega! - respondió otro, con un eco que parecía multiplicarse entre los barrotes.
  • ¡Por la libertad, hermanos! - sonrió el capitán, con una mirada que lo decía todo.
Y en ese instante, la oscuridad de la celda se llenó de luz, de coraje y de furia contenida. La lucha estaba a punto de comenzar.
Frente al edificio de las Indias Orientales, los invisibles se detuvieron por un instante, respirando con fuerza, sus cuerpos tensos como cuerdas de arco. Delante de ellos, un pelotón de fusileros apuntaba con frialdad, alineados como sombras de hierro, preparados para disparar sin piedad.
  • ¡Ha llegado la hora, escoria! ¡Reclamad lo que os pertenece! - gritó El Perro, su voz resonando entre los adoquines, cargada de rabia y desafío.
Como un torrente, la multitud irrumpió hacia el frente. Hombres y mujeres olvidados, desarraigados, corrieron entre gritos y maldiciones, sus ojos llenos de furia y desesperación. En frente, el oficial en el muro alzó la mano y gritó la orden: ¡Fuego! Los rifles escupieron plomo con precisión letal. Muchos cayeron al instante, desplomándose sobre el barro, sus vidas arrancadas en un parpadeo. Pero aquellos que permanecían en pie no dudaron; la sangre derramada no frenaba su avance, sino que avivaba la llama de su sed de venganza.

El contraste era brutal: por un lado, hombres entrenados, armados con cañones, rifles y bayonetas, con uniforme impecable y disciplina férrea; por otro, la multitud de los olvidados, armados con palos, cuchillos, garrotes y lo que podían improvisar, movidos solo por la furia, la injusticia y el deseo de recuperar lo que les fue robado. Unos pocos ricos contra legiones de pobres, cada paso marcado por el hambre de libertad.
  • Avanzaaaad! - gritó el Perro - Son pocos y están asustados!
Las defensas empezaron a ceder bajo el empuje de la marea humana. Los muros se resquebrajaron, las puertas fueron derribadas. Los Invisibles irrumpieron en la fortaleza, y entonces se desató la tormenta: saqueos, incendios, maldiciones y muerte. Todo lo que se interponía a su paso se convirtió en escombros. La opulencia de los ricos se desmoronaba ante la rabia de los que nunca tuvieron nada.

El Perro, con Snatch y los pocos supervivientes de su isla a su lado, avanzaba con determinación entre los desarraigados. Su objetivo era claro: dar caza al hombre que les había arrebatado todo. Mientras tanto, otros hombres cargados con barriles de pólvora se movían rápidamente, esparciéndola por los corredores y salones, preparando la fortaleza para arder, una señal que pudiera permanecer en la memoria, que reflejase por mucho tiempo la justicia que creían merecer.

Y en medio del caos, la marea humana no conocía límites. Cada grito, cada golpe, cada llama que surgía de los incendios, era una declaración: no hay opresión que resista la furia de los invisibles, y la justicia no siempre se mide en leyes, sino en la rabia y la voluntad de los que nada tienen que perder.

En el despacho de Sir Reginald, la opulencia y el orden contrastaban con el caos que se desataba en las calles. Los candelabros brillaban débilmente ante el humo de la pólvora que aún se sentía en el aire, y el olor a madera chamuscada y sangre invadía la estancia.
  • Debemos huir, señor - dijo un oficial con voz temblorosa - La ciudad entera se ha levantado. No podremos contenerlos por mucho más tiempo.
Sir Reginald se acercó a la ventana, sus manos firmes sobre el borde de caoba, y observó la marea de miseria avanzando por las calles, el fuego devorando las fachadas, sus hombres cayendo o huyendo ante el empuje de aquellas ratas. Sus labios se curvaron en una sonrisa fría, casi irónica, mientras su mente calculaba la única verdad: tarde o temprano, todo caería… todo, menos él.
  • No puedo morir - susurró para sí, mientras su mirada se endurecía - Debo prevalecer.
Sin dudarlo ni un segundo más, decidió marchar rápidamente. Cuando salió de forma apresurada de su estancia, con prisa pero seguro de sí mismo, se cruzó con los ojos del Perro. Una mirada en la distancia que duró apenas un segundo. Pero ese instante bastó: los ojos del viejo contabandista y los del opresor se encontraron, y en ellos ardía el odio más puro. Dos hombres de mundos opuestos, de extremos irreconciliables. Dos juramentos de venganza se sellaron sin una sola palabra.
  • ¡Seguidlo! - gritó Snatch, con la voz cargada de urgencia - ¡Que no escape!
Los hombres libres de la isla del Perro se lanzaron tras Sir Reginald, dispuestos a atraparlo. Pero el contabandista los detuvo con un ladrido seco y amenazante que resonó sobre la ciudad en llamas.
  • ¡Deteneos! - rugió con fuerza, para que todos lo oyeran, incluso Sir Reginald que se perdía ya en la lejanía - ¡Que huya el cobarde! ¡No dejaremos a esta gente atrás! ¡Luchad junto a ellos, ayudadles a saciar su sed de venganza! ¡Arrasad con todo!
Los Invisibles, los olvidados, los desarraigados, comprendieron. No era solo una orden: era un llamado a liberar su rabia, a reivindicar lo que les fue negado. Y mientras la ciudad ardía a su alrededor, sus puños se apretaron, sus ojos brillaron con furia y justicia, y la revolución se convirtió en un rugido que nadie podría detener jamás.

El Perro avanzaba por las mazmorras, cojeando levemente y apoyándose con firmeza en su bastón. Sus cachorros lo arrasaban todo a su alrrededor. El humo de antorchas y el hedor de humedad llenaban el aire mientras Snatch iba delante, los ojos desorbitados por la codicia.
  • ¡Buscad, rápido! - gritó a los cachorros - ¡Robaremos sus riquezas antes de quemarlo todo!
Justo cuando Seamus pasó frente a una de las celdas, una mano poderosa sujetó su muñeca de repente. Se detuvo en seco y miró a los ojos del preso, una sonrisa inquietante dibujada en su rostro. Luego bajó la vista a la mano que lo sujetaba.
  • ¡Suelta, si no quieres perder el brazo! - amenazó con voz firme.
Diego soltó rápidamente y volvió a agarrar los barrotes con ambas manos.
  • ¿Por quién lucháis, viejo? - preguntó el español, divertido.
  • ¿Quién lo pregunta? - respondió Seamus.
  • ¿Acaso importa eso?
El Perro estudió aquel hombre, intentando leer los secretos detrás de esa sonrisa confiada. Sin decir nada, se giró y siguió avanzando. Hasta que la voz volvió a resonar, parándolo en seco.
  • ¡Mi nombre es Diego de la Vega! ¡Y mi barco, el Español Herrante! ¡El destino ha decidido que nos encontremos aquí y ahora! Y no creo en las casualidades, viejo. ¡Liberadnos y os prometo gratitud eterna!
Seamus giró sobre sus talones, con su pata de palo golpeando las piedras húmedas mientras avanzaba hacia la celda, de nuevo.
  • ¿Dices que te llamas De la Vega? - preguntó con sorna.
  • ¡Así es! - respondió el español sin perder la sonrisa.
  • ¿El mismo De la Vega, el de las historias? ¿La leyenda pirata?
  • Bueno, no me gusta presumir viejo, pero reconozco que he llegado a labrarme un nombre entre mis enemigos…
El Perro soltó una carcajada feroz y profunda que resonó entre las mazmorras, mezclándose con el caos que los rodeaba.
  • ¿Y qué hace la leyenda de los siete mares encerrada en una prisión? Por las historias que cuentan sobre ti, pensaba que eras incapturable.
  • Un mal día lo tiene cualquiera, viejo - rió Diego - Incluso las leyendas, como yo. Pero… - se acercó un paso más - creo que mi suerte acaba de cambiar.
Seamus lo observó un instante, midiendo cada palabra, cada gesto. La carcajada del Perro retumbó nuevamente entre los muros húmedos de la mazmorra, como el eco de un trueno contenido. Luego asintió, lentamente, como quien reconoce la fuerza de un igual.
  • Está bien, español - gruñó, abriendo la palma de la mano - Tal vez tengas razón y el destino haya cruzado nuestros caminos por algún motivo. Pero cuidado… no estoy aquí para hacer amigos, necesito hombres capaces de luchar.
Con un movimiento ágil y firme, Snatch se acercó al lider de su camada, dipositando en su mano un manojo de llaves. Seamus levantó la llave y sin dejar de mirar a los ojos del preso, abrió la celda. Las puertas chirriaron y se abrieron de golpe, dejando que Diego pudiera finalmente sonreir de oreja a oreja, sus ojos brillando con determinación y respeto.
  • Gracias, viejo - dijo Diego, estrechando la mirada de Seamus - Prometo que no olvidaré jamás lo que acabas de hacer por nosotros. Te doy mi palabra.
Snatch y los cachorros, al ver la liberación, soltaron gritos de júbilo, pero Seamus los frenó con un gesto de su mano, su voz cortante como acero:
  • No celebréis aún, perros. Esto apenas comienza.
Y mientras Diego salía junto a sus hombres de la celda y Seamus empuñaba su bastón con decisión, ambos empezaron a andar por las mazmorras. Afuera, el caos del ataque a la fortaleza se escuchaba en oleadas: gritos, disparos, incendios. Dentro una alianza se había formado. Dos leyendas, dos hombres con la misma voluntad ferrea, unidos por el mar y la libertad, preparados para adentrarse en la tormenta y arrasar con todo a su paso.

Las antorchas iluminaban los pasillos húmedos de la mazmorra mientras los cachorros del Perro y los hombres del Español Errante se abrían camino a cuchilladas e insultos, derribando guardias y rompiendo puertas. Los dos capitanes avanzaban detrás, caminando sobre la estela de caos que su gente dejaba a su paso.
  • ¿Cómo os llamáis, viejo? - preguntó Diego, esquivando un cadáver en el suelo y limpiando con calma la sangre de su sable.
  • Mi nombre es Seamus O’Driscoll - contestó con voz grave, apoyado en su bastón - Aunque todos me conocen como…
  • ¿El Perro? ¿Habláis en serio? - exclamó Diego, interrumpiéndolo con carcajadas - ¡Por mi santa madre! ¡Si la leyenda sois vos, no yo! ¡Es un placer conocerlo, Perro!
Diego alzó su mano, firme, sonriente. Seamus la miró como si aquel gesto fuese un arma oculta. Dudó un instante, mascando su desconfianza, hasta que al final ofreció su huesuda mano. El apretón fue seco, breve, con la fuerza de dos hombres que no regalan respeto, lo arrancan.
  • ¿De veras sois Diego de la Vega? - gruñó Seamus, encendiendo su pipa mientras caminaba.
  • Por supuesto. Al menos lo era esta mañana, al salir el sol - replicó Diego con una sonrisa pícara.
  • Os hacía más joven.
  • ¡Já! - rió Diego a carcajadas, sacudiéndose el polvo de los hombros - Supongo que la oscuridad de una celda hace mella en la belleza de un hombre.
El Perro soltó un bufido, como si aquella respuesta no le sorprendiera en absoluto.
  • ¿Y cómo acabasteis aquí? - preguntó, lanzando una calada espesa de humo que se mezcló con el hedor de sangre y sudor de la mazmorra.
  • Ah, Perro… - Diego ladeó la cabeza, sonriendo con la calma de un jugador que nunca muestra todas sus cartas - Esa es una larga historia.
  • El día apenas comienza, español. Así que contadme. ¿Cómo consiguió Sir Reginald encerraros entre estos barrotes?
Diego mantuvo la sonrisa, pero sus ojos brillaron con un destello más oscuro.
  • Digamos que me tendieron una trampa. Y, para mi desgracia, la mordí. - Se giró hacia Seamus, bajando la voz mientras el fragor de la pelea resonaba delante de ellos - Pero creedme, viejo… los que me pusieron estas cadenas lo lamentaran. Tarde o temprano, pero os doy mi palabra que lo harán.
No añadió más. Había piezas del tablero que Diego nunca revelaría, secretos que guardaba como parte de su piel. Nunca te fíes de un pirata, ese era su lema. Y aunque aquel viejo lo había liberado, la precaución nunca estaba de más.
Seamus soltó una risa grave, golpeando con su pata de palo las piedras del pasillo.
  • Bien dicho, español. Bien dicho.
Y juntos, con sus hombres destrozando las cadenas del imperio delante de ellos, los dos capitanes caminaron como sombras hacia el corazón de la fortaleza, donde el destino aguardaba con las fauces abiertas.

El despacho de Sir Reginald parecía un santuario profanado. Las maderas nobles astilladas por las botas de los rebeldes, las estanterías volcadas, los mapas del mundo desgarrados por las manos de los desposeídos. En medio del caos, Seamus O’Driscoll avanzó cojeando hasta el amplio escritorio de ébano, el mismo donde el hombre más poderoso del Imperio había firmado decretos de muerte y destrucción. Se dejó caer en la silla, echando el cuerpo hacia atrás con un suspiro que mezclaba cansancio y triunfo.

Diego lo observó acercándose con paso ligero, todavía con aquella sonrisa irónica que jamás lo abandonaba.
  • Le queda bien, Perro - dijo, apoyando las manos sobre la mesa - Qué diferentes serían las cosas si el hombre indicado dirigiera el mundo. ¿No cree?
Seamus soltó una carcajada ronca, exhalando una densa nube de humo que flotó sobre el escritorio como un presagio.
  • Dudo que pudiera hacerme cargo - contestó, acariciando la superficie pulida del escritorio con los dedos ásperos - El poder corrompe, español. Incluso puede hacer perder el norte al más digno de los hombres.
  • No creo que sea el caso de Sir Reginald - replicó Diego, torciendo el gesto - Ese malnacido no necesitó corromperse. Nació podrido. Es esa su naturaleza.
Seamus asintió sin más palabras, y sus manos callosas comenzaron a revolver los pergaminos esparcidos sobre la mesa. Diego lo imitó, hojeando documentos, arrugando el ceño al leer cifras astronómicas y nombres de lugares que olían a rapiña.
  • Se han apoderado de todo - murmuró el español, aunque no perdió la sonrisa. Levantó un papel y lo leyó en voz alta - “Se aprueba la adquisición de terrenos en Santa Teresa, con el fin de explotar sus recursos para beneficio exclusivo de la Compañía.”
Seamus gruñó una risa amarga mientras vaciaba con brusquedad el contenido de un cajón.
  • Y luego dicen que los piratas somos nosotros… - escupió con desprecio - Llegan, saquean y se lo quedan todo para ellos. ¡Bastardos avariciosos!
De pronto sus manos se detuvieron. Entre el desorden, oculto bajo pilas de cuentas y tratados, había un fardo de documentos forrado en piel de cuero. Estaba perfectamente atado con un cordel y sellado con la insignia en relieve de la Compañía de las Indias Orientales.

El Perro lo tomó con desprecio, palpando la superficie como si acariciara una herida abierta. Durante unos segundos, lo sostuvo en silencio, sus ojos encendidos por una mezcla de curiosidad y rencor. Después, tiró del sello hasta romperlo; el cordel cayó y el cuero crujió al abrirse.
Diego se inclinó sobre la mesa, divertido pero intrigado.

Seamus extendió los papeles sobre el escritorio, y lo que vio le hizo apretar la mandíbula con fuerza. Mapas, cartas no oficiales, acuerdos turbios firmados con reyes y banqueros. Documentos que hablaban de rutas secretas, de pactos secretos para saquear islas enteras, de concesiones ilegales para esclavizar pueblos enteros bajo el estandarte de la Compañía y la firma de Sir Reginald Hargrave.
  • Aquí está la verdadera cara de ese bastardo, español… - gruñó con voz grave, casi un ladrido - No contento con robarnos la vida, pretende robarnos hasta el aire que respiramos.
El humo de su pipa se mezclaba con el olor acre de la pólvora y el fuego que devoraba el edificio. Diego tomó uno de los mapas, lo agitó entre sus dedos y sonrió de medio lado mientras leía.
  • Entonces estos papeles no valen oro, capitán. Valen algo mucho más peligroso: la verdad. Y la verdad, en las manos adecuadas… puede ser un arma más letal que cualquier cañón.
El Perro lo miró fijamente, con ese brillo salvaje en sus ojos cansados. Luego, sin decir nada, guardó el fajo de documentos contra su pecho como quien guarda un tesoro. La puerta del despacho se abrió de golpe y Snatch irrumpió jadeando, con las gafas torcidas y los ojos brillando de excitación.
  • ¡Capitán! Todo está preparado. La pólvora está en su sitio… en cuanto de la orden, este maldito edificio arderá hasta los cimientos.
Seamus se levantó lentamente de la silla, dejando escapar un último soplido de humo que se elevó como un espectro sobre el despacho saqueado. Caminó hacia la salida, pero al pasar junto a un cajón abierto de la mesa, sus ojos se fijaron en una carta perdida y olvidada en el fondo. La sacó, la desplegó, y de pronto su rostro endurecido se congeló.
  • ¿Qué demonios…? - murmuró con voz ronca, los dientes apretados.
Diego, curioso, se inclinó hacia él con la sonrisa ladeada.
  • ¿Qué sucede, amigo? ¿Qué habéis encontrado?
Seamus leyó en silencio, las palabras clavándose como cuchillos en sus entrañas. Luego arrugó la carta con rabia, el papel crujió dentro de su puño como un hueso roto.
  • Ese bastardo… ha ordenado movilizar toda su flota… va en busca de… de una buena amiga mía.
  • ¡Oh, ya veo! - rió Diego, con tono socarrón - ¿Algún amor, quizá? ¿Una mujer que os robó el corazón?
El Perro no contestó enseguida. Avanzó con paso firme, siguiendo a sus cachorros que ya corrían por el pasillo, y el español lo siguió de cerca. Al fin, exhaló una bocanada de humo, y entre ella se dibujó una sonrisa áspera, casi dolorosa.
  • ¿Robarme el corazón? Sí… - gruñó, con un brillo inesperado en los ojos - Sí que lo hizo. Una mujer fascinante, español. Fiera y decidida como pocas. Con más pelotas que muchos hombres que he conocido.
  • ¿Y cómo se llama esa mujer espectacular, si me permite preguntarlo? - dijo Diego, divertido.
Seamus mascó el silencio unos segundos, hasta que por fin la pronunció como quien nombra a un viejo amor que nunca se fue del todo de su corazón.
  • Grace… Grace O’Malley. Ese es su nombre…
Diego no respondió. Su sonrisa habitual se desvaneció por un momento, y en su rostro quedó solo un silencio cargado de recuerdos y nostálgia. Entonces el Perro se detuvo en medio del caos y la destrucción, como si meditara algo más grande que él mismo.
  • ¿Tenéis algún plan, De la Vega? - preguntó, sin apartar la vista del incendio que comenzaba a extenderse.
  • Aparte de salir de esta prisión y volver a hundir mis botas en cubierta… no demasiados - respondió Diego, con una media verdad y una chispa de ironía.
Seamus asintió, pensativo, y entonces giró hacia él con la fiereza de un pacto sellado con sangre.
  • Os propongo un trato, español. Navegad junto a mí, al menos hasta que recuperemos vuestro navío. Ayudadme a buscar a mi amiga… y os ganaréis mi gratitud eterna.
Diego soltó una carcajada franca, y sin pensárselo dos veces, tendió la mano.
  • ¡Que así sea, viejo! Os acompañaré.
La huesuda mano del Perro se estrechó con la del Errante, y en ese apretón se selló una alianza improbable entre dos leyendas. Afuera, las llamas ya devoraban las vigas y los gritos de la rebelión se mezclaban con el rugido del fuego. El Imperio ardía, y de las cenizas nacía un juramento que haría temblar los cimientos del mundo entero.

La indestructible fortaleza acabó cediendo ante la ira, como si los mismísimos cimientos del imperio se resquebrajaran. Entre la humareda y el resplandor de las llamas, dos figuras emergieron paso a paso, hombro con hombro: Seamus O’Driscoll, el Perro, y Diego de la Vega, el Español Errante.

A su alrededor, los cachorros aullaban de júbilo, empapados de sangre, sudor y pólvora. Los desposeídos que nunca tuvieron voz ahora rugían con ella, y en aquel clamor ardiente se confundía la esperanza con la rabia. Muchos, al ver a los dos capitanes, dejaron de saquear, dejaron de quemar, y se irguieron como soldados improvisados, como si la visión de esos hombres fuese un faro en medio del caos.

El Perro alzó su bastón al cielo, la llama de una antorcha reflejándose en sus ojos de hierro.
  • ¡Hoy ardió su fortaleza! ¡Mañana caerán sus tronos! - tronó su voz, dura y libertaria, retumbando entre las ruinas - ¡Hoy los olvidados nos hemos hecho visibles, y no habrá cadenas capaces de detenernos!
Diego, con la sonrisa feroz de quien ha probado la derrota y la victoria, desenvainó su espada y la cruzó en alto con el bastón del Perro. El gesto arrancó un rugido unánime de la multitud, un grito tan fuerte que hizo temblar las calles de la inmensa urbe.

En esa noche, Londres dejó de ser, por un momento, la capital del imperio y se convirtió en el escenario de un nuevo juramento. Entre el fuego y la ceniza, entre la furia y la libertad, nacía una alianza que los cronistas jamás se atreverían a escribir, que los poderosos se ocuparían de silenciar… pero que los hombres y mujeres libres de los suburbios recordarían para siempre.

Mientras tanto en la cueva, la Víbora Roja y su tripulación respiraban humedad y penumbra. El aire estaba cargado, denso, con el olor agrio del musgo que trepaba por las paredes y alfombraba el suelo. Entre las piedras brotaban setas pálidas y luminiscentes, como si se alimentaran de las sombras mismas. Todo estaba envuelto en un resplandor espectral: la vegetación de aquella extraña isla emitía una fosforescencia púrpura que parecía provenir del sueño de un loco paisajista.
  • ¿Cómo se encuentra? - preguntó Grace, agachándose junto a su amiga.
  • Los espasmos han cesado, eso es buena señal - respondió Yara, mientras humedecía un paño con una infusión oscura y lo colocaba en la frente del herido. Sus manos, curtidas por rituales y remedios, se movían con la serenidad de una santera que sabía escuchar tanto el cuerpo como el espíritu.
  • ¿Cuándo crees que podremos seguir?
  • ¡Paciencia, Grace! - exclamó Yara con un chasquido de impaciencia - Da gracias de que no estemos cavando una tumba ahora mismo. El veneno de esa rana… - bajó la vista hacia el escocés, que yacía como si durmiera un sueño pesado - No quiero ni pensar el tormento por el que ha debido pasar.
  • ¡Macfarlane es duro! - replicó Grace con una sonrisa, acariciando con un par de dedos la cicatriz que cruzaba el torso del contramaestre - Dime, ¿quién más puede decir que luchó contra un oso y vivió para contarlo?
Los sarpullidos iban perdiendo color, y la fiebre descendía poco a poco. Mientras el escocés recuperaba la vida palmo a palmo, los demás aguardaban en silencio, vigilando la entrada de la cueva. Ante aquella abertura en la roca, cada sombra parecía esconder un peligro invisible, como si toda la isla acechara en silencio, en el corazón mismo del hielo.

En la playa, la tripulación mataba el tiempo aguardando el regreso de la expedición. Bishnu y el gigantesco niño reposaban uno junto al otro, tumbados sobre la arena. Embobados ante los reflejos azulados que danzaban en el techo helado de la gruta. Solo un hombre permanecía erguido, de espaldas al mar subterráneo, ajeno al descanso, con los ojos clavados en la espesura de la selva y en la montaña que se alzaba, oscura y amenazante.
  • ¿Qué te inquieta, Bigotes? - preguntó Halcón, acercándose sigiloso a la espalda de Bhagirath - ¡Te noto preocupado!
  • Debería haber ido con ella… - respondió el hindú, cruzando los fornidos brazos sobre su prominente barriga.
  • No temas por Yrsa - rió el vigía, mostrando sus dientes mellados - Si acaso, es la isla la que debería preocuparse de tenerla encima.
El tuerto le tendió una botella de ron a medio vaciar, pero Bhagirath negó con un gesto.
  • Guarda esa sed para más tarde, amigo. Quizás no pruebes gota de ron en mucho tiempo - gruñó, y cansado de darle vueltas a la cabeza, se giró con paso pesado. Fue a unirse a los balleneros que remendaban los desperfectos en el costado del Red Viper.
Halcón se dejó caer sobre la arena, balanceando la botella en alto con una sonrisa torcida.
  • ¡Bebe mientras puedas, Bigotes! - gritó, dejando que el eco se perdiera en la caverna - ¡Mañana puede ser tu último día!
Cortés se acercó a Akuma, que, como siempre, permanecía cerca de la penumbra. No era ella quien buscaba la oscuridad; parecía más bien que la oscuridad la buscaba a ella, siguiéndola como un perro fiel.
  • Extraño lugar, ¿no crees? - sonrió el español con su voz ronca y quebrada.
La japonesa no respondió. Su rostro, de tez pálida y dura como el mármol, no mostraba emoción alguna. Cortés se recostó contra la pared húmeda de la pequeña cueva y dejó vagar la vista hacia aquel paisaje irreal que se extendía ante ellos.
  • No tuvo opción… - murmuró ella por fin, sin mirarlo.
  • ¿Cómo dices? - frunció el ceño Cortés, sorprendido.
  • Tu capitán. No tuvo opción de liberarte, Hong Long se lo llevó ha Inglaterra.
  • Lo sé - respondió el español con una risa apagada.
Akuma alzó la mirada un instante, examinándolo de arriba abajo con un movimiento felino de ojos rasgados.
  • Sé que os preocupa. A ti y a los españoles que todavía te siguen. Debes comprender que no estaba en sus manos liberaros. Te lo digo para que puedas dormir en paz… y para que dejes de aferrarte tanto a esa botella.
Diego sonrió hacia el horizonte, aunque aquella sonrisa escondía una pena honda, clavada en su pecho desde hacía demasiado tiempo.
  • ¿A eso te dedicas, fantasma? - preguntó en voz baja - ¿A escuchar conversaciones oculta en la oscuridad?
Se giró para buscarla, pero ya no estaba. Solo quedaba la sombra.
  • Fascinante… - murmuró el español, y volvió a alzar la botella a sus labios.
  • ¿Cómo te encuentras, Yrsa? - preguntó Vihaan mientras ambos descargaban los fardos de los caballos para que descansaran.
  • Mejor - respondió la vikinga, enderezándose con un movimiento brusco que dejó claro la fortaleza de su cuerpo. El peso que ella soltaba con facilidad habría doblado la espalda de cualquier otro.
  • ¿Y tú? - añadió, arqueando una ceja.
  • Bien, bien - rió Vihaan, rascándose la nuca - Solo nervioso por las sorpresas que el destino nos tenga guardadas.
La enorme nórdica sonrió y le dio una palmada en la espalda tan recia que casi lo arrojó al suelo. El astrónomo trató de disimular la sacudida, pero acabó riéndose con ella. De repente, un acceso de tos retumbó en la cueva. MacFarlane se incorporó de golpe, con los ojos desorbitados y la boca abierta, como un ahogado que al fin emerge del agua tras horas sin respirar. Todos corrieron hacia él, rodeándolo con preocupación.
  • ¡Apartaos! - ordenó Yara con voz firme - ¡Dejadle espacio!
El escocés los miró uno a uno con expresión extraña, como si los viera por primera vez. Abrió la boca, pero no salieron palabras; solo gestos desesperados, señalando su garganta reseca.
  • ¡Agua, rápido! - dijo Grace.
Vihaan arrancó un odre de la montura de un caballo y lo acercó a los labios del contramaestre. Pero MacFarlane lo apartó de un manotazo, negando con ferocidad. Sin pensarlo dos veces, le arrebató a Cortés la botella de ron y la vació de varios tragos largos, sin apenas respirar.
Cuando al fin se limpió la boca con el dorso de la mano, una sonrisa enloquecida se dibujó en su rostro.
  • ¡Por el mismísimo bastardo de mi padre! - rugió, entre carcajadas - ¡Ha sido la mejor experiencia de mi vida, joder!
Todos rieron mientras el loco preguntaba si aún quedaba algo de ese veneno, que al parecer lo había llevado a un viaje místico lleno de formidables experiencias. Pero no se detuvieron por mucho más. Los caballos relincharon al ser cargados de nuevo. No había tiempo que perder: la isla había demostrado ser peligrosa, y la urgencia se apoderaba del grupo. En círculo, discutieron cuál sería el siguiente paso. Grace fue la primera en hablar, y todo el mundo se paró a escucharla.
  • Sé que estamos en terreno desconocido y que los peligros acechan en cada esquina - dijo con voz firme y clara, como un látigo que corta dudas - Pero debemos seguir. Estamos sin provisiones, y no sabemos cuánto tiempo navegaremos por esta cueva. Propongo ascender por el camino que serpentea la montaña, llegar hasta la cima, encontrar el manantial del río y abastecernos de agua.
  • Estoy de acuerdo - intervino Vihaan - Pero… ¿cómo sabemos que podremos beberla?
  • ¿A qué te refieres? - preguntó Yara, frunciendo el ceño - El agua es agua…
  • Tiene razón - añadió Cortés - Al cruzar la selva vi frutos, montones de comida que podríamos llevarnos al estomago… Pero, como bien dice el astrónomo, ¿cómo sabemos que no nos matará? O peor aún, que no acabaremos como el escocés.
  • Cierto - asintió Akuma - Vamos a ciegas. ¿Cómo distinguiremos lo comestible de lo venenoso.
Yrsa, que hasta entonces había permanecido en silencio, dejó que una chispa iluminara su rostro.
  • ¡Tener idea! - exclamó. Cruzó el círculo y se inclinó a recoger unas setas fluorescentes que crecían del suelo.
Se acercó a los caballos, que levantaron la cabeza solemnemente al verla. Con un gesto amplio, abrió su enorme mano y presentó las setas al hocico de Sirius. El animal olfateó con cautela y, tras unos segundos, apartó la cabeza bruscamente.
  • Animales saber - dijo Yrsa, sonriendo mientras se giraba hacia el grupo - Si no ser bueno… ellos no comer.
  • Buena idea, amiga - asintió Grace. Pero no perdió un instante en tomar la iniciativa. Caminó al centro del círculo, alzó la voz y dejó que cada palabra resonara con autoridad y convicción - ¡Escuchadme! El camino es duro, sí, y la cima está lejos. Pero juntos podemos conseguirlo. Nadie se queda atrás. Nadie duda. Cada paso que demos, lo damos como tripulación del Red Viper, con el corazón y la voluntad de un solo espíritu.
El grupo la miró, y no hubo necesidad de más palabras. Todos se enderezaron, con la determinación encendiéndose en sus ojos.
  • ¡Estáis conmigo? - gritó Grace, alzando la mano hacía el centro del círculo.
  • ¡Sí! - respondió Vihaan, con renovado vigor.
  • ¡A tu lado! - afirmó Cortés.
  • Contigo, hermana - sonrió Yara.
  • Hasta el fin de los días, mi capitana - rugió MacFarlane, apurando las últimas gotas de ron.
Yrsa y Akuma asintieron en silencio, con respeto y reconocimiento, juntando sus manos a la de los demás.
  • ¡Pues no perdamos más tiempo! - exclamó Grace, y su voz se llenó de fuego - ¡Juntos, hacia la cima! ¡Lo conseguiremos!
Continuará…
 
Pues todo hace indicar que Grace se reunirá con su maestro Diego de la Vega.
Espero que todo salga bien.
Por otra parte me alegro que haya sobrevivido el gran McFarlane.
 
Pues todo hace indicar que Grace se reunirá con su maestro Diego de la Vega.
Espero que todo salga bien.
Por otra parte me alegro que haya sobrevivido el gran McFarlane.
A mi me encanta MacFarlane. Cuando salió por primera vez en el capitulo de la isla del perro, cuando Grace y Yara reclutaban a la tripulación. Jamás pensé que llegaría a ser un personaje tan relevante y miralo ahora, contramaestre del red viper. Supongo que siento debilidad por los locos escoceses, jajaja
 
A mi me encanta MacFarlane. Cuando salió por primera vez en el capitulo de la isla del perro, cuando Grace y Yara reclutaban a la tripulación. Jamás pensé que llegaría a ser un personaje tan relevante y miralo ahora, contramaestre del red viper. Supongo que siento debilidad por los locos escoceses, jajaja
Desde el gran William Wallace.
 
Desde el gran William Wallace.
Dios, no habré llorado veces con el final de esa peli. Cuando el rey Bruce iba a negociar las condiciones de la rendición, y de repente se detiene y mira atrás a los hombres que lucharon con Wallace y dice: “Habéis sangrado con Wallace, sangrad ahora conmigo”
Esa escena del giganton lanzando la espada de William y clavandose en el campo de batalla. Su rugido, buffff! Pelos de punta amigo.
Es un peliculón! Aunque años despúes me informé bien de la historia real y no es tan épica y libertaria. Aunque como dicen al primcipio de la peli, la historia la escriben los vencedores y no siempe es cierta.
 
Bueno, bueno se prepara una buena batalla, Grace, Perro y Diego de la Vega contra el bastardo del ingles.
🔥🔥🔥🔥🔥
Vaya tres se han juntado eh! La que se va a liar va a ser chica. Que tiemble ese bastardo inglés pues el peso de la libertad caerá como plomo sobre su cabeza! Aaaaaargh!
 
Dios, no habré llorado veces con el final de esa peli. Cuando el rey Bruce iba a negociar las condiciones de la rendición, y de repente se detiene y mira atrás a los hombres que lucharon con Wallace y dice: “Habéis sangrado con Wallace, sangrad ahora conmigo”
Esa escena del giganton lanzando la espada de William y clavandose en el campo de batalla. Su rugido, buffff! Pelos de punta amigo.
Es un peliculón! Aunque años despúes me informé bien de la historia real y no es tan épica y libertaria. Aunque como dicen al primcipio de la peli, la historia la escriben los vencedores y no siempe es cierta.
Yo no la he querido volver a ver por el final, que me dolió mucho.
 
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